domingo, 28 de mayo de 2017

PENSAMIENTOS 11. Marco Aurelio II. (Meditación sobre la muerte)





(Roma, 26 de abril de 121 – Vindobona, o actual Viena,17 de marzo de 180). Descendiente de una familia noble, de origen hispano por la rama paterna, el padre murió cuando Marco tenía 10 años, siendo criado por su abuelo Anio Vero, que fue prefecto de Roma y cónsul durante tres ocasiones. Su madre, Domicia Lucila, fue dama de gran cultura y en su palacio del monte Celio -donde se crió Marco- hospedó a las principales personalidades de la época. Su bisabuelo, Catilio Severo, también prefecto y cónsul, llegó a intimar con el emperador Adriano y se introdujo en el círculo de Plinio. El complejo nexo de parentescos y de relaciones que rodeaba la persona de Marco permitió finalmente que pudiera ascender al trono del imperio, para el que fue educado desde muy temprana edad. Una vez que Adriano adoptó a Antonino, y después de ser Marco adoptado a su vez por el segundo –cuando éste contaba 16 años-, no tuvo más que esperar a que llegara su turno en el orden sucesorio, lo que se produjo tras la muerte del emperador Antonino Pío en el año 161. Para su crianza dispuso de un selecto elenco de preceptores y maestros, de los que nos ha dejado semblanza de sus cualidades en el primer libro de sus “Meditaciones”, probablemente, el último en ser redactado. De Junio Rústico, célebre filósofo estoico de su tiempo, aprendió –por ejemplo- el haber concebido la necesidad de enderezar y cuidar su carácter. De Apolonio de Calcis –que a instancias de Antonino acudió a Roma para instruir a Marco Aurelio-, aprendió a no dirigir la mirada a otra cosa que a la razón. De Sexto de Quereonea, sobrino de Plutarco, aprendió la dignidad sin afectación y el saber polifacético, sin alardes. Del filósofo peripatético Claudio Severo, el dominio de sí mismo y a no dejarse arrastrar por nada. Especialmente prolija resulta la relación de cualidades que pudo observar de su tío político y padre adoptivo, Antonino Pío, de quien heredó el imperio, y a quien siempre admiró profundamente. De su maestro Frontón, quien fue apreciado en la antigüedad por sus dotes de orador, sólo comparables a las de Cicerón, aprendió el arte de la retórica, y a él le unió una amistad que fue más tarde alentada por un fluido intercambio de cartas, muchas de las cuales nos han sido conservadas. El mismo Frontón sostuvo una carrera política al socaire de la del propio Marco Aurelio. Una vez Marco es adoptado y trasladado a la casa de Adriano en Roma, se le nombra cuestor y se le promete, para asegurar su posición, con la hija del futuro emperador Antonino, Faustina la menor, con la que se casará años más tarde y con la que tendrá 14 hijos -de los cuáles sólo cinco le iban a sobrevivir-. Tras subir al trono Antonino Pío en el año 138, Marco es nombrado cónsul por primera vez a los 18 años, cargo que ocupará dos veces más antes de su coronación en corregencia con su hermano adoptivo Lucio (año 161). Pese a ser Marco Aurelio de carácter pacífico, su reinado de veinte años se vio comprometido de continuo por amenazas fronterizas e invasiones que terminaron en guerras. Primero fue su hermano Lucio quien se vio obligado a dirigir las tropas contra los partos que habían invadido Armenia, y que no pudieron ser derrotados hasta el año 166. A su regreso a Roma, el ejército trajo consigo la terrible plaga de la peste, que acabó haciendo estragos entre los soldados y la población de toda Italia. Según Jerónimo, el ejército romano fue destruido y casi aniquilado, provocando una seria crisis económica -al enmagrecerse los ingresos públicos procedentes de impuestos- que Marco quiso atajar subastando una parte considerable de los bienes de palacio. En el año 169 muere su hermano Lucio de un ataque de apoplejía y el propio Marco ha de partir para una guerra de la que desconocía casi todo, ya que nunca había salido de Roma ni había recibido instrucción militar. En el año 170 acompaña a las tropas en la ofensiva al otro lado del Danubio (cerca de la actual Belgrado). Es muy probable que en su primera temporada completa en los cuarteles de invierno comenzara a redactar su cuaderno de notas filosóficas que dejó tras su muerte, y que portó consigo durante una década. En ese mismo año las tropas romanas salen vapuleadas de Aquilea y poco después los bárbaros invaden Italia. En el año 172, finalmente, son derrotados los marcomanos. El segundo libro de sus meditaciones lleva como epígrafe “En Carnunto” (en la actualidad, población austriaca). Situado en el campamento de aquella ciudad, donde nos dejó apuntes de gran parte de sus meditaciones, pasó el año 171 luchando contra los yáziges sármatas, fieros jinetes de la llanura húngara. Siendo como era de complexión enfermiza, por aquel entonces su pecho y estómago comenzaron a resentirse, Galeno le prescribió opio para paliar el dolor y el insomnio, y acabó volviéndose adicto. En el año 175, después de extenderse el rumor de que Marco Aurelio había muerto, Casio se proclamó emperador en Egipto, reclamando el resto del imperio, lo que llevó a un conato de guerra civil que concluyó con el asesinato del mismo Casio por la mano de uno de sus guardianes. Era ya en aquel momento, tal como llegó a retratarse ante sus tropas en una de sus arengas, “un hombre viejo y débil e incapaz de comer sin dolor o de tener un sueño tranquilo”. En el año 176 partió para Egipto para pacificar algunas rebeliones. Después de pasar por Siria y Palestina, navegó hacia Atenas donde pidió ser iniciado en los misterios de Deméter y Perséfone que se celebraban durante el mes de septiembre, y donde fundó cuatro cátedras de filosofía (una por cada una de las grandes escuelas: la platónica, la socrática, la epicúrea y la estoica). A su llegada triunfal a Roma, después de una ausencia de 8 años, trató de asegurar la sucesión de su hijo Cómodo otorgándole títulos que lo habilitaban para actuar como corregente. Poco después, Marco lanza una segunda expedición con la idea de crear dos nuevas provincias en territorios de cuados y marcomanos, pero no llegó a culminarla. Murió cuando todavía se encontraba en campaña, el 17 de marzo de 180, un mes después de haber cumplido los 59 años. Murió a orillas del Danubio, cerca de la actual Viena, mientras se dirigía contra los sármatas de la llanura húngara. El hecho de que Marco Aurelio despachara con premura a su hijo Cómodo de su lecho de muerte hace pensar que ésta se produjo a causa de la peste. Se dice que al tribuno que le pidió el santo y seña le dijo: “ve al sol naciente, porque yo ya me estoy poniendo”. Si bien el cuaderno de anotaciones que llevaba consigo parece estar desprovisto de toda alusión a las guerras en medio de las cuales fueron escritas sus meditaciones, su biógrafo Anthony Birley -“Marco Aurelio”, excelente biografía traducida por la editorial Gredos- cree más bien que las guerras fueron el motivo de que llegaran a ser escritas, pues en ellas abundan los pensamientos vinculados con la muerte y muchas de las imágenes elegidas recaen en los conflictos bélicos. Sería, por tanto, este ambiente de conmoción y violencia un acicate y una ocasión para que meditara sobre la vida y la muerte. Tal vez, si Marco Aurelio hubiera gozado de un apacible reinado sin salir de Roma, no hubiera tenido necesidad de tomar la pluma. En cierta ocasión se dijo que su posición en la vida le dificultaba para profesar la filosofía. No obstante, trató durante todo su reinado de revertir esa desfavorable situación de emperador baqueteado por guerras y sediciones, y siempre que le era posible se entregaba a sus meditaciones: “eso tienes tú ahora el palacio y la filosofía”, llega a decirse en sus apuntes. Como emperador fue tratado favorablemente por los historiadores más próximos, siendo considerado el último de la llamada “edad de oro” del Imperio romano. Supo continuar la labor jurídica de Antonino, redactó más de trescientos textos legales y mejoró la condición de esclavos, mujeres y niños. Taine dijo de Marco Aurelio que era el alma más noble que haya existido y Renan lo calificó como el mejor y más grande de su siglo. Fue precisamente el cuaderno de anotaciones filosóficas que llevaba consigo, en medio de campañas con cadáveres y encima de caballos de batalla, lo que le hizo merecer la elogiosa opinión de la posteridad. Su cuaderno, escrito en griego, que era la lengua que había aprendido desde niño y en la que quiso razonar por amor a la filosofía, fue titulado “Ta eis heautón” -“Acerca de si mismo”-, aunque ha pasado a ser conocido por la posteridad como “Meditaciones” -en castellano- o incluso “Pensamientos” -en su aproximación francesa-. Nos ha sido legado con una división en doce capítulos, tal vez reagrupados y ordenados de forma póstuma por un editor, y está compuesto por una serie de fragmentos más bien breves, que son anotaciones esporádicas donde abundan las admoniciones espirituales, los preceptos morales o las disquisiciones filosóficas. Escritas con un estilo sobrio, conciso, e incluso lapidario, hace un repaso a los temas tópicos de la meditación estoica. Si bien Marco Aurelio profesó siempre una gran admiración al estoicismo, procuró que su formación filosófica fuera lo más ecléctica posible. Ha sido señalado por los historiadores lo paradójico del hecho de que los dos últimos grandes estoicos fueran un esclavo frigio cojo y el soberano de un imperio mundial. Y sin embargo, su condición de soberano apenas asoma entre las líneas de sus meditaciones; sí, en cambio, su sólida formación filosófica y su elevado carácter moral: “no te conviertas ni en esclavo ni en tirano de ningún hombre”. Imbuido de un puñado de nociones estoicas, como la necesidad cósmica que todo lo encadena, la asunción de la razón como guía, el sentido del deber o el orgullo de sentirse ciudadano del mundo, y espoleado, a la vez, por un desprecio hacia la muerte y hacia todo lo corporal, Marco Aurelio nos ha dejado en sus meditaciones un extraordinario libro de ejercicios espirituales con el que trata de elevar el nivel moral de la naturaleza humana, invitándonos a que aprovechemos al máximo la porción de vida que nos es entregada en cada instante.

Marco Aurelio escribió sus cuadernos de meditaciones a lo largo de sus últimos diez años de vida, los que van del año 170 al 180, en que permaneció fuera de Roma –tan sólo regresó una vez y durante poco tiempo- acompañando a las tropas en su ofensiva contra los bárbaros al otro lado del Danubio. La muerte provocada por la guerra y la peste debió ser una imagen permanente para Marco Aurelio durante este periodo difícil e itinerante. No sería por tanto descabellado pensar que en alguna oportunidad estas meditaciones fueron escritas con el objetivo de infundirle coraje en la batalla, o bien de reportarle tranquilidad ante la posibilidad de ser alcanzado por las tropas enemigas. Se ha llegado a decir, incluso, que las guerras en las que Marco se vio involucrado de un modo directo fueron el estímulo para que escribiese sus cuadernos de notas, y que este motivo explicaría que una gran parte de sus pensamientos se hallasen dirigidos hacia la muerte. Un Marco Aurelio que se hubiese mantenido retirado en la corte o en el campo, lejos de las batallas, no se hubiera visto obligado a tomar la pluma. Pero esto da una interpretación confusa de la compleja finalidad con la que se escribieron las meditaciones sobre la muerte. La meditación sobre la muerte constituye ya desde Platón uno de los viejos tópicos del pensamiento, que más tarde va a ser retomado por Montaigne bajo la fórmula de “filosofar es aprender a morir”, y que en España tuvo su máximo exponente en el “aviva el seso y despierta…” del poeta Jorge Manrique. “Suele pensarse las meditaciones –ha escrito Pierre Hadot- como si fuera una especie de diario autobiográfico en el que el emperador diera desahogo a su alma. Suele imaginarse, de manera bastante romántica, al emperador inmerso en la atmósfera trágica de la guerra contra los bárbaros escribiendo o dictando, al anochecer, sus desengañadas reflexiones acerca de los asuntos humanos, e intentando constantemente justificarse o convencerse a sí mismo con tal de poner fin a las dudas que le corroen. Pero las cosas no son así”. Efectivamente, las meditaciones no se pueden comprender si no se las inserta dentro del género literario en el que fueron escritas, una especie de ejercicio donde se examina la conciencia, pero también un diálogo consigo mismo. Tampoco se puede comprender bien si no se entiende la filosofía tal como era concebida en la antigüedad helenística y romana, es decir, como una guía espiritual que se dirige a transformar el alma del discípulo. Para esclarecer el sentido de esta práctica ejercida en la antigüedad, Foucault se ve obligado a hacer una distinción entre “Filosofía” y “Espiritualidad”: “creo que podríamos llamar espiritualidad –precisa Foucault en “la hermenéutica del sujeto”- la búsqueda, la práctica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad. Se denominará “espiritualidad”, entonces, el conjunto de esas búsquedas, prácticas y experiencias que pueden ser las purificaciones, las ascesis, las renuncias, las conversiones de la mirada, las modificaciones de la existencia, etcétera, que constituyen, no para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el precio a pagar por tener acceso a la verdad”. Antes que ver, entonces, la filosofía de la antigüedad como un repertorio de conocimientos abstractos, hay que verla como una “techné tou biou”, como un arte de vivir, como “una conversión que afecta a la totalidad de la existencia”. Esta profunda transformación que la filosofía ha de producir en la forma de ver y de ser del que medita, era llevada a cabo por medio de una rigurosa metodología centrada especialmente en una serie de ejercicios espirituales destinados a memorizar y asimilar los dogmas fundamentales y las reglas vitales de cada escuela. Entre estos ejercicios espirituales se puede señalar la atención (prosoché), por medio de la cual el discípulo o filósofo establecía una continua vigilancia sobre sí mismo que le permitía aplicar ciertas reglas filosóficas sobre cada situación concreta. Esta atención era especialmente efectiva cuando se centraba en el instante presente. Otro de los ejercicios más frecuentes era el del examen de conciencia, ya fuera al levantarse o a la hora de acostarse, con el fin de comprobar los progresos espirituales realizados. Especial relevancia para la meditación sobre la muerte tiene el ejercicio de la “premeditatio malorum”. Se trata de representarse anticipadamente una serie de males que pueden sobrevenirle al hombre, a fin de que se familiarice con ellos, se convenza de que no son males, los prevenga y se libere de los temores que le afligen. Pero en Marco Aurelio este ejercicio no solo tiene la función de contrarrestar el temor que la muerte nos causa, sino que adquiere unos valores más positivos. Con la meditación de la muerte se busca conseguir una transformación total en quien practica el ejercicio, mediante un cambio en su modo de ver y valorar el mundo, liberándolo de las pasiones e induciéndole a llevar una vida conforme a la razón. Se deja a continuación una selección de estos pensamientos de Marco Aurelio, para después pasar al análisis detallado del ejercicio sobre la muerte.

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SELECCIÓN DE PENSAMIENTOS SOBRE LA MEDITACIÓN DE LA MUERTE


7.69 La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimientos, sin hipocresías.



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2.12 . ¡Cómo en un instante desaparece todo: en el mundo, los cuerpos mismos, y en el tiempo, su memoria! ¡Cómo es todo lo sensible, y especialmente lo que nos seduce por placer o nos asusta por dolor o lo que nos hace gritar por orgullo; cómo todo es vil, despreciable, sucio, fácilmente destructible y cadáver! ¡Eso debe considerar la facultad de la inteligencia! ¿Qué son esos, cuyas opiniones y palabras procuran buena fama ¿Qué es la muerte? Porque si se la mira a ella exclusivamente y se abstraen, por división de su concepto, los fantasmas que la recubren, ya no sugerirá otra cosa sino que es obra de la naturaleza. Y si alguien teme la acción de la naturaleza, es un chiquillo. Pero no sólo es la muerte acción de la naturaleza, sino también acción útil a la naturaleza. Cómo el hombre entra en contacto con Dios y por qué parte de sí mismo, y, en suma, cómo está dispuesta esa pequeña parte del hombre.

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2. 14. Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien? Ten siempre presente, por tanto, esas dos cosas: una, que todo, desde siempre, se presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido; la otra, que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder.

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3.1. No sólo esto debe tomarse en cuenta, que día a día se va gastando la vida y nos queda una parte menor de ella, sino que se debe reflexionar también que, si una persona prolonga su existencia, no está claro si su inteligencia será igualmente capaz en adelante para la comprensión de las cosas y de la teoría que tiende al conocimiento de las cosas divinas y humanas. Porque, en el caso de que dicha persona empiece a desvariar, la respiración, la nutrición, la imaginación, los instintos y todas las demás funciones semejantes no le faltarán; pero la facultad de disponer de sí mismo, de calibrar con exactitud el número de los deberes, de analizar las apariencias, de detenerse a reflexionar sobre si ya ha llegado el momento de abandonar esta vida y cuantas necesidades de características semejantes precisan un ejercicio exhaustivo de la razón, se extingue antes. Conviene, pues, apresurarse no sólo porque a cada instante estamos más cerca de la muerte, sino también porque cesa con anterioridad la comprensión de las cosas y la capacidad de acomodarnos a ellas.

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3.7. Tanto si es mayor el intervalo de tiempo que va a vivir el cuerpo con el alma unido, como si es menor, no le importa en absoluto. Porque aun en el caso de precisar desprenderse de él, se irá tan resueltamente como si fuera a emprender cualquier otra de las tareas que pueden ejecutarse con discreción y decoro; tratando de evitar, en el curso de la vida entera, sólo eso, que su pensamiento se comporte de manera impropia de un ser dotado de inteligencia y sociable”

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3. 10. Desecha, pues, todo lo demás y conserva sólo unos pocos preceptos. Y además recuerda que cada uno vive exclusivamente el presente, el instante fugaz. Lo restante, o se ha vivido o es incierto; insignificante es, por tanto, la vida de cada uno, e insignificante también el rinconcillo de la tierra donde vive. Pequeña es asimismo la fama póstuma, incluso la más prolongada, y ésta se da a través de una sucesión de hombrecillos que muy pronto morirán, que ni siquiera se conocen a sí mismos, ni tampoco al que murió tiempo ha.

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3.14. No vagabundees más. Porque ni vas a leer tus memorias, ni tampoco las gestas de los romanos antiguos y griegos, ni las selecciones de escritos que reservabas para tu vejez. Apresúrate, pues, al fin, y renuncia a las vanas esperanzas y acude en tu propia ayuda, si es que algo de ti mismo te importa, mientras te queda esa posibilidad.

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4.37. Estarás muerto en seguida, y aún no eres ni sencillo, ni imperturbable, ni andas sin recelo de que puedan dañarte desde el exterior, ni tampoco eres benévolo para con todos, ni cifras la sensatez en la práctica exclusiva de la justicia.

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4. 50. Remedio sencillo, pero con todo eficaz, para menospreciar la muerte es recordar a los que se han apegado con tenacidad a la vida. ¿Qué más tienen que los que han muerto prematuramente? En cualquier caso yacen en alguna parte Cadiciano, Fabio, Juliano, Lépido y otros como ellos, que a muchos llevaron a la tumba, para ser también ellos llevados después. En suma, pequeño es el intervalo de tiempo; y ese, ¡a través de cuántas fatigas, en compañía de qué tipo de hombres y en qué cuerpo se agota! Luego no lo tengas por negocio. Mira detrás de ti el abismo de la eternidad y delante de ti otro infinito. A la vista de eso, ¿en qué se diferencian el niño que ha vivido tres días y el que ha vivido tres veces más que Gereneo?

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5.33. Dentro de poco, ceniza o esqueleto, y o bien un nombre o ni siquiera un nombre; y el nombre, un ruido y un eco. E incluso las cosas más estimadas en la vida son vacías, podridas, pequeñas, perritos que se muerden, niños que aman la riña, que ríen y al momento lloran. Pues la confianza, el pudor, la justicia y la verdad, «al Olimpo, lejos de la tierra de anchos caminos». ¿Qué es, pues, lo que todavía te retiene aquí, si las cosas sensibles son cambiantes e inestables, si los sentidos son ciegos y susceptibles de recibir fácilmente falsas impresiones, y el mismo hálito vital es una exhalación de la sangre, y la buena reputación entre gente así algo vacío? ¿Qué, entonces? ¿Aguardarás benévolo tu extinción o tu traslado. Mas, en tanto se presenta aquella oportunidad, ¿qué basta? ¿Y qué otra cosa sino venerar y bendecir a los dioses, hacer bien a los hombres, soportarles y abstenerse? Y respecto a cuanto se halla dentro de los límites de tu carne y hálito vital, recuerda que eso ni es tuyo ni depende de ti.

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6. 28. La muerte es el descanso de la impronta sensitiva, del impulso instintivo que nos mueve como títeres, de la evolución del pensamiento, del tributo que nos impone la carne.

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6.56 . ¡Cuántos, en compañía de los cuales entré en el mundo, se fueron ya!

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6. 59. ¡Quiénes son aquéllos a quienes quieren agradar!, y ¡por qué ganancias, y gracias a qué procedimientos! ¡Cuán rápidamente el tiempo sepultará todas las cosas y cuántas ha sepultado ya!

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7.6. ¡Cuántos hombres, que fueron muy celebrados, han sido ya entregados al olvido! ¡Y cuántos hombres que los celebraron tiempo ha que partieron!

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7-32 Sobre la muerte: o dispersión, si existen átomos; o extinción o cambio, si existe unidad.

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7. 35. Y a aquel pensamiento que, lleno de grandeza, alcanza la contemplación de todo tiempo y de toda esencia, ¿crees que le parece gran cosa la vida humana? Imposible, dijo. Entonces, ¿tampoco considerará terrible la muerte un hombre tal? En absoluto.

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7.56. Como hombre que ha muerto ya y que no ha vivido hasta hoy, debes pasar el resto de tu vida de acuerdo con la naturaleza.

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8. 58. El que teme la muerte, o teme la insensibilidad u otra sensación. Pero si ya no percibes la sensibilidad, tampoco percibirás ningún mal. Y si adquieres una sensibilidad distinta, serás un ser indiferente y no cesarás de vivir.

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10. 29. Detente particularmente en cada una de las acciones que haces y pregúntate si la muerte es terrible porque te priva de eso.

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12.7. ¡Cómo has de ser sorprendido por la muerte en tu cuerpo y alma! Piensa en la brevedad de la vida, en el abismo del tiempo futuro y pasado, en la fragilidad de toda materia.

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12.21. Que dentro de no mucho tiempo nadie serás en ninguna parte, ni tampoco verás ninguna de esas cosas que ahora estás viendo, ni ninguna de esas personas que en la actualidad viven. Porque todas las cosas han nacido para transformarse, alterarse y destruirse, a fin de que nazcan otras a continuación.


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ANÁLISIS SOBRE LA MEDITACIÓN DE LA MUERTE EN MARCO AURELIO


Muchos lectores de las meditaciones han quedado con la impresión de que Marco Aurelio tenía una visión de la vida extremadamente pesimista. La visión del mundo y de la vida que se desprende de sus pensamientos puede parecer patética si no se tiene en cuenta el propósito con el que fueron escritas sus “Meditaciones”. En Marco Aurelio “todo es vil, despreciable, sucio, fácilmente destructible y cadáver”. Si nos olvidamos del alma y atendemos al cuerpo no resultamos ser más que “sangre y polvo, huesecillos, fino tejido de nervios de diminutas venas y arterias”. En pocas palabras, dice Marco Aurelio, todo lo que pertenece al cuerpo es un río que acaba desembocando en polvo, ceniza y esqueleto. Pero el alma no queda mejor parada: es una peonza, o sueño y vapor, algo difícilmente conjeturable. Y las condiciones de vida en que el hombre se ha de mover no son menos deleznables. La vida de cada uno es insignificante. Igualmente insignificante el rinconcillo de la tierra donde se vive. Tampoco el tamaño de la tierra, comparado con la inmensidad del universo, pasa de ser un punto. Medido en relación con la inmensidad del tiempo cósmico, el tiempo de la vida humana también resulta ser un punto, algo sumamente efímero: somos, como decían los griegos, criaturas de un día. El hálito vital no es más que una exhalación de la sangre. El nombre, la gloria, la fama póstuma quedan, al final, reducidos a ruido y eco. Muchos de los que han entrado al mundo con nosotros se han ido ya. Quienes fueron celebrados han sido sepultados por el olvido y ni siquiera se libran aquellos que más se han apegado a la vida. Fabio, Juliano, Lépido. Hasta las cortes con más pompa han sido aniquiladas. La corte de Augusto, su mujer, su hija, sus descendientes, sus ascendientes, su hermana, Agripa, sus parientes, sus familiares, Ario, Mecenas, sus médicos, sus encargados de sacrificio. Ciudades esplendorosas como Pompeya y Herculano han sido devastadas. La muerte vista bajo la lupa de Marco Aurelio parece revelar su gran verdad: no dejar títere con cabeza. Los ejemplos de la historia humana con nombres y apellidos podrían proporcionar a cada uno una lista interminable. Después de someter a la humanidad al escrutinio de la muerte, la visión de la vida no puede ser más desoladora. Podría resumirse en esa fórmula de Epicteto que Marco Aurelio repite varias veces en sus meditaciones: “somos una pequeña alma que sostiene un cadáver”. Pero la verdad es que Marco Aurelio se sirve de sus ejercicios sobre la muerte con una finalidad muy distinta a la de entregarse al pesimismo: su propósito es transformar la vida entera del hombre en algo noble, alcanzar la grandeza del alma y conseguir liberarse de aquellos condicionamientos que le impiden vivir con libertad.

El “memento mori” como ejercicio espiritual le sirve a Marco Aurelio para darse cuenta de que la muerte es un mal ineluctable, algo indiferente que hay que tratar con indiferencia para no dejarse alterar, un hecho natural que no puede inscribirse en el terreno de la libertad humana, pues no depende de nosotros morirse o no morirse. La muerte, como el nacimiento, dice Marco Aurelio, es “un misterio de la naturaleza, una combinación de ciertos elementos y una disolución en ellos mismos”. Una de las consecuencias de la definición natural que Marco Aurelio da sobre la muerte es el desprecio de la carne y la revalorización del alma como instancia que hay que cultivar para lograr una vida espiritual más plena. Si visto bajo el prisma de la muerte, el cuerpo resulta ser putrefacción, cadáver, esqueleto y ceniza, es decir, la viva imagen de la muerte, entonces, por contraste, el alma resulta ser la más pura imagen de la vida, aquello que se sobrevive a sí misma, que lleva el germen de la inmortalidad y de la verdadera vida. “Basta –dice Marco Aurelio- cavar en el interior para encontrar la fuente de todo bien”. El bien es el origen y el “telos” del alma y a la vez se convierte en su dinamismo interno. Si como recuerda marco Aurelio, citando a Epicteto, somos una pequeña alma que sustenta un cadáver, si hay que vivenciar el cuerpo como un cadáver y ver la muerte como si ya estuviera afectando al cuerpo, entonces tomamos conciencia de que la vida que importa no es la de los cuidados del cuerpo, sino la vida anímica o espiritual. No sólo hay que menospreciar la vida del cuerpo, sino que también hay que menospreciar a la muerte misma, para no dejarnos asustar por la impresión que nos causa. Bajo la visión de Marco Aurelio, la vida resulta ser una preparación para la muerte, porque cualquier acción de nuestra vida lleva ya su impronta: no sabemos cuál de las acciones ejecutadas puede ser la última. Cualquier momento de nuestra vida puede incluir el instante en que nos vamos a  morir. De este modo, al tomar conciencia de que en cualquier momento podemos perder la vida, ésta adquiere un valor precioso que antes no tenía, se convierte así en más vida, y nos hace percatarnos de que siempre nos hallamos ante la alternativa de elegir una vida más verdadera o una vida más falsa, una vida consciente de lo que nos jugamos en ella, o una vida inconsciente y frívola que se toma a si misma a broma y que es incapaz de sacar provecho a todas sus potencialidades. Si según la visión de Marco Aurelio, el signo de las cosas es la fugacidad, si esta es la gran verdad de la vida que el hombre no ha aprehendido en su integridad, entonces el hombre común lleva una vida errática al creer que las cosas son permanentes y estables. El hombre actúa con la convicción de que durante su vida persigue cosas de valor, cosas que van a perdurar en el tiempo y, sin embargo, resulta que ha estado persiguiendo sombras chinescas, cosas fugaces y perecederas. La visión de la fugacidad de la vida hace al hombre replantearse el sistema de valores con que juzga las cosas y le ayuda a encarar la vida y la muerte de otro modo. Para vivir la vida de un modo pleno es necesario ver la muerte sin espanto, de un modo natural. Desde este punto vista, la muerte es “el descanso de la impronta sensitiva, del impulso que nos mueve como títeres”. Visto desde esta visión naturalista, la muerte ya lleva implícita su propia anestesia y ningún mal o dolor podemos temer de la muerte: la muerte es, por definición, “extinción de la sensibilidad”. La muerte es además el proceso más recurrente de la vida y de la naturaleza, y por eso ya estamos del todo familiarizados con ella. Si uno echa una ojeada a toda la sucesión de edades por las que ha pasado –niñez, adolescencia, juventud, vejez, etc-, y hace el recuento de todas las personas que le han ido acompañando, para más tarde ir desapareciendo, la vida se revela como un continuo proceso de cambio que está gobernado por la destrucción y la muerte. Esta misma mirada lanzada hacia la naturaleza universal nos hace percatarnos de que todo está sometido a procesos de transformación y disolución, de "metabolización" y "diálisis". Pasamos continuamente de un momento de destrucción a otro; la vida es un conjunto de sucesiones y, por tanto, ya nos ha acostumbrado al suceso último y fundamental, al cambio más importante: la vida, que en última instancia consiste en un cambio permanente, ya nos ha estado adiestrando a que nos familiaricemos con la muerte. Este ejercicio de la mente, que nos lleva a concebir toda cosa existente como ya sometida al influjo de la muerte, nos lleva también a concebir cada cosa “como nacida para morir”. En esta reflexión ontológica sobre la muerte, el hombre toma conciencia propia de que es un ser para la muerte. Como ha recordado Heidegger -parafraseando una vieja sentencia de Séneca-, “tan pronto como un ser entra en la vida es ya demasiado viejo para morir”. Al tomar conciencia propia de la muerte, el hombre halla en ella su más peculiar posibilidad. “La muerte -dice Heidegger- es para cada ser humano probable en el más alto grado, pero con todo no absolutamente cierta”. Una cosa es la certidumbre empírica de la muerte como accidente que nos acaecerá algún día, y otra cosa es la certeza apodíctica de comprender la muerte como la posibilidad más propia, cierta e indeterminada. Cierta porque es posible a cada instante; indeterminada porque no se conoce ese instante. La meditatio mortis nos lleva a esta transformación en la vivencia de la muerte, poniéndonos ante la actitud de no esquivarla ni tratarla con la incuria del que se entrega a la  rutina de sus asuntos cotidianos.


La muerte también ocupa un lugar relevante dentro del ejercicio de la “premeditatio malorum”. Con este ejercicio, uno  trata de representarse con la mayor viveza posible aquellos acontecimientos dramáticos o duros que pueden presentársenos a lo largo de la existencia. De este modo, cualquier acontecimiento terrible para el hombre pierde su aspecto espantoso. Hay que saber discernir entre los males que dependen de nosotros –como son los males morales- y aquellos que no dependen ni afectan a nuestra libertad: la pobreza, la enfermedad, la vejez, etc. Entre estos males inevitables que pueden afectar al hombre, la muerte se sitúa como el mal más radical e inevitable. Uno puede pasar por la vida sin llegar a ser pobre, sin tener enfermedades graves, sin llegar a la vejez. Pero ningún hombre puede pasar por la vida sin dejar de morirse. La muerte es, pues, no sólo el mal más radical, sino el más cierto y habitual, el más inconcuso. Toda nuestra vida está impregnada de esta condición mortal. Pero para los estoicos, como para Marco Aurelio, este mal, que es el mal por excelencia, no es un mal real. Y no es un mal, en primer lugar, porque no afecta al alma. Las cosas y los acontecimientos existen fuera, en el exterior, pero el hombre puede conservar un reducto interior infranqueable a las contrariedades del mundo, ya que "las cosas que nos son externas están desprovistas de temblor y las turbaciones surgen de la única opinión interior”. No hay más mal verdadero que el mal moral, que el mal que nos contamina desde el interior de nuestras propias acciones, que nos vuelve injustos o insensatos cuando ejecutamos acciones injustas o insensatas. Todos aquellos males que proceden de una causa externa no pueden ser males reales, ya que no tienen el poder de hacernos malos, salvo que otorguemos nuestro consentimiento. Son males sólo porque opinamos que nos causan perjuicio, pero está en nuestra mano mudar de opinión o dejarla en suspenso. “No existe mal alguno en la vida –repite Montaigne- para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida”. La muerte no sólo es un mal; puede llegar a convertirse en un bien, incluso. En un mundo en el que todo es inestable y en que todo se desvanece como un sueño, en un mundo en que todo es inasible y nos asimos a cosas sin importancia, el hombre puede llegar a despertar si es capaz de encontrar un asidero en medio del desasimiento de todo. La muerte nos revela que en un mundo en que todo es fantasmal y no hay nada que tenga presencia substante, la molestia, el sufrimiento, el mal tampoco tienen entidad. El mal no tiene consistencia porque en un mundo fluctuante ningún mal dura mucho tiempo, y la muerte ni siquiera dura un instante. A juicio de Marco Aurelio, que acusaba la influencia platónica, la muerte no es un mal para “quien aspira a contemplar toda esencia y todo tiempo”, es decir, la muerte no es un mal para el sabio que ha aprendido a contemplar el universo desde una perspectiva holística y eterna, y a quien la vida humana se le aparece, en comparación, como algo ínfimo y de poco valor. Para este hombre que desprecia lo mundano, también la muerte es un ingrediente más de la vida que hay que despreciar. Otro de los procedimientos que abundan en las meditaciones con el fin de quitar espanto a la muerte es mostrar que la muerte es “anestésica”, algo que no puede alcanzar a nuestra sensibilidad, en consonancia con la famosa fórmula de Epicuro: “cuando yo soy, la muerte no es; cuando la muerte es, yo ya no soy”. La muerte, pues, no puede alcanzarnos porque ella misma, por definición, nos trae la imposibilidad de experimentarla. No es un mal porque el dolor que podría infligirnos nunca podrá ser experimentado por nosotros. Tampoco es un mal si se tiene en cuenta que la muerte sólo puede venir a interrumpir una acción que estamos ejecutando en un instante dado, pero si reflexionamos sobre esa acción ejecutada descubrimos que la muerte no viene a privarnos de nada trascendente, porque toda acción tomada así, aislada del continuo temporal, carece de importancia. Ante el acontecimiento de la muerte, hay que asegurarse de que en el fondo no puede afectarnos, porque nada importante nos acontece. Con el ejercicio de meditación sobre la muerte nos preparamos para prever este mal mayor que aparenta ser la muerte y lo convertimos en un mal insignificante. No es un mal evitable, pero puede ser un mal desdeñable a condición de que reflexionemos suficientemente en la realidad que entraña. A condición de que pensemos suficientemente la muerte y comprendamos de un modo adecuado las consecuencias de su aparición. De esta forma, la muerte se convertirá en un acontecimiento que no llegará a sorprendernos porque nos hemos ido preparando ya para contrarrestar su posible efecto siniestro. Como ya dijera Arcesilao, la muerte es un mal en nuestra opinión; cuando está ahí no hace ningún daño. Sólo hace daño cuando está ausente y la aguardamos como una amenaza. Cuando cesamos de opinar y somos capaces de mirar a la muerte de frente,  entonces ésta se convierte en objeto de nuestro saber. Y podemos hacer también de la muerte un bien provechoso si somos capaces de salirle al encuentro. Finalmente la muerte no es un mal porque, desde un punto de vista naturalista, puede ser definida como “ergón fiseos” como obra de la Naturaleza, y según el dogma estoico nada malo hay en aquello que es conforme con la naturaleza. Desde este punto de vista, la muerte tiene su “kairós”, se produce en el momento oportuno de acuerdo con la Naturaleza universal. Desde esta perspectiva cósmica, la muerte, que los hombres han pintado con los más feos rasgos, puede llegar a tomar el aspecto de la belleza, pues todo lo que acontece al conjunto universal es bello y está siempre en sazón, y sirve para que todo continúe su transformación renovadora.

Según Marco Aurelio el hombre sabio es aquel que sabe hallar su íntima afinidad con la Naturaleza. Todos los acontecimientos y fenómenos humanos han de ser resituados en una perspectiva cósmica con el fin de sentir la armonía que dimana de esa unidad viviente que es el cosmos. Por tanto, Marco Aurelio va a situar la muerte bajo esta perspectiva natural y cósmica. Se trata de definir la muerte de un modo natural, quitándole los fantasmas que la recubren, para que así se nos revela la muerte desnuda, tal cual es, sin los ropajes convencionales y las deformaciones que la opinión y la pasión humana le ha ido añadiendo. Se trata de vivenciar la muerte de una manera esencial. Visto de esta manera, la muerte es “ergon fiseos”, mera obra de la Naturaleza. Pero, además, es obra útil de la Naturaleza porque colabora para que se produzca la renovación de su obra. Viendo la muerte de esta manera esencial y nuda, el hombre ya no tiene nada que temer de ella. Se le reduce a algo inofensivo. Al revés, toda obra de la Naturaleza no sólo tiene su belleza, sino que también tiene su función y su utilidad. Como fenómeno natural, la muerte se nos presenta como disolución de elementos de los que está compuesto un ser vivo, y esta transformación y disolución natural no debe producirnos pasión o recelo alguno, a no ser que desconfiemos de la propia Naturaleza. Tampoco debe producirnos vergüenza o cualquier otro sentimiento de rechazo, porque para un ser que contempla las cosas a través de su inteligencia, sentir vergüenza ante lo natural es un contrasentido. Ni siquiera debemos impacientarnos ante la demora de nuestra desintegración personal, porque la naturaleza ya nos ha enseñado que la desintegración forma parte del destino de todo ente. Ante la muerte es necesario aquietar el ánimo manteniendo el principio de que nada nos sucede que esté en desacuerdo con la Naturaleza del conjunto. Y la muerte hay que acogerla “gustosamente, en la convicción que ésta también es una de las cosas que la naturaleza quiere”. Desde este punto de vista naturalista, la alternativa ante la que nos sitúa la muerte está exenta de dramatismo: “o dispersión, si existen átomos; o extinción o cambio, si existe unidad”. Pero cualquiera que sea la alternativa en que se resuelva la muerte, lo importante es que el alma se halle bien dispuesta. En definitiva, no es tan importante cuál sea la naturaleza de la muerte, como el tratar de que no nos pille desprevenidos. La alternativa hacia la que nos inclinemos ha de ser fruto de una elección personal, una decisión tomada de un modo serio y reflexivo para que el alma se halla bien equipada ante la posibilidad de este acontecimiento. Esta disposición de ánimo tiene su mayor apoyo en el sentimiento de vivir de acuerdo con la naturaleza. Si todo acontece en conformidad con la “holofisis”, con la naturaleza del conjunto universal, el hombre ha de buscar entonces la conformidad con la “antropofisis”, con su propia naturaleza humana. El hombre es un microcosmos que mediante su obrar debe colocarse en armonía con el macrocosmos. Visto así, la muerte supone sólo una desintegración aparente, paso previo para una integración superior: la muerte viene a reintegrarnos a la totalidad de la que nos hemos desgajado en el proceso de individuación. El alma ha de aguardar la hora en que se separa de su envoltura de la misma manera que se aguarda el momento en que salga de la mujer el recién nacido. Ha de observar las leyes universales que rigen el cosmos y ha de procurar asemejarse a la naturaleza, o estar en sintonía con ella, para que sus acciones no sean vanas, sino que estén regidas por su misma universalidad. Se puede salvar uno personalmente al actuar de un modo transpersonal, escuchando el dictado de la naturaleza, que es también naturaleza humana y que se expresa en un plano ético mediante el cumplimiento de las normas que le son propias.

La meditación sobre la muerte aparece a menudo en Marco Aurelio asociada al valor del instante presente, otro de los tópicos de la filosofía antigua. Es común a toda escuela filosófica, dice Marco Aurelio, “dedicarse únicamente a lo que ahora se está haciendo y al instrumento gracias al cual se actúa”. Uno de los ejercicios espirituales consiste en centrar la atención sobre lo que se tiene siempre entre manos, porque es en el momento presente donde se tiene ya que realizar la conquista de la vida moral y de la libertad interior, renunciando a todo tipo de actividades superfluas. Lo único que posee el hombre sustancialmente es el instante presente, y si quiere realizar bien su vida no puede descentrarse dejando lo que tiene entre manos para afanarse por cosas que ya no están o que todavía no están a su alcance. Si uno encara su vida desde el pensamiento de la muerte, se da cuenta de que lo único que se puede llevar consigo la muerte es el instante del que ahora gozamos, pero no nos puede arrebatar ni el pasado ni el futuro, ya que no están a nuestra disposición. La muerte, al igual que el instante presente, pone a todos los hombres al mismo nivel. En el instante presente todas las vidas tienen la misma duración y confluyen en un mismo punto y todas tienen el mismo valor. El botín que se lleva la muerte tiene el mismo valor para todas las vidas. Y una vida solo tiene valor por su momento presente. Todo lo demás es una ficción. Se trata de “no olvidar- dice Marco Aurelio- que todo es opinión, y que cada uno vive únicamente el momento presente y que esto es lo único que pierde”. Vivir es estar a cada instante más cerca de la muerte. Cada paso que damos es un avance hacia ella. La muerte entraña el más grave peligro para la vida, pero también puede convertirse en ancla de salvación si tomamos conciencia de que hay que apresurarse a llevar a cabo lo que nos corresponde hacer, si nos damos cuenta de que no siempre tendremos la lucidez necesaria para reflexionar sobre la vida y cumplir con nuestros deberes. La muerte nos hace reparar en que no siempre estaremos donde estamos, y que el momento presente es un momento privilegiado para cumplir con nuestras obligaciones cotidianas. La posibilidad de perder la vida nos hace darnos cuenta de su insignificancia y al mismo tiempo nos hace ver que estamos magnificando las circunstancias que nos rodean y que perseguimos cosas también insignificantes. No existe más que ese instante fugaz que dejamos escapar abrazando esperanzas vanas, que en el caso de Marco Aurelio, por ejemplo, se cifraban en leer sus memorias, las gestas de los antiguos griegos y romanos y alguna selección de escritos. Con el pensamiento puesto en la muerte, Marco Aurelio se exhortaba a no vagabundear mentalmente, a no abrazar expectativas ilusorias de dudoso cumplimiento, a darse cuenta de que el verdadero plan se está ejecutando en el instante fugaz, y sólo centrándose uno en el presente consigue vivir una vida con la necesaria tensión. Determinados ejercicios sobre la muerte consisten en repasar el modo de vida que llevaron personajes célebres en una época histórica concreta para constatar que de todo aquellos tras lo que se afanaron ya no queda más que un corolario de vidas vacías. “Piensa, por ejemplo, en los tiempos de Vespasiano. Verás siempre las mismas cosas: personas que se casan, crían hijos, enferman, mueren, hacen la guerra, celebran fiestas, comercian, cultivan la tierra, adulan, son orgullosos, recelan, conspiran, desean que algunos mueran, murmuran contra la situación presente, aman, atesoran, ambicionan los consulados, los poderes reales. Pues bien, la vida de aquéllos ya no existe en ninguna parte”. La muerte revela a Marco Aurelio que la mayoría de las personas acaban llevando una vida infructuosa porque dedicaron su presente a tareas banales. El contacto con la muerte hace ver a Marco Aurelio que para llevar una vida fecunda hay que atender adecuadamente a cada acción, y esto se logra concediendo a cada acción ejecutada un esfuerzo y un tiempo proporcional a su valor. Atender al momento presente bajo la presencia de la muerte nos obliga a discernir el valor que tiene cada acción, pero también nos hace tomar conciencia de que toda acción examinada en su momento presente tiene un valor ínfimo y que la muerte no nos privaría de nada trascendente si ésta tuviera lugar mientras la ejecutamos. “Para afrontar bien la muerte,-dice Marco Aurelio-, basta con disponer bien el presente”, y esto sólo se consigue realizando cada acción con el debido desapego, para que la muerte no nos sorprenda aferrados a las pasiones con que abrazamos la vida. La imagen estoica del universo como un río en incesante fluir, en el que todo se extingue y se renueva, nos hace comprender que nosotros ya llevamos inscrita la muerte, que nosotros mismos somos el río que nos lleva, y que el universo acaba cotizando a la baja todo lo que el hombre cotizó al alza. Al descubrirse que todo lo que se estima es inestable, y que hasta la gloria póstuma acaba siendo desleída por el tiempo, el hombre se ve obligado a fundamentar su vida en algo que tenga más consistencia y estabilidad. La brevedad de la vida y la inestabilidad de las cosas humanas empujan al hombre a encontrar ese punto de apoyo en el momento presente. Es lo único inconmovible, lo único que pueda fundamentar una vida plena, cuando la tarea presente se ejecuta de un modo virtuoso. Para Marco Aurelio el alma racional siempre alcanza el fin de sus propias acciones, en cualquier momento que se presente el término de una vida. De esta forma, todo instante tiene su plenitud y toda vida se halla colmada en cada instante, pero a condición de que se actúe en consonancia con esta naturaleza racional del alma, a condición de que se practique el perfeccionamiento moral, y nos centremos en el presente evitando las divagaciones entre un pasado y un futuro que son evanescentes. La fórmula hedonista de Epicuro: “actúa como si cada día fuera el último para ti” queda convertida en boca de Marco Aurelio en una máxima que amalgama la meditación de la muerte, el valor del instante presente y la consecución de la virtud: “La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último”. De este modo, la meditación sobre la muerte se convierte en un acicate para nuestra transformación espiritual, porque sólo concediendo un valor precioso a cada uno de nuestros actos podemos imprimirle a la vida su carácter íntegro y moral. Tal como se encarga de recordarnos Carlos Castaneda en su “Viaje a Ixtlán”, el hombre que siempre tiene delante la perspectiva de su muerte “evalúa cada acto; y como tiene un conocimiento íntimo de su muerte, procede juiciosamente, como si cada acto fuera su última batalla”.

Entre las propiedades que Marco Aurelio atribuye al alma racional, hay una que le va a permitir una serie de ejercicios en relación con la meditación sobre la muerte. El alma racional -dice Marco Aurelio- puede “recorrer el mundo entero, el vacío que lo circunda y su forma; se extiende en la infinidad del tiempo, acoge en torno suyo el renacimiento periódico del conjunto universal”. La meditación sobre la muerte va a permitir al alma humana ensanchar su perspectiva con el fin de liberarse y hacerse grande (grandeza de alma o "hiperfron"). Se trata de dirigir la mirada “a la prontitud con que se olvida todo y al abismo del tiempo infinito por ambos lados, a la vaciedad del eco, a la versatilidad e irreflexión de los que dan la impresión de elogiarte, a la angostura del lugar en que se circunscribe la gloria”. La meditación sobre la muerte tiene también la función de hacer que nos percatemos de la vanidad humana. Pues toda aquello que el hombre pretende alcanzar y que lo desvía de su verdadera naturaleza se basa en dejar huella en la memoria humana, en la impresión que se quiere dejar en los otros hombres. Pero al ser conscientes de que todo se extingue, somos conscientes de que la muerte también alcanza a la memoria humana y la deja reducida al olvido. Esta conciencia de que la muerte alcanza todo lo humano también evita que actuemos con falsedad y nos permite alcanzar la verdad en la conducta, libre de constricciones y convencionalismos humanos. “A la vez –se nos propone- tenemos que dirigir también la mirada al abismo infinito de tiempo”, es decir al abismo del pasado y del futuro, porque esto nos va a permitir vernos en nuestra justa medida sin que sobredimensionemos nuestra vida humana o nos engañemos mediante algún error de cálculo. También nos permite, por tanto, ajustar la imagen humana en su verdad, medida en relación con la totalidad del universo, del que el hombre es parte integrante. El cobrar conciencia de nuestra condición temporal a nivel cósmico nos permite a la vez centrarnos en lo más primordial de nuestro momento presente, no dejando que factores secundarios absorban nuestras energías y susciten nuestras malas pasiones. Desde esta perspectiva, el eco humano que el hombre pretende alcanzar en relación a la fama y la gloria se revela como algo vacío, porque todo eco al final se acaba disipando, a menos que el hombre trate de alcanzar su propia voz y no confunda las voces con los ecos. Ante la voracidad del abismo de tiempo que todo lo devora, el hombre no tiene más antídoto que el de convertirse en un anacoreta de su alma, “uno puede retirarse en el momento que le apetezca en sí mismo porque en ninguna parte el hombre se retira con mayor tranquilidad y más calma que en su propia alma”. Es en esta actividad introspectiva del alma donde el hombre va a encontrar los bienes que le son propios y que además no puede arrebatarlos la muerte, por ser imperecederos, por ser bienes que no están sometidos a los vaivenes de la fortuna y que le van a proporcionar una tranquilidad total. Esta tranquilidad total está basada en la “eucosmia”, en el buen orden que nos depara esta introspección, cuando por fin logramos sintonizar el orden microcósmico del alma humana con el orden más profundo del universo. Esta remensuración del tamaño del hombre en relación a la totalidad del universo, hace que tomemos conciencia de la verdadera medida humana, que es medida cósmica. Con este nuevo rasero, no sólo se nos revela la verdad de nuestra realidad espacio-temporal, sino que también se nos revela la verdad y rectitud de la conducta que hemos de esforzarnos en alcanzar. Esta nueva mensuración se revela en el plano ético como una exigencia de moderación. Al remensurar nuestra realidad con respecto a la totalidad de la sustancia, del tiempo y del destino, nos hacemos conscientes de nuestra propia inanidad y evitamos así el magnificar los asuntos humanos y el dejarnos anonadar por ellos, y podemos orientar la conducta de acuerdo con la naturaleza humana. A la vez, este método nos permite, como ha señalado Pierre Hadot, “alterar radicalmente nuestra manera de valorar las cosas y los sucesos que rodean la existencia humana”. Su objetivo es eliminar la visión antropocentrista que se deriva de valorar el mundo mediante un sistema de valores puramente equivocado y deformado por componentes pasionales erróneos. El resultado es que el hombre queda liberado para una visión más acorde con la realidad cósmica y queda purgado de las pasiones humanas que resultan de esta valoración errónea: queda liberado de la vanagloria, del miedo a la muerte y del recelo a los demás hombres. Esta transformación de la mirada exige una disciplina del logos interior, de acuerdo con el dogma formulado por Epicteto: “no son las cosas las que perturban a los hombres, sino sus juicios sobre las cosas”. En relación con la muerte, se trata de girar y contemplar las cosas tal como son después de enfermar, envejecer, morir, es decir, se trata de contemplar una vida con un cierto giro platónico en la mirada, teniendo en cuenta la totalidad de su existencia y no sólo un momento puntual, para que cualquier instante de nuestra vida se hinche con la conciencia de la totalidad y nos ofrezca una nueva luz que ilumine aspectos que antes pasaban desapercibidos.

Esta transformación espiritual que propicia el pensamiento de la muerte tiene que venir acompañada de un despertar de la conciencia. La muerte tiene también la función de ayudarnos a este despertar. La muerte nos trae a la conciencia que tenemos que actuar ya de una manera vigilante, porque la muerte no tiene aplazamiento, porque hasta la vida más larga tiene un plazo que vence demasiado pronto, y así la conciencia de nuestra finitud nos ayuda a despertarnos de la modorra en que convertimos nuestra vida cotidiana. En un mundo cuya imagen es la de un río en incesante fluir, donde todo se desvanece ante la proximidad del abismo infinito del pasado y del futuro, la vida es concebida como un sueño vaporoso del que hay que despertar; también como un enorme naufragio del que sólo podemos librarnos agarrándonos a la tabla de salvación que constituye el vivir despiertos. Acuciado por la imagen de la muerte, el hombre siente que tiene que renacer ya a una nueva vida “como hombre que ha muerto ya y que no ha vivido hasta hoy”. Tal como Heráclito ya apuntara, el hombre vive como un sonámbulo mientras no es capaz de comprender el logos común en que se expresa el cosmos. Uno sólo consigue despertar del sueño de la ignorancia cuando reconoce las leyes de la naturaleza y rige su conducta de acuerdo con estas leyes. Para Marco Aurelio, el hecho trágico de la muerte no radica en que nos vaya a privar de la vida, sino que su posibilidad viene a ponernos en evidencia el hecho de que todavía no hemos empezado a vivir, todavía no nos hemos despertado de nuestro sueño y continuamos viviendo una vida que muestra toda su precariedad, una vida que no sigue la concordancia con las leyes de la Naturaleza.

Este despertar que produce la muerte en nuestra conciencia transforma nuestro modo de valorar los asuntos humanos. Al pasar revista a las vidas de los hombres que ya han muerto, observamos los asuntos humanos como efímeros y sin valor y nos obligamos a girar la mirada en busca de lo que tiene un valor más alto, no medido bajo el rasero habitual que utiliza el hombre para valorar sus asuntos. La idea de la muerte viene a darnos un criterio objetivo de lo que es importante para el hombre y lo que no lo es, nos hace preguntarnos sobre la trascendencia de las tareas que estamos realizando y nos ayuda a descartar aquellas que suponen una pérdida de tiempo. Al ver nuestra vida actual bajo la mirada de la muerte, como si nuestra vida ya estuviera consumada con la perfección de lo que ha llegado a su término, podemos seleccionar de entre el conjunto de nuestros actos aquellos que son inapelables, aquellos que nos hacen decir que gracias a ellos una vida ha sido bien vivida. Al examinar nuestro puesto en el mundo bajo una medida no humana, sino cósmica, descubrimos que nada de lo que creíamos importante lo era realmente y comenzamos a cambiar nuestro criterio de valoración.

Esta consciencia que nos entrega la muerte, la de que “nuestra vida está circunscrita a un periodo de tiempo limitado”, nos hace percatarnos de que cada instante de nuestra vida es un momento único para que se nos revele la verdad y para poder rectificar así nuestro modo habitual de obrar. La muerte nos viene a revelar la relatividad de nuestras posesiones, nos hace ver que todo aquello que creemos poseer –la salud, la riqueza, la familia- es una quimera por estar sometido a los vaivenes de la fortuna: el rico puede arruinarse, el sano puede enfermarse, el hombre feliz puede volverse desgraciado al perder aquello en lo que cifra su felicidad. La muerte viene a decirnos que lo único que poseemos de verdad es el instante fugaz; todas nuestras otras posesiones son ilusorias y todo nuestro potencial radica en aprovechar y no dejar escapar el momento presente. Y lo dejamos escapar cuando nos afanamos por cosas que no dependen de nosotros, y que además pueden alterarse y perderse bajo los efectos de la fortuna. La muerte nos indica que todo está sometido a las mudanzas del tiempo, a eso que Marco Aurelio denomina "el oleaje de las transformaciones y alteraciones". Ante esta constante oscilación de todo lo que acontece en el cosmos, y por tanto de todo lo que persigue el hombre, Marco Aurelio se pregunta si hay algo que permanezca bajo este flujo perpetuo, algo a lo que el hombre pueda agarrarse, algo que lo haga inmortal y le permita librarse de la muerte. La mudanza constante de todas las cosas le lleva a Marco Aurelio al menosprecio de todo lo mortal, pero también le induce, por contraste, a que se lance a la búsqueda y al aprecio de lo inmortal y lo divino, lo no caduco que mora en el interior del hombre, aquello que deja huella eterna y que vale para todo hombre y todo lugar. Esta es la cuestión que levanta el “memento mori”. Al darse cuenta el hombre de que vive instalado en un universo mortal, siente que ha de entregar su vida a algo que valga la pena y que sea invulnerable a los embates de este oleaje. La consideración de la muerte nos pone en disposición de alcanzar “aquel pensamiento que, lleno de grandeza, alcanza la contemplación de todo tiempo y de toda esencia” . El “memento mori” se revela así como el ejercicio espiritual que nos conduce hacia el culto a la verdad y hacia el desprecio a la muerte y a todo lo que es mortal. La muerte nos viene a decir que todo lo mortal es un fraude y que aquella vida humana que sólo abraza lo mortal es una vida falsa, una vida que ya está siendo derrotada por la muerte. La muerte no pone en evidencia la condición mortal del hombre, sino su condición inmoral e insensata, su habitual estado de irracionalidad, el hecho de que se conduzca mediante una moralidad que está afectada por el mismo grado de corrupción que afecta los fenómenos físicos más viles. Tomar conciencia de que todo muere –es decir, de que nada permanece, de que todo sufre cambio- es darse cuenta de que agarramos fantasmas, de que nos afanamos tras fantasmas, de que nosotros mismos detrás de estas cosas nos volvemos fantasmas. El hombre aspira a llevar una vida verdadera, de carne y hueso, y para ello tiene que dejar de perseguir estas entidades corruptas. El hombre sólo puede abrazar la vida verdadera entregándose a esa otra vida imperecedera que reposa en lo espiritual, en la inteligencia, en el reconocer que hay una naturaleza humana que permanece y a la que uno se puede acoger, tomando conciencia de que existen unas leyes inmutables que rigen el destino humano. Saber que nos estamos muriendo, que somos cadáveres arrastrando un alma, significa tomar conciencia de que vivimos respirando una mentira, que toda nuestra vida es una mentira, un convivir con una penumbra que no encuentra la luz y la verdad. Al igual que Platón, Marco Aurelio se representa el estado habitual de los hombres como un estar encadenados a su mundo de sombras sin poder ver más allá de su perspectiva habitual. Los hombres viven una vida secundaria y no son capaces de enderezarse hacia una vida primaria. Gran parte de los ejercicios espirituales relacionados con la muerte tienen como objetivo situarnos en esta perspectiva que nos oriente hacia la luz, una perspectiva que nos permita una observación más adecuada de las cosas. Hay que girar las cosas y observarlas cómo son y “cómo llegan a ser después de envejecer, enfermar y expirar”. O bien “contemplar desde arriba la diversidad de seres que nacen, conviven y se van”. Hay que observar el mundo “sub specie aeternitatis”, bajo una perspectiva holística que nos transparente una fisonomía distinta de la habitual; así podemos descubrir que aquello que persigue el hombre –el nombre, la fama-, no es mucho más que una pompa de jabón. Al descubrir que el hombre persigue sombras, cae en la cuenta de que su deseo tiene que estar movido por algo que tenga más base y consistencia y que ha de esforzarse por ver las cosas bajo la luz que le ofrece su inteligencia.

Pero el efecto más importante que tiene la meditación sobre la muerte es el de guiar al hombre hacia una vida virtuosa. Cuando con auxilio de la meditación de la muerte pasamos revisión a todas las vidas conocidas, lo primero que se nos revela es que la mayor parte de esas vidas –ya sean la de Augusto, Adriano, Agamenón o el porquero de Agamenón- se afanaron por cosas viles, vivieron como juguetes de sus propias pasiones, alcanzaron la plenitud de la fama, pero detrás de todo eso ya no queda nada. Y lo que revela la muerte es que esas vidas fueron vacías y sin valor porque no estuvieron guiadas por ninguna escala de valores, o más bien porque se dejaron guiar por una escala de valores que se ha revelado fallida. La muerte viene a revelarnos que una vida está vacía si no orienta sus acciones conforme a una racionalidad. Y la idea de la muerte cumple con la función de instalarnos en el dominio de la razón, en el dominio de un reino trascendente donde se nos revela la inanidad de nuestras acciones cuando son movidas por incentivos mundanos. Al replantearnos las cosas humanas como efímeras y carentes de valor ("efemera" y "eutelé"), comenzamos a cambiar nuestro modo de valorar la vida y alcanzamos a ver que no todas las cosas que perseguimos tienen el mismo valor. Se nos revela también que hay cosas más dignas de estima que otras y aprendemos a inclinar nuestra voluntad hacia el lado de la virtud. ¿Qué debe pues –se pregunta Marco Aurelio- ocupar nuestro afán si la muerte nos revela que todo lo mundano aparece como carente de valor? Naturalmente, la respuesta que da Marco Aurelio es consecuente con su visión del mundo. Para Marco sólo tendría valor una vida vivida de acuerdo con la Naturaleza, es decir, una vida racional. Pero para Marco Aurelio Naturaleza y razón, fisis y logos, son modos en que se manifiesta la divinidad y esta divinidad también toma asiento en el alma del hombre cuando es capaz de llevar una vida racional, una vida que se deja regir por “un pensamiento justo y una acción que persigue el bien común”. La “meditatio mortis” ejerce la función de despertarnos a esta vida conforme a la Naturaleza y obediente a la piedad divina. La idea de la muerte hace ver a Marco Aurelio que todavía no ha sido capaz de renacer a una nueva vida, que todavía está lejos de vivir conforme a esta exigencia natural y racional. “Estarás muerto enseguida, -se dice Marco Aurelio a sí mismo-, y aun no eres sencillo, ni imperturbable”, etc. El ejercicio de la muerte lo utiliza pues Marco Aurelio como un espejo que le muestra su precariedad humana, que le muestra el desajuste entre lo que es y lo que quiere ser. Pero al convertirse la muerte en un espejo de nuestras deficiencias y miserias, se muestra, a la vez, como un reflejo proyectivo del ser en el que nos queremos convertir y nos enseña todas las potencialidades que aún estamos a tiempo de desarrollar. La clave de esta promoción ética que lleva implícita la meditación sobre la muerte se halla en el lema  “vive ya tu último día”: “la perfección moral es esto -sintetiza Marco Aurelio-, vivir cada día como si fuera el último”. La conciencia de que nuestra vida es finita nos trae a la vez la conciencia de todo nuestro poder, que se cifra en un obrar ético. La muerte nos obliga a apreciar la vida y a ahondar en nuestra conciencia moral. Es el hecho de saber que somos mortales, y que contamos con un tiempo limitado, lo que nos llevar aprovechar con eficiencia la porción de vida que nos ha sido concedida. “No actúes en la idea de que vas a vivir diez mil años. La necesidad ineludible pende sobre ti. Mientras vives, mientras es posible, sé virtuoso.” Al tomar conciencia de que dentro de poco no seremos “nadie en ninguna parte”, tomamos a la vez conciencia de la importancia que tiene nuestra tarea presente y de que esa tarea es la ocasión para el desarrollo de nuestras potencialidades, -que en el caso de Marco Aurelio quedan empeñadas en el desarrollo de la naturaleza humana bajo el poder de la razón y de una vida inteligente: “Breve es la vida, -nos advierte Marco Aurelio-, debemos aprovechar el presente con buen juicio y justicia.”. Para enfrentarnos con la muerte, nos recuerda Marco Aurelio, “basta con disponer bien del presente”, pero lo que no nos dice explícitamente es que para disponer bien del presente hay que estar predispuesto a morir, porque es precisamente el ser consciente de que vamos a morir lo que da un valor precioso a cada instante y hace que andemos con pie de plomo ante cualquier tarea que vayamos a ejecutar. Lo que introduce en la acción humana la obligatoriedad ética es, precisamente, el saber que la vida es algo finito y perecedero. La llamada a ser conscientes de la brevedad de la vida es a la fuerza una llamada a la virtud, a que no echemos nuestra vida en saco roto, a extraer de ella todo su fruto. “Breve es la vida -nos vuelve a recordar en otro párrafo Marco Aurelio-, el único fruto de la vida terrena es una piadosa disposición y actos útiles a la comunidad”. Y justo en esta meditación (6,30) con la que se exhorta a tener cuidado de no convertirse en un César, en un tirano, despliega otro ejercicio de meditación que es el tener siempre presente algún  modelo moral al que emular, tomando como ejemplo el comportamiento de su padre adoptivo, el emperador Antonino Pío. “En todo, procede como discípulo de Antonino; su constancia en obrar conforme a la razón, su ecuanimidad en todo, la serenidad de su rostro, la ausencia en él de vanagloria, su afán en lo referente a la comprensión de las cosas”, etc. Pero este nuevo ejercicio vuelve a enlazarse en su tramo final con el “memento mori”, dándonos la clave de lo que pretende conseguir: actúa siguiendo este ejemplo moral “para que así te sorprenda –nos recuerda- como a él, la última hora con buena conciencia”.


No es necesario que la meditación de la muerte conduzca en todos los casos al actuar virtuoso, porque eso dependerá de la cosmovisión y la escala de valores de cada meditante. Pero la meditación sobre la muerte se convierte siempre en una apelación a sacar el máximo provecho a nuestra vida. Se convierte en una exhortación a no vivir en balde, a no vivir infructuosamente. Un hedonista como Epicuro, por ejemplo, cifraría el valor de la vida en sacar el máximo placer a cada instante. Pero para Marco Aurelio el valor de la vida está por encima de toda valoración hedonista, lo que se relaciona con sus concepciones sobre el alma y el mundo. Para Marco Aurelio el alma se hace daño a sí misma cuando sucumbe al placer o al pesar; o cuando sufre aversión o cólera contra las personas; o cuando se aflige por acontecimientos que no le son favorables. Y es que para Marco Aurelio el alma es la sede de la divinidad, y el hombre tiene que cultivar su alma como si ésta fuera un dios. Es tarea de todo ser humano ser dócil y disciplinado a este “daimon” que lleva dentro. Su tarea es hacer concordar la voluntad propia con la voluntad del “daimon”, que es, al fin y al cabo, Voluntad de la Naturaleza universal. Y esto sólo se puede llevar a cabo a través del desarrollo de una vida moral, racional e inteligente que logra sacar el máximo provecho de la naturaleza humana. Por eso es esencial procurar que el alma no se envilezca con las pasiones y que se mantenga libre de agitaciones; es decir, es esencial que el hombre alcance la “ataraxia”. La idea de la muerte tiene también está función de proveer al hombre de una herramienta  para que pueda preservar su alma libre de pasiones y pueda conquistar la libertad interior, la “autarquía”. La apelación a ejecutar cada acción como si fuera la última sólo puede llevarse a cabo si nos liberamos de “toda irreflexión, de toda aversión apasionada que nos aleje del dominio de la razón”. Si nos dejamos guiar por nuestros instintos más egoístas nuestras acciones pierden la claridad que le presta la visión de la muerte y comenzamos a actuar de un modo insensato, cayendo en la dispersión, dejándonos preocupar por pasiones que nos impiden centrarnos en nuestra tarea. La reflexión sobre la muerte nos conduce a reflexionar especialmente sobre aquellas personas ya muertas que uno mismo ha visto esforzarse en vano, y olvidaron hacer lo acorde con su particular constitución”. Esto nos lleva a tener presente que “la atención adecuada a cada acción tiene su propio valor y proporción ("axión" y "simetría"). Al descubrir que nuestra vida se puede echar a perder porque otras vidas también se han perdido, la muerte comienza a revelarnos el sentido de la vida, desencubre aquello que tiene valor de verdad y que garantiza que no se convierta en otra vida abocada al fracaso de la muerte. "Una sola cosa merece aquí la pena, -nos recuerda Marco Aurelio-, pasar la vida en compañía de la verdad y de la justicia, benévolo con los mentirosos y con los injustos”. Uno de los ejercicios que vincula la consecución de la virtud con la idea de la muerte es el de la reflexión onomástica: “Después de asignarte estos nombres: bueno, reservado, veraz, prudente, condescendiente, magnánimo, procura no cambiar nunca de nombre, y, si perdieras dichos nombres, emprende su búsqueda a toda prisa”. Una de las funciones de la “meditatio mortis” es el de procurarnos la magnanimidad, la grandeza de alma, aquella virtud que nos permite por medio de la parte pensante el dominio sobre el cuerpo, sobre la vanagloria y la muerte. Se trata de buscar la liberación de aquellas cosas que nos son indiferentes para una vida virtuosa, por no ser conformes con las leyes que rigen la Naturaleza universal. La meditación onomástica sobre la virtud nos permite tener acceso a una vida nueva. Y es condición para este renacimiento a la vida virtuosa el alcanzar un modo de vivir desapegado. La reflexión de la muerte nos permite desapegarnos de nuestra vida convencional, viciada por los malos hábitos, para entrar a renacer a una nueva existencia. Se trata de buscar la palingenesia, una especie de conversión. También se trata por tanto de seguir el camino del sabio. Nadie se hace sabio sin haber iniciado antes la renuncia a su vida necia. La reflexión de la muerte nos pone en una disyuntiva: o empezar a vivir la virtuosa vida del sabio, o abandonar la vida cuando uno se ha convencido de que está regida por la necedad, por el vicio y la abyección. Uno se hace consciente de esta disyuntiva suprema que nos lleva a la conversión o la muerte. El abandono voluntario de la vida es el último recurso cuando han fallado todos los demás recursos disponibles para lograr la autarquía. Hay que abandonar la vida de la misma manera en que uno ha estado preparándose para la muerte: con sencillez, libre y humildemente y siendo indulgentes con aquellos que nos han puesto obstáculos. El enfrentarse con la muerte nos plantea esta disyuntiva extrema que excluye una tercera vía, porque se ha tomado conciencia del camino de la sabiduría y se ha llegado a una desesperación que nos está vedando el camino tomado hasta entonces, el camino de la vida indigna. La disyuntiva que nos plantea la muerte es la del que se ha dado cuenta de que sólo la virtud tiene valor en la vida, y que no hay más camino para mantener la dignidad de esta conciencia que el del renacimiento o la muerte. El camino de la meditatio mortis es la vía del desapego, requisito fundamental para acceder a la sabiduría. La “meditatio mortis” es una de los recursos que el filósofo tiene, no para seguir haciendo filosofía, sino para emprender el camino hacia la sabiduría, para no perder de vista la meta hacia la que se encamina.

Las meditaciones de Marco Aurelio sólo alcanzan su verdadero sentido si se sitúan en el contexto en el que fueron escritas, si se toma su libro como un libro de ejercicios espirituales. Prácticamente no hay ningún pensamiento contenido en ese libro que no entre a formar parte de algún tipo de ejercicio espiritual. Incluso el título original del libro (“Ta eis heautón”, es decir, “a sí mismo”) ya declara que se inserta en un género que tiene una función práctica: la de recordarse a uno mismo cosas que no debe olvidar, cosas a las que hay que prestar atención, cosas que son dignas de reflexionar para llevar una vida atenta y vigilante. Incluso el primer libro que lo compone, que es una selección de semblanzas morales de personas que trató durante su vida, tiene un sentido práctico y no meramente literario, un propósito que, como Marco Aurelio nos indica en sus meditaciones, ya se encontraba en los escritos de los efesios: “«recordar constantemente a cualquiera de los antiguos que haya practicado la virtud». Se trata de recordar aquellas virtudes encarnadas en determinadas personas –familiares, amigos y preceptores- y que hay que estar conmemorando con el objeto de esforzarnos en su emulación, pero también como una muestra de agradecimiento por los dones transmitidos. Incluso esas citas sueltas que abundan en su libro, y que parecen haber sido copiadas de otros libros, son frases valiosas para ser memorizadas de una forma viva, fórmulas aleccionadoras cuya utilidad estriba en poder estimular y orientar la conducta hacia los fines deseados. Cada aspecto de la realidad examinado requerirá un tipo de ejercicio mental o espiritual específico. A veces el propio Marco Aurelio nos hace en sus cuadernos una síntesis telegráfica de distintos ejercicios que algunas escuelas filosóficas y él mismo utilizaban para su puesta en práctica: por ejemplo, el ejercicio 7.29: Borra la imaginación, circunscríbete al presente, piensa en la hora postrera, etc… A veces varios ejercicios distintos se entrecruzaban en uno, como en el caso del “memento mori”, que implica también el control de la imaginación y el atenerse al momento presente. En el caso del “memento mori”, al igual que los otros tipos de ejercicios, se exhorta a perseverar en su práctica sin descanso, día y noche, a todas horas, como también, aconsejaba Epicuro. El ejercicio ha de ser exhaustivo. Si se trata de recordar una sucesión de muertos que nos hayan de servir como ejemplares de vanidad, ha de rescatarse el mayor número de ejemplares. No limitarse solo a las personas tratadas. Hay que extender el círculo a las personas célebres. Luego hay que dirigir esta mirada interior al resto de documentos de los tiempos. No sólo de la nación propia. También de todas las naciones. No sólo los ejemplares de nuestra raza; de todas las razas; de todas las profesiones. Examinar la desintegración de sus vidas espoleadas por un esfuerzo baldío. Cuanto más recaigamos sobre la imagen mayor efecto tiene. Hay que centrarse especialmente en aquellas personas que uno mismo ha visto, uno tras otro, hasta remontarse a todos cuantos se ha conocido, porque así producen en nosotros una imagen más vívida y, por tanto, consiguen impresionarnos más. Hay que imaginárselos también en su mayor contacto con la muerte o con alguno de sus símbolos: verlos a todos en el acto de sepultar y de ser sepultados. Hay que reflexionar sobre las vidas de los que vinieron antes, y con los que con posterioridad a nosotros no conocen nuestros nombres, y también sobre aquellos que olvidarán nuestro nombre. Hay que ver a aquellos que se han muerto después de haber despreciado a la muerte: astrólogos que han vaticinado la muerte de otros, jefes que han dado la muerte a muchos, filósofos que han discutido sobre la muerte y la inmortalidad. O contemplar a aquellos que más se han apegado a la vida. Hay que contemplar siempre tomando distancia, desde arriba, o hay que escuchar desde lejos otra vez el estrepitoso rumor de la fama, nombrar uno por uno todos los nombres de las personas que algún día fueron célebres, para volver a escuchar otra vez el eco con sordina que nos devuelven. También, hay que mirar el oleaje de transformaciones sin fin en que consiste el mundo, para así procurarnos un desprecio hacia todo lo mortal. Hay que mirarlo desde un inusitado punto de vista, distanciarse, producir un desplazamiento en la mirada y cambiar el horizonte al que se mira. Hay que “tratar de abarcar con el pensamiento todo el mundo, reflexionando sobre el tiempo infinito y pensando en la rápida transformación de cada cosa en particular, cuán breve es el tiempo que separa el nacimiento de la disolución, cuán inmenso el período anterior al nacimiento y cuán ilimitado igualmente el período que seguirá a la disolución”. De este modo se depura la imaginación de adherencias superfluas y se produce un cambio de perspectiva y una ampliación del campo de visión interior, y se nos deja medir correctamente, en comparación, el limitado fragmento de tiempo que nos ha sido asignado. O bien, dejar que se abra la inmensidad del espacio que nos rodea para que seamos conscientes de la vanidad que hincha nuestro rincón de tierra. Especial importancia para comprender la mecánica del ejercicio del “memento mori” tiene la meditación 8.31. Se trata de aislar del continuo espacio-temporal un punto humano hinchado con el mayor boato posible: la corte de Augusto, su mujer, su hija, sus descendientes, sus ascendientes, su hermana, sus parientes y familiares, sus médicos, sus encargados de los sacrificios; y luego pasar revisión a otras cortes siguiendo el mismo procedimiento, con la finalidad de poner en consideración aquello que suele grabarse en las tumbas: “el último de su linaje”. Se junta en un mismo ejercicio la cópula con la muerte, el placer con el dolor, la ambición con el fracaso. Se sigue todo un linaje hasta verlo reducido a su ruina, constatándose de este modo la ruindad de todo esfuerzo humano, la vanidad de toda pasión cuando no se propone objetivos más nobles que la perpetuación de un linaje. Se trata, como se ve, de dar una determinada figura a la muerte que cubra el mayor número de aspectos posibles. Todo ejercicio de meditación erraría si se apartarse de la concreción del objeto sobre el que hay que centrarse, porque eso llevaría a la dispersión, produciría una falta de concentración. No se puede meditar sobre la muerte en abstracto. Hay que realizar el ejercicio sin apartar en ningún momento la vista del objeto, recordándolo siempre que sea posible, buscando que su examen incida sobre el mayor número de facetas. Se trata de dar encarnadura al objeto de la meditación. La muerte tiene una gran dificultad y una gran facilidad para ser figurada. La dificultad está en que nadie ha visto a la muerte. La muerte no es ninguna entidad, y por tanto no puede ser representada, sólo se deja ver mediante metáforas y alegorías. Sin embargo, todo hombre ha de pasar por la muerte. De la muerte de los hombres sólo tenemos vagos indicios: su convertirse en cadáver, en esqueleto, en polvo y ceniza, en humo y nada. Pero siempre queda la sensación de que la muerte nos ha dejado huellas enigmáticas, vestigios, indicios tenues que apenas dejan descifrarla. La muerte es el gran incentivo de la filosofía, pero también el mayor escollo ofrecido a nuestra comprensión. Cuando queremos enfrentarnos filosóficamente a la muerte nos damos cuenta de que sólo nos enfrentamos con sus símbolos, pero no con su realidad. Nos enfrentamos en todo caso con sus consecuencias. La muerte produce una consecuencia en extremo duradera, pero ese accidente que consuma nuestra vida se mueve en la paradoja de durar el instante más ínfimo de la vida, tanto que es un instante que nos pone del otro costado, un instante que ni siquiera es ya de esta vida. Si hay un instante preñado de vértigo, saturado de sentido y significado, si hay un instante trascendente en la vida de un hombre, ese instante es el que se produce en la hora de la muerte. Pero al hombre no se le ha dado el privilegio de beneficiarse de ese instante. A nadie se le ocurre ponerse a meditar en el trance de su muerte, en el instante en que sabe que se está muriendo; porque acaso no lo sepa entonces.  Con la meditación de la muerte se trata de hacer un esfuerzo para que ese instante trascendente repercuta sobre el resto de instantes de la vida y nos rescate todo su sentido. La muerte, siendo el sinsentido de la vida, puede llegar a ser utilizada para la donación de sentido, para la orientación racional de nuestros actos. Esa es, quizás la paradójica función del ejercicio sobre la muerte: darnos todo su sentido. Dar sentido incluso a la nada que nos enseña a percibir, no sólo la nada en que puede convertirse nuestra vida, sino la nada en que el universo se convierte cuando se pone la atención en la presencia de la muerte.

Pero la misión principal de los ejercicios sobre la muerte es conducir a quien los practica a vivir una vida de acuerdo con esa esencia del hombre que se expresa en su definición de “animal racional”. El hombre encuentra en su racionalidad e inteligencia el instrumento adecuado para llevar a cumplimiento su naturaleza humana y adaptarse de un modo conveniente a la Naturaleza del conjunto universal. En relación con los otros hombres, esta racionalidad se expresa como exigencia de que sus actos estén referidos siempre a la utilidad del conjunto social: “lo que no beneficia al enjambre tampoco beneficia a la abeja”. Buscar por medio de la "praxis" la armonía social es, a la vez, encauzarse en la armonía del conjunto universal. Y esta exhortación a que el hombre lleve una vida racional se lleva a cabo mediante un cambio en el modo de representarse el mundo. La intimidad con la muerte ayuda al hombre a interponer la facultad de su inteligencia para que su conducta no sea motivada por las pasiones que van asociadas a la representación de su fantasía. Pero este desplazamiento en el modo de enjuiciar sus diversas representaciones del mundo sólo puede producirse mediante un cambio en su sistema de valores. No es posible acceder a un nuevo modo de valorar el mundo circundante si no es cambiando la perspectiva desde la que nos situamos. Este cambio de situación lo produce el pensamiento de la muerte al forzar al hombre a instalarse en un nuevo territorio donde quedan alterados la medida y el tamaño del mundo. Tal como le ocurre a Pascal cuando se abisma angustiado en la infinita inmensidad de los espacios, o al Gulliver de Jonathan Swift, un mundo desproporcionado respecto de las habituales medidas humanas se convierte en un nuevo mundo donde cada cosa adquiere unos valores y utilidades inusitadas. Ya no se trata de que la muerte nos deje ver cosas nuevas, sino que vemos a través de la muerte. Y entonces el hombre deja de ser la medida de la Naturaleza y pasa la Naturaleza a convertirse en la medida del hombre. Ajustada su mirada a esta óptica natural, el hombre comienza a verse a sí mismo como parte integrante de un todo y comienza a comprender que su misión es la de vivir en conformidad con la naturaleza, dejando que se manifieste ésta por medio de su forma humana. Esta mirada connatural al cosmos le permite a la vez adquirir una perspectiva “sub specie eternitatis”, colocando su pensamiento en el nivel del pensamiento universal. La perspectiva de la muerte obliga al hombre a pronunciar el discurso en que se expresa el logos, en la triple vertiente de pensamiento, palabra y obra. También le obliga a reconocer que tras el devenir de todas las cosas que arrastra la muerte hay un discurrir homogéneo y eterno, que es el “panta touta”: todo es igual, todo sucede desde la eternidad. Lo que nos sucede ahora ya estaba sucediendo y seguirá sucediendo eternamente con arreglo a la medida en que se expresa el cosmos y a la que se ha de atener el hombre, sino quiere dejarse arrastrar por la corriente del tiempo. Desde esta perspectiva eterna “la pérdida no es otra cosa que una transformación. Y en ello se regocija la naturaleza del conjunto universal”. No sólo todo es lo mismo, sino que todo hombre es el mismo hombre. A juicio de Marco Aurelio, todo César es el mismo César y todo hombre es intercambiable con otro hombre, cuando se cae en la cuenta de que ninguno de los que pasaron por la tierra está ya en ninguna parte y todo es humo y nada. Familiarizados con este proceso natural del cosmos, el hombre comprueba que ninguno de los males de los que huye es un mal producido por la naturaleza y que todo mal es generado por el modo en que nos lo representamos. Este cambio del modo de representación produce en el hombre una transformación ética y le hace ajustar su visión de acuerdo a un sistema de valores más acorde con la realidad del mundo y con sus propias facultades. Hace que descubra que todo bien y mal dimanan de su propia naturaleza y de las facultades de su alma, la inteligencia y la razón, y le hace dirigir la mirada al interior de su alma para apartarse así del mundo de las representaciones sensibles. Este cambio de desplazamiento es siempre una llamada al despertar, a vivir la vida de otra manera. Esta llamada al despertar de la conciencia es, a la vez, una invocación a ejercer una actividad inteligente en la comprensión del logos, que ha de expresarse en una conducta racional de acuerdo con el sentido del mundo. Todo ejercicio de la muerte es por tanto una llamada al desapego de un tipo de vida que se está viviendo en discordancia con el valor de la naturaleza. “Sólo la idea de la muerte –nos recuerda Carlos Castaneda- da al hombre el desapego suficiente para ser capaz de no abandonarse a nada”. Esta llamada al desapego cuidadoso se produce por medio de un método comparativo que nos permite el ejercicio de la muerte. Se trata de enfocar la atención sobre la vida del que ya ha muerto, o sobre la de uno mismo en riesgo de morir, y constatar el vacío en que se convierte una vida cuando es empujada por la vanidad y la pasión y no ha sido conducida por medio de la razón y de la inteligencia. Se trata de vivir la vida entera en la convicción de que se puede salir ya de la vida, tratando de evitar que nuestro pensamiento “se comporte de la manera impropia de un ser dotado de inteligencia y sociable”

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