jueves, 23 de agosto de 2018

POETAS 122. Robert Frost (II) "New Hampshire"




Robert Lee Frost nació en San Francisco un 26 de marzo de 1874 y murió en Boston el 29 de enero de 1963. Ha sido considerado por muchos como el mejor poeta norteamericano del siglo XX y es el único escritor que ostenta cuatro premios Pulitzer. Howells, al reseñar la obra de Frost, dijo que se trataba de la vieja poesía tan nueva como nunca; James M. Cox apostilló que podría ser una nueva poesía tan vieja como la que más. "Nueva en su ritmo, en su fino escepticismo, que la liberaba de la moralidad y la aridez de la tradición gentil, se introdujo en el lenguaje corriente de la región elevándolo a unas alturas de ternura, sabiduría y belleza que ningún poeta americano había logrado hasta entonces". La poesía de Frost tiene la virtud de permanecer en la imaginación, proporcionando consuelo y alivio, así como un sentido coherente del mundo. Randall Jarrell ha expresado lo mismo de otra manera: ”Cuando conoces los poemas de Frost sabes sorprendentemente bien cuál era la apariencia del mundo para un hombre”.



Su padre provenía de una familia de granjeros de Nueva Inglaterra y su madre era hija de un capitán de barco que  había nacido en Escocia. La infancia del poeta se va a ver marcada por la confesión swedenborgiana de la madre, quien se encargará personalmente de la educación de los hijos: a menudo se lee en casa textos de Shakespeare, Poe, Emerson, y literatura clásica y romántica. El padre morirá con tan sólo 34 años, tras constantes periodos de depresión alternados con su desmedida afición al juego. Después de la muerte del padre, que deja huérfano a Robert con 9 años, la familia se mudará a Salem bajo la tutela del abuelo paterno. La madre se dedicará a la enseñanza en Lawrence, mientras el hijo se convierte en un estudiante aventajado que además comienza a interesarse por los asuntos más varios; en sus poemas dejará registro de su vasta curiosidad: la botánica, la biología y la astronomía serán motivos recurrentes. Frost se dedica, durante los periodos de vacaciones, a las labores más variadas, ya sea en granjas y fábricas de la región o repartiendo periódicos. En su último año de instituto comienza a publicar sus primeros poemas, a la vez que conoce a Elinor Miriam, con quien iniciará un noviazgo lleno de vaivenes que a la postre terminará en casamiento. Ingresa en la Universidad de Dartmouth, pero a los pocos meses abandona sus estudios para regresar a Salem, donde comienza a ayudar a su madre en la enseñanza de los alumnos más díscolos, a la vez que trabaja en una fábrica de lámparas. Es en este periodo, en el que se vuelca en la lectura de Shakespeare, cuando tiene lugar un acontecimiento que marcará su devenir y que va a evocar más tarde en el poema “Kitty hawk”. Tras el enésimo intento frustrado de pedir en matrimonio a Elinor, Robert Frost toma un tren hasta Dismal Swamp (“pantano lúgubre”) y allí se interna a pie durante kilómetros con la intención de quitarse la vida. El poema en que evoca este lúgubre episodio nos da noticia de que es rescatado tres semanas después, y llevado de vuelta a casa a través de un periplo lleno de aventuras en trenes de mercancías.


Al fin, Elinor y Robert contraen matrimonio en Lawrence y comienzan a vivir en la casa familiar con la madre y la hermana de Frost. El poeta consigue entrar en la prestigiosa universidad de Harward, donde entra en contacto con una pléyade de profesores que dejarán huella en su formación: Santayana y William James serán los más destacados. Allí cursa asignaturas de geología, filosofía, psicología, alemán, latín y griego. A pesar de su excelente aplicación, tampoco en esta Universidad llega a graduarse, pues al poco decide iniciar una vida de granjero en una granja avícola, logrando, de paso, fortalecer su delicada salud. A pesar de que por esta época le nace su segundo hijo, la muerte del primero y de su propia madre comienza a dejarle los primeros sinsabores y se le empiezan a manifestar los signos de una incipiente depresión que ya había atenazado al padre. En la nueva granja del abuelo, al sur de New Hampshire, la salud se le resquebraja más todavía, teniendo que soportar periodos de fiebre, pesadillas y dolores en el pecho, lo que no le impedirá acometer las duras labores de labranza, que serán también los afanes de los personajes que pululan por los poemas que va componiendo durante las noches. Antes de 1906 ya le han nacido otros tres hijos. En ese año abandona las tareas de campo para dedicarse a la enseñanza de literatura y psicología. Pero la poesía, que es dedicación a la que Robert Frost quiere consagrarse, no le ofrece los frutos deseados: ningún editor quiere publicar sus poemas, lo que le produce una gran frustración. Ante esta situación de desaliento, en 1912 la pareja vende la granja de Derry y prueba fortuna en Inglaterra con  el propósito por parte de Robert de centrarse en la escritura. Un año después de su estancia en Inglaterra, Frost consigue su propósito de ver publicado su primer libro de poemas: se trata de su libro “La voluntad de un joven". Pese al título, Robert Frost ha tramontado ya su primera juventud y se acerca a la madurez: tiene 39 años. Durante su estancia cerca de Londres, Frost va a conocer a una serie de poetas y escritores que van a dejar huella en la literatura mundial: Ford Madox Ford, Walter de la Mare, Robert Graves, Ezra Pound y Yeats. Pero van a ser los llamados poetas georginos los que le influyan  -sin sucumbir a su superficialidad-, más interesados estos por las cosas del campo, con un sesgo realista, y que se inspiraban en la vida diaria de los hombres corrientes que hablan un lenguaje coloquial y directo.


“La voluntad de un joven” será un libro bien recibido que encierra una especie de retrato del artista adolescente. Son poemas que beben del espíritu de Emerson y Thoreau. Se ha dicho que con este poemario, Frost elevó el lenguaje coloquial e informal al reino d la poesía. A juicio de Andrés Catalán, el libro dibuja una trayectoria que comienza en el miedo y acaba en el amor. Se trata de un poemario de tránsito: de tránsito de una estación a otra que viene marcada por el ciclo de fertilidad del campo, pero también se hace notar esta transición en los tonos de voz. Se trata de un libro bisagra entre el Frost lírico y subjetivo de sus años americanos y el Frost que al llegar a Inglaterra se preocupará por dar a sus poemas una atmósfera dramática, como ocurre en su segundo libro, “Al norte de Boston”. Con este último libro, Frost se aparta de la subjetividad que impregnaba el primero y se centra en las vidas ajenas de la gente trabajadora de Nueva Inglaterra. Acuña su voz, sencilla y directa, pero a menudo escurridiza, con esas dobleces características que harán precisar una doble lectura y múltiples interpretaciones bajo su engañosa máscara literal. Harold Bloom habla de una ironía “particularmente sombría en la que no se trata tanto de decir algo queriendo decir otra cosa, sino de lograr que el significado desande el camino andado y deshaga lo que quiso decir”.  En este libro utiliza el verso blanco en pentámetro yámbico, que ya Shakespeare probaría con fortuna. Con este libro se le etiquetó como poeta de la naturaleza por su predilección por las cosas de la gente del mundo rural. Pero toda simplicidad en Frost es siempre aparente y falaz, pues supo extraer de este contacto entre el hombre y la naturaleza correspondencias simbólicas de alcance universal. No se trata de la naturaleza amable que aparece de fondo en los poetas bucólicos, sino de una naturaleza áspera y difícil que da a los hombres el fondo trágico en el que se desenvuelven y que a menudo resulta indiferente a sus pasiones. 

Estos dos primeros libros de Frost acotan  lo que se ha llamado su mundo pastoral. Su labor como  profesor de latín le introdujo en la tradición pastoral encarnada en los poemas de Teócrito y Virgilio. Pero el poeta pastoral no escribe poemas simples para sus vecinos rurales. Se trata de un poeta refinado por la cultura que toma el mundo pastoral como una fuente de inspiración para dar con símbolos universales. Sustenta la creencia de que el mundo rural es representativo de la sociedad humana en general. En el duro mundo rural de Frost, el hombre y la naturaleza se ven regidos por lo que el Destino ha ordenado. El resultado es un estoicismo conformista ante la ineluctable fuerza de los acontecimientos.


Ante la amenaza de la guerra y una apurada situación económica en Europa, Robert Frost decide regresar a su patria precisamente en el momento en que los escritores de la generación perdida dan el salto al continente europeo. La publicación en su propio país de sus dos libros envuelve la vuelta de Frost en un cierto halo de celebridad poética. De la noche a la mañana Frost se había convertido en el poeta más leído. Instalada toda la familia en una granja de New Hampshire, Frost comienza a alternar su trabajo como escritor con la enseñanza y la impartición de conferencias. No obstante su vocación por la enseñanza, el tiempo que tenía que dedicarle le obstaculizaba su tarea como poeta. “Tengo que enseñar o escribir –declaró en una ocasión-: no puedo hacer las dos cosas a la vez. Pero tengo que vivir”. En 1916 publica su tercer libro, “Un valle en las montañas”. Contendrá algunos de los mejores poemas de Frost, como “el camino no elegido”, pero el libro se resiente de una estructura más endeble que la de sus dos primeros libros. A principios de los años veinte la familia dejará la granja de new Hampshire por una casona del siglo XVIII en Vermont. Frost imparte clases en Ripton, Michigan y Amherst.


En 1923 publica su cuarto libro “New Hampshire”, que parodia en su formato “la tierra baldía” de T. S. Eliot. Comienza a ser frecuente en sus poemas el sesgo filosófico. Los asuntos de sus poemas se hacen más concretos y los diálogos más abstractos: los personajes representan posiciones sociales y filosóficas. El premio Pulitzer que recibe al año siguiente por este libro le abrirá la puerta de las universidades con diversos doctorados honoríficos. Su segundo Pulitzer se lo lleva con su “Poesía reunida” de 1930. Ese mismo año es elegido miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras. La década de los treinta está lastrada por la desaparición de gran parte de su familia. Primero fallece su hermana, cinco años más tarde, en 1934, muere su hija Marjorie de una larga enfermedad, y, finalmente, el cáncer que se le manifiesta a su mujer Elinor acabará con su vida en 1938. El suicidio con un rifle de caza de su hijo Carol en 1940 acaba sumiendo al poeta en una severa depresión. Sin embargo, los éxitos no habían dejado de acompañarle: “una cordillera más lejana”, 1936, le vale su tercer premio Pulitzer. Su siguiente libro, “Arroyo hacia el oeste”, preludia el compromiso político en asuntos públicos que proseguiría en sus últimos libros. Los protagonistas de sus poemas comienzan a estar rodeados de soledad; la naturaleza comienza a adquirir tintes siniestros y se convierte en un sinsentido para el hombre. En el momento de su publicación, el libro fue tachado de reaccionario por las consideraciones políticas o filosóficas de algunos de sus poemas.




Después de morir su mujer, Frost deja de dar clases por una temporada e inicia una relación sentimental con Kathleen Morrison, quien se convertirá en su secretaria. Se muda a Boston y adquiere una granja, a la vez que dirige un seminario en Harvard. En 1942 publica “un árbol testigo” –nuevo premio Pulitzer que le convierte en el único escritor con cuatro-, donde una nueva preocupación asoma: la de delimitar la frontera entre el mundo exterior y la práctica poética. Robert Lowell decía que los temas que obsesionaban a Frost –la soledad, la muerte, los límites humanos- se combinaban en un único tema, “el de un hombre que se abre paso a través de lo informe, lo anárquico y lo libre, hacia la nieve, el aire, el océano, el desierto, la desesperanza, la muerte y la locura. Cuando los límites se alcanzan, y a veces se sobrepasan, el nombre vuelve”.


En la década de los 40 publica "la Flor del campanario", donde da rienda suelta a sus preocupaciones religiosas, científicas o tecnológicas. En 1949, su "Poesía completa" le congracia con un público que había empezado a darle la espalda. Las posturas que adoptó Frost al final –en los últimos poemas, así como en su vida- le restaron crédito entre críticos académicos, que prefirieron la obra más difícil de T. S. Eliot, Ezra Pound y Wallace Stevens al verso pastoral directo y sencillo que no precisaba de ninguna exégesis crítica. William Prithchar ha destacado cómo “Las dos últimas décadas de su vida fueron las de un hombre cuyas producciones como poeta, por primera vez en su carrera, ocuparon una posición secundaria tras su vida como figura pública, autoridad, institución, emisario cultural”. En sus últimos años Frost se convierte, por tanto, en un hombre público eminente: recibe honores, títulos y galardones, el Senado firma una resolución para celebrar su cumpleaños, La Casa Blanca le convierte en un invitado habitual en sus cenas. En 1960 recibe la medalla del Congreso y, tras la elección de John F. Kennedy, se convierte en el primer poeta al que se solicita un poema para la ceremonia de toma de posesión. Muere con 88 años, el 29 de enero de 1963, después de haber sido operado de cáncer el año anterior.


Robert Frost es conocido por una interesante teoría poética que ha tenido repercusión: lo que él llama “el sonido del sentido”: La frase establece dos polos entre los que pivota el significado, que puede hacer resaltar el poema-como –música o el poema-como-significado. La tesis principal de Frost es que un poema dice algo antes de ser entendido; “La mejor forma de oír el sonido abstracto del sentido –escribió una vez por carta a un amigo- es desde las voces que se oyen a través de una puerta que corta las palabras”. Se trata, como recuerda Andrés Catalán, de un intrincado tejido a base de ritmo y metro, que desdeña el verso libre –pues sería como “jugar al tenis sin poner la red”-, donde el metro se convierte en una especie de red doble para apresar los sonidos y ritmos del discurso real. Se trata, siguiendo similares planteamientos de Wordsworth y Emerson, de jugar con ciertos patrones discursivos que son naturales a una cultura y que permiten ser resaltados o contrastados mediante el patrón rítmico del metro. El propio Frost nos recuerda que una buena frase tiene un doble cometido: "expresa un significado mediante las palabras y la sintaxis y otro mediante el tono de voz que indica. En la ironía, las palabras pueden decir una cosa, el tono de voz otra”. Frost formuló esta poética de “el sonido del sentido” para encajar un fenómeno al que estaba dando expresión en su práctica poética, tal como le había sucedido también a  multitud de poetas antes que él: oponer la línea acústica base del verso métrico a las melodías irregulares del habla idiomática. La originalidad de Frost estriba en acomodar el sonido del sentido al habla rural de Nueva Inglaterra, un dialecto del que nadie antes se había servido para fines poéticos.  Pero como señala el traductor Andrés Catalán en el excelente estudio a la Poesía Completa de Frost –Linteo Poesía-, “en última instancia, el interés de Frost por el habla cotidiana tiene que ver con un contexto de atención a la intimidad humana, a la gente en su quehacer diario y menudo.” Pero quizás la grandeza de Frost estriba en haber insertado estos quehaceres cotidianos sobre un fondo de naturaleza a menudo hostil y que genera el contexto trágico en el que se mueven sus personajes poéticos, creando unos dramas y unos mitos rurales que irradian significado, ensanchando con sencillez los márgenes del poema hasta convertir inesperadamente el conjunto en una elocuente glosa de la condición humana.



AL PARARME JUNTO AL BOSQUE UNA NOCHE DE NIEVE

Creo saber de quién es este bosque.

Su casa está en la aldea, sin embargo;

No podrá ver cómo aquí me detengo

A contemplar su bosque cubierto por la nieve.

 

Mi pequeño caballo debe pensar que es raro

Pararse en este sitio sin granjas a la vista

Entre el helado lago y este bosque

En la noche más lóbrega del año.

 

Sacude las campanillas del arnés

Para preguntar si me habré equivocado.

El otro único sonido es el barrido

Calmo del viento y de los copos suaves.

 

El bosque es hermoso, oscuro y denso,

Pero tengo promesas que cumplir,

Y mucho que andar antes de dormir,

Y mucho que andar antes de dormir.

 


 

UNA ESTRELLA EN EL TRINEO DE PIEDRA

No iréis a decirme que de todas las estrellas

Que de noche caen del cielo sin un ruido

Nadie ha recogido una para hacer un muro.

 

Un labrador encontró una fría y apagada,

Y salvo porque su peso le sugería oro,

Y que no acertó a alzarla a la primera,

 

No encontró nada en ella digno de mención.

No estaba acostumbrado a manejar estrellas

Oscuras e inertes, caídas de un arco interrumpido.

 

No supo reconocer en aquel carbón pulido

La única cosa palpable que además del alma

Es capaz de atravesar el aire en que giramos.

 

No supo vislumbrar que aquella cosa volaba,

Incubaba huevos de hormiga, y tenía una gran ala,

No demasiado grande para volar en círculos,

 

Y como un ave del paraíso una gran cola,

(aunque cuando no las usaba para volar y arrastrar

La escondía como un caracol dentro del cuerpo);

 

Ni cayó en la cuenta de que podría moverla de su sitio,

Pero el daño estaba hecho; golpeada por la estrella

La misma naturaleza del terreno se había calentado

 

Y ardía produciendo flores en lugar de cereales,

Flores a las que avivaba y no apagaba toda la lluvia

que sus plegarias vertían inútilmente sobre ellas.

 

La movió bruscamente con una barra de hierro,

Cargó un viejo trineo de piedra con la estrella

Y no, como pudierais pensar un carro volador,

 

Algo que hasta los poetas se ven obligados a admitir

Ha de ser algo más práctico que el caballo Pegaso

Si es capaz de devolver una estrella a su rumbo.

 

La arrastró a través del terreno labrado con un ritmo

Que era tan sólo un vago recuerdo del empuje

De una roca veloz en los espacios siderales.

 

Fue sentenciada a ser piedra de obra, y yo, como si

Me lo ordenaran en un sueño, me veo obligado

Constantemente a corregir el mal que habría supuesto.

 

Mas preguntad a qué más podría haberse destinado,

Que yo lo ignoro, no puedo pararme a averiguarlo:

Bien podía haberla dejado sin más donde cayó.

 

Mientras sigo los muros nunca alzo la vista

Excepto por las noches a esas partes del cielo

En las que es bien sabido que llueven meteoritos.

 

Quizás algunos sepan qué buscan en la escuela o en la iglesia

Y por qué es ahí donde lo buscan lo que yo busco

Lo encontraré al escrutar los muros, pértica tras pértica,

 

Aunque no sea una estrella de muerte y nacimiento

Ni en absoluto comparable, acaso, su valor

A tales paraísos de vida como son La Tierra o Marte,

 

Aunque no sea, digo, una estrella de muerte y de pecado,

Tiene así dos polos, y sólo hace falta darle un giro

Para que su naturaleza material se revele y comience

 

A calentarse y revolverse en mi callosa mano

Y a escaparse por extrañas tangentes a mi brazo

Como hacen los peces  con un sedal al primer susto.

 

Aunque no sea mucho el premio que promete

Es ser el único mundo completo, del tamaño que sea,

Que yo tendré el gusto de abarcar, idiota o sabio.

 

 

EL TRAJABADOR DEL CENSO

Llegué con mi cometido una tarde de nubes tormentosas

A una casa de lanchas, cubiertas de papel negro,

Con una sola habitación y una ventana y una sola puerta,

La única morada en mitad de un baldío paraje talado

De cien millas cuadradas en medio de los montes

Y no habitado entonces por mujeres ni hombres.

(¿No fue habitada nunca, no obstante, por mujeres,

Así que por qué hacer de esto una tragedia?)

 

Llegué como trabajador del censo al yermo

Par contar sus habitantes y ninguno encontraré,

Ninguno en las cien millas, ninguno allí en la casa,

A donde acudí al final con ciertas esperanzas, pero pocas

Tras horas de contemplar desde unos riscos

Aquel vacío despellejado hasta la roca misma.

No hallé gente que se atreviera a asomarse,

Ninguna que no se escondiera de ojos indiscretos.

Fe por otoño, pero cómo iba alguien

A saber qué época era cuando los los árboles

Que pudiera dejar caer una hoja habían caído

Y nada quedaba ya allí excepto los toconoes

Sacando a relucir sus anillos en azucarada brea;

Y cada árbol en pie era un tronco podrido

Sin hoja alguna que emplear en el otoño

Ni rama alguna con la que silbar tras emplearla.

Quizás el viento, cuanto menos contara con la ayuda

Del soplo de los árboles, mejor podría indicar qué época

Del año o del día era por la forma de abrir una puerta

Y romperle el pestillo, como si unos hombres toscos

Entrarán por ella y le dieran cada uno un portazo

Para que tuviera que abrirla otra vez el siguiente.

Conté a nueve a los que no tenía derecho a contar

(pero era éste un fantasioso recuento extraoficial)

Antes de que hiciera pasar por el umbral al décimo.

¿Dónde estaba mi cena?, ¿dónde estaba la de los demás?

Ni un candil encendido, nada había en la mesa.

La estufa estaba fría, -la estufa estaba lejos de la chimenea.

Y cojeaba por el lado por el que le faltaba una pata.

La gente que había entrado haciendo tanto ruido,

Era gente según el oído pero no según el ojo.

No estaban en la mesa apoyados con los codos.

No estaban durmiendo en las filas de literas.

Ningún hombre vi allí ni ningún hueso humano.

No armé contra los huesos que bien pudiera haber

Con el trozo embreado de un mango de hacha

Que recogí del suelo cubierto de polvo y paja.

Nada de huesos pero sí el repiqueteo de la ventana mal ajustada.

La puerta permanecía quieta porque yo la sostenía

Mientras pensaba que hacer que fuera posible:

Respecto a la casa, respecto a la gente que no estaba allí.

Esta casa tan sólo desmoronada tan solo en un año

Me llenó de no menos tristeza que las casas

Que a lo largo de diez mil años se derrumban

Donde Asia separa a África de Europa.

Según yo lo veía nada podía hacerse

Excepto reconocer que allí ya no quedaba nadie

Y proclamar a los riscos, demasiados alejados para hacer eco,

“El lugar está desierto, que quien aceche

En silencio, si esto lo ofende de algún modo,

Rompa el silencio ahora o calle para siempre.

Que diga por qué no debería ser así declarado”.

La melancolía de tener que contar almas

Allí donde escasean más y más cada año

Es más intensa allí donde van reduciéndose a la nada.

Debe ser que deseo que la vida siga viva.

 

EL MANGO DE HACHA

Alguna vez me he topado con la rama entrometida

De un aliso que me ha atrapado el hacha por detrás.

Pero eso sucedió en el bosque, para impedir que mi mano

Golpeara las raíces de algún otro aliso

Y se trata, como digo, de la rama de un aliso.

En este caso fu un hombre, Baptiste, que se me acercó

Un día con sigilo por la nieve en mi propio jardín

Donde estaba yo afanándome en el tajo,

Cortando nada que no estuviera cortado previamente.

Diestramente me agarró el hacha en el punto más alto,

Cuando todo i impulso jugaba a su favor,

La sostuvo un momento donde estaba, para calmarme,

Después me la arrebato… y yo permití que lo hiciera.

No le conocía lo suficiente para poder saber

De que iba todo aquello. Puede que tuviera en mente

Decirle a un mal vecino alguna cosa

Que prefiriera decirle estando desarmado.

Pero cuando tenía que decirme con su acento francés

Era lo que pensaba no de mí, sino de mi hacha, de mí

En tanto que me tomaba a pecho a las cosas de mi hacha.

Se trataba del pésimo mango e hacha que  me habían vendido.

“hecho a máquina”, sentenció, mientras acariciaba la veta

Con un pulgar rechoncho para mostrarme cómo iba

De un lado a otro de la larga curva del mango,

Igual que las dos rayas que atraviesan el signo del dólar.

“Péguele un buen golpe y se pagtirá sin más.

¿Dónde iguía a pagag su cabeza de hacha volando pog el aigue?”

 

“Iremos hasta mi casa y le colocaré unó

Cual dugagá bastante… de un nogal cuando gueció togecidó”

Es la segunda gama que le he cogtado…!dugo,dugo!”

 

¿Algo que iba a venderme? No era así como sonaba.

 

“¿Entonces, cuándo dice que va a vennig? No le costagá nadá.

¿Esta noche?”

              Esta noche igual de bien que cualquier cotra.

 

A parte del exceso de calor de la estufa de la cocina

Mi recibimiento no difirió de otros recibimientos.

Baptiste sabía mejor que yo por qué estaba yo allí.

Siempre y cuando se dejará ciertas cosas por decir,

No me importaba que se mostrara encantado

(si es que estaba encantado) por tenerme en el punto

En el que yo debía jugar si eso que sabía

Sobre hachas que no todos los demás sabíamos

Contaba algo o no a ojos de un vecino.

¡Difícil que, aunque estuviera rodeados de yanquis,

Un francés no fuera capaz de demostrar su valía!

 

La señora Baptiste entró y empezó a mecerse

En su silla con tanto movimiento como el mundo:

Uno de tras a adelante, de dentro a fuera de la sombra,

Que a ninguno sino la llevaba; uno más paulatino,

Lateral, que la habría llevado hasta la estufa

Con el tiempo, sino se hubiera percatado del peligro

Y se hubiera incorporado, silla y todo,

Y colocado de vuelta en el punto de partida.

“Ella no hablag inglés muchó… es una lástima”

 

Me temí, cuando le brillaron los ojos al mirarme,

Luego al mirar a Baptiste, como si entendiera

Nuestros intercambios, que solamente fingiera.

Baptiste  estaba angustiado por ella; pero no más

que por él mismo,, al haber ofrecido en tal manera

el trato de la mañana que no podía esperar

retrasarlo para que no sospechara yo que él

jamás había pensado realmente en mantenerlo.

 

Con innecesaria prontitud sacó los mangos de hacha,

Un carcaj entero de donde elegir, puesto que deseaba

Que me quedara el mejor que tenía, o que tenía de sobra:

No era cosa mía preguntarle cuál, cuando el que eligió

Tenía beldades que tuvo que indicarme en detalle

Para asegurarse de que no iba yo a pasarlas  por alto.

Prefería que fueran esbeltos como el mango de un látigo

Sin el más mínimo nudo, que se comportaran

Al flexionarlos como una espada al apoyarla en la rodilla.

Ne mostró que las líneas de un bue mango

Son inherentes a las vetas antes de que la cuchilla

Las exprese, y que sus curvas no son unas falsas curvas

Impuestas desde afuera. Y he ahí donde reside su fuerza

Para el trabajo duro. Manoseó su largo cuerpo blanco

De un extremo a otro con la áspera  mano cerrada alrededor.

Probó a encajarlo en el ojo de la cabeza del hacha.

“Aguagda, aguagda”, musitó, “no hace falta rebajaglo mucho”

Baptiste sabía como alargar un trabajo más bien breve

Por puro amor, y aun así no perder tampoo el tiempo.

 

¿Sabés que de lo que hablamos fue del conocimiento?

Baptiste defendió su postura acerca de los hijos

Que apartaba del colegio, o hacía lo que podía para apartarlos…

Tuvieran lo que tuvieran que ver el colegio y los niños

Y nuestras dudas sobre la educación impuesta

Con las curvas de sus mangos de hacha y el que hubiera

Usado estos de un modo nada honesto para traerme

A que viera al menos una vez el interior de su casa.

¿Deseaba mi amistad, en parte por tener

A quien dejar la decisión, aunque el derecho a mantener

Tales dudas sobre la educación debiera depender

De la educación de aquellos que las mantenían?

 

Pero ya se sacudía las virutas de la rodilla

Y ponía el hacha en pie sobre su uña,

Derecha, pero no sin sus curvaturas, como cuando,

La serpiente se alzó en defensa del mal en el Jardín,

Sobrecargada por arriba con un peso que su pequeña,

Rechoncha mano parecía no divertir, la hoja de acero azulado

Hacia abajo y un poco hacia dentro… un toque francés en eso.

Baptiste se echó hacia atrás y entrecerró los ojos satisfecho;

“!obsegva como ladea la cabeza””

 

 

 

LA PUERTA SIN CERRADURA

Pasaron muchos años

Pero por fin sonó un golpe

Y me acordé de la puerta

Sin una cerradura que cerrar.

 

Apagué las luces,

Caminé de puntillas,

Y ambas manos alcé

Orando ante la puerta.

 

Pero volvió a sonar el golpe

Mi ventana era amplia;

Trepé hasta el alfeizar

Y descendí por fuera.

 

Antes sobre el alfeizar

Le ofrecí un “Entre usted”

A quienquiera que fue

El del golpe en la puerta.

 

Así que con un golpe

Desocupé mi jaula

Para ocultarme en el mundo

Y cambiar con los años.

 

 

 

TE CANTARÉ A LA UNA EN PUNTO

Mucho tiempo llevaba

Despierto aquella noche

Ansiando que la torre

Señalara la hora

Y me dijera si podía

Decir que era de día

(aunque luz no hubiera)

Y desistir del sueño.

La nieve caía espesa

Y siseaba la rociada,

Se encontraron dos vientos,

Uno desde una calle,

El otro desde otra,

Y lucharon en una nube

De plumas y de polvo.

No podía estar seguro,

Pero temía que el frío

Hubiera frenando el ritmo

Del reloj de la torre

Al atarle bien juntas

Las manecillas doradas

Ante su rostro.

 

¡Entonces sonó un golpe!

Una nota serena

De clima mundano

Aunque extraña y ahogada.

La torre dijo “!Una!”

Y luego un campanario.

Se hablaban entre ellas

Y a las pocas personas

Que el viento levantara

De los cálidos sueños

(pero sin sacarlas de casa).

Abandonaron la tormenta

Que golpeó en tromba

El cristal de mi ventana

Como una piel perlada.

En esa Una solemne

Hablaban del sol

Y la luna y los astros,

De Saturno y de marte

Y de Júpiter.

Más desinhibidas,

Dejaron los nombres

Y hablaron de las letras,

De las sigmas y taus

De las constelaciones.

Se llenaron la boca

Con los lejanos cuerpos

A los que el hombre envía

Sus conjeturas,

Tras los que Dios reside;

Esas motitas cósmicas

De las enormes lentes,

Sus formales repiques

No les pertenecen:

Dan voz al reloj

Con cuyas grandes ruedas

Engranan las suyas.

En esa solemne palabra

Pronunciada ella sola

La más remota estrella

Tembló y se agitó,

Aunque tan lejanísima

Que su girar frenético

Parecía estar fijo

En un único puesto.

Nunca se ha movido,

Y salvo por el asombro

De expandirse una vez

En una supernova,

En nada ha cambiado

A los ojos del hombre

En los planetas sobre ella

Alrededor o ebajo

De ella en creación

Desde que el hombre empezara

A arruinar al hombre

Y una nación a otra nación.

 

AZUL FRAGMENTADO

¿Por qué dar tanta importancia al azul fragmentado

Aquí y allá en un pájaro, o una mariposa,

O una flor, o un colgante de piedra, o un ojo abierto

Cuando ofrece el cielo el tono sólido a raudales?

 

Porque la tierra es tierra, quizá, pero no cielo (por ahora),

Aunque algunos sabios incluyan el cielo en esa tierra;

Y el azul tan lejos de aquí alcanza tanta altura

Que no hace más que avivar nuestros anhelos.

 

 

 

FUEGO Y HIELO

Hay quien dice que el mundo acabará en fuego,

Hay quien dice que en hielo.

Por lo que he conocido del deseo

Estoy con los que por el fuego se decantan.

Pero si tuviera que sucumbir dos veces,

Creo que del odio sé bastante

Para decir que para la destrucción el hielo

Es también eficaz

Y sería suficiente.

 

 

 

EN UN CEMENTERIO EN DESUSO

Los vivos acuden con sus pasos herbosos

A leer las lápidas que hay en la colina;

Convoca el cementerio aún a los vivos,

Pero dejó ya de hacerlo con los muertos.

 

En ellas los versos repiten y repite:

“Los vivos que hoy vienen un momento

A leer las losas para marcharse luego

Para quedarse vendrán mañana muertos”

 

Así riman los mármoles, seguros de la muerte,

Mas sin poder evitar señalar siempre

Cómo no parece acudir ni un solo muerto.

¿Qué hace a los hombres acobardarse tanto?

 

Sería muy sencillo ser un poco avispado

Y decirle a las lápidas: los hombres odian morir

Y no volverán a morirse nunca más.

Pienso que esa mentira bien podrían creérsela.

 

 

 

COPOS DE NIEVE

La forma en que un cuervo

Sacudió sobre mí

Desde un abeto

Los copos de nieve

 

Hizo que mi corazón

Cobrara otro ánimo

Y en parte remedió

Un día deplorable.

 

 

 

NADA DORADO PUEDE PERSISTIR

El primer verde de la naturaleza es de oro,

De todos sus colores el más breve.

Una flor es su hoja más temprana;

Pero solo lo será por una hora.

Luego la hoja declina en otra hoja.

Así se hundió el Edén en amargura,

Así el alba cae en el mediodía.

Nada dorado puede persistir.

 

 

 

EL PROPÓSITO ERA EL CANTO

Antes de que el hombre lo hiciera sonar bien

Soplaba el viento de manera instintiva

Y lo más ruidosamente posible día y noche

En cualquier sitio escabroso en donde daba.

 

Vino el hombre a explicarle qué hacía mal:

No habrá encontrado el lugar donde soplar,

Soplaba demasiado: el propósito era el canto.

Y escucha… ¡Cómo debería hacerse!

 

Tomó en su boca una porción pequeña

Y la retuvo un rato hasta que el norte

Acabo convirtiéndose en el sur,

Y luego con mesura la expulsó soplando

 

Con mesura. Eran palabras y eran notas,

El viento que el viento había querido ser…

Un poco a través de labios y garganta.

El propósito era el canto: se dio cuenta el viento.

 

 

 

POR UNA VEZ, ENTONCES, ALGO

Se burlan de mi por arrodillarme junto al brocal del pozo

Siempre con la luz en mal sitio, de forma que no veo

Jamás nada en el pozo más allá de donde el agua

Me devuelve el relumbre de una superficial imagen

De mí mismo en el cielo del verano, como un dios

Vigilante y atento, coronado de helechos y de nubes.

Una vez al poner la barbilla sobre el brocal del pozo,

Distinguí, según me pareció, más allá de la imagen,

A través de la imagen, un algo blanco, incierto,

Algo de las profundidades… y después lo perdí.

Vino el agua a reprocharle al agua tanta transparencia.

Una gota cayó desde un helecho, y ved, una onda

Espantó lo que fuera que se hallaba en el fondo,

Lo emborronó, lo tachó. Aquella blancura. ¿qué sería?

¿La Verdad? ¿Un guijarro de cuarzo? Por una vez, pues, algo.

 

 

 

EL DÍA DE LAS MARIPOSAS AZULES

Es el día de las mariposas azules aquí en primavera,

Y con estas escamas de cielo ráfaga tras ráfaga

Hay más colores sin mezclar en vuelo

De los que las flores mostrarán si no se apuran.

 

Pero estas son flores voladoras y casi cantarinas:

Y ahora tras haber sobrevivido al deseo

Cerradas se posan bajo el viento y se aferran

A donde las ruedas han sajado el lodazal de abril.

 

 

EL INICIO

Siempre igual, cuando una noche aciaga

Al fin toda la nieve se deja caer lo más blanca

Posible en los oscuros bosques, y con una canción

Que no volverá a entonar durante todo el invierno

Sisea sobre la tierra aún al descubierto,

Casi doy un traspiés al mirar acá y allá

Como quien sobrepasado por el fin desiste

De toda diligencia, y deja que la muerte

le caiga donde esté, sin haber hecho nada

Contra el mal, sin triunfos importantes,

Igual que si la vida nunca hubiera comenzado.

 

Y aun así los precedentes están de mi parte: sé

Que la muerte invernal no puso nunca aprueba,

Sin fracasar, a la tierra: la nieve puede amontonarse

En las largas tormentas hasta unos cuatro pies

Si se mide usando un arce, un abedul o un roble,

Pero no retendrá el croar de plata de las ranas;

Y yo he de ver la nieve bajar por la colina

En las aguas de un esbelto arroyuelo de abril

Que dejará ver su cola entre los matorrales secos

Y la hojarasca muerta, como una culebra en fuga.

Nada de color blanco quedará salvo aquí un abedul

Y por allí un grupo de casas y una iglesia.

 

 

 

A LO TERRENAL

Era el amor en los labios el roce

Más placentero que podía soportar;

Y alguna vez me pareció excesivo;

Vivía del aire

 

Que me llegaba de cosas placenteras,

Los efluvios de…¿sería almizcle

Lo que liberaban las viñas escondidas

Colina abajo al anochecer?

 

Sufrí los remolinos  y el anhelo

Por los ramos de madreselva

Que al recogerlos te salpican

El dorso de las manos de rocío.

 

Ansiaba placeres intensos, pero esos

Me parecían intensos en mi juventud;

Fue el pétalo de la rosa

Lo que me hirió.

 

Ahora todo gozo está falto de sal

Si no tiene una pizca de dolor,

Y desánimo y culpa;

Ansío la mancha

 

De las lágrimas, la cicatriz

De un amor casi excesivo,

La dulzura de la corteza amarga

Y el clavo ardiendo.

 

Cuando marcada y rígida e irritada

Retiro la mano después

De haberme apoyado mucho rato

En la hierba y la arena,

 

El dolor no me basta:

Anhelo tener más peso y fuerza

Para poder sentir la tierra áspera

En toda mi extensión.

 

 

 

NO PARA QUEDÁRSELO

Se lo enviaban de regreso. La carta que llegó

Decía.. Y que se lo entregaban. Y antes de poder

Asegurarse de que no había nada oculto

Bajo el lenguaje oficial, allí estaba él,

Con vida. Se lo devolvieron con vida

-¿cómo si no? Es sabido que no envían a los muertos-

Y sin desfiguraciones aparentes. ¿La cara?

¿Las manos? Tenía que mirar, que mirar y preguntar,

“¿Qué sucede, querido?”. Y ella que todo lo dio

Aún lo tenía todo –lo tenían- ¡afortunados ellos!

¿Acaso no se alegraba? Todo parecía una victoria,

Y el resto ya solamente un merecido descanso.

Tenía que preguntar, “¿Qué sucedió, querido?”

 

                                                                          Algo

Que bastó y no bastó. Una bala de parte a parte,

En lo alto del pecho. Nada que unos pocos cuidados

Y medicina y descanso, y tú durante una semana,

No puedan curarme para poder regresar”. Otra vez

La misma entrega desalentadora para ambos.

No se atrevió ella a preguntas más que con los ojos

Cómo se las arreglaría él en una segunda prueba.

Y con sus ojos él le pidió que no le preguntara.

Se lo habían devuelto, mas no para quedárselo.

 

 

 

UN ARROYO EN LA CIUDAD

La granja aún resiste, aunque reacia a encajar

En la calle de la nueva ciudad en la que tiene

Que lucir un número. ¿Pero qué hay del arroyo

Que parecía abrazar la casa en un recodo?

Lo digo como alguien que conocía el arroyo, su fuerza

E ímpetu, al haber sumergido un dedo en él

Y haberlo hecho brincar por los nudillos, o al arrojar

Una flor para comprobar dónde se cruzaban las corrientes.

 

Podrán cubrir de cemento la hierba del prado

E impedirla crecer bajo los pavimentos de una urbe;

Podrán mandar los manzanos a las llamas del hogar.

¿Será el agua leña que sirva al arroyo de igual modo?

¿De qué otra for a eliminar una fuerza inmortal

Que ya no es necesaria? ¿Restañarla en su origen

Vertiendo un cargamento de ceniza? Arrojaron al arroyo

A la mazmorra de una alcantarilla sepultada en piedra

Para que siguiera corriendo en la hedionda oscuridad..

Y todo por ninguna cosa que hubiera hecho nunca

Excepto quizá olvidarse de vivir con miedo.

Nadie sabrá jamás, salvo los antiguos mapas,

Que un arroyo así llevaba agua. Pero e pregunto

Si por culpa de tenerlo soterrado para siempre

Los pensamientos no habrán surgido de tal forma

Que le impidan a la nueva ciudad todo sueño y trabajo.

 

 

 

LA CHIMENEA DE LA COCINA

Constructor, cuando construyas la casita,

En todo cuanto quieras haz lo que te plazca;

Pero con la chimenea por favor dame el gusto

No me construyas una chimenea con repisa.

 

Por muy lejos que tengas que ir por los ladrillos,

Cuesten lo que cuesten al peso o uno a uno,

Compra lo suficiente para una chimenea entera,

Y construye sin más la chimenea sobre el suelo.

 

No es que las llamas me asusten demasiado,

Es que jamás oí que prosperara casa alguna

(y sé de una en concreto que no prosperó nunca)

En la que la chimenea saliera de encima de la lumbre.

 

Y le tengo pavor a la ominosa mancha de alquitrán

Que aparece siempre en la pared empapelada

Y al olor del fuego ahogado por la lluvia

Que siempre hay si en falso está la chimenea.

 

Una repisa es para un reloj, o un jarrón o un cuadro,

Pero soy incapaz de ver por qué habría que cargarla

Con una chimenea que solo me haría recordar

Los castillos que en el aire solía construirme.

 

 

 

UN INSTANTE DESBORDANTE

El viento lo detuvo, y… ¿qué era aquello a lo lejos

Entre los areces, pálido, si no era un fantasma?

 

 

 

RECELO

Gritando “!Nos iremos contigo, oh Viento!”

Toda la fronda lo siguió, tallos y hojas;

Pero al partir un sueño los subyuga,

Y le acaban pidiendo que se quede con ellos.

 

Desde que en primavera empezaron los brincos

Las hojas han estado prometiéndose este vuelo,

Pero ahora de buena gana buscarían un muro,

O un matorral o una hondonada para pasar la noche.

 

Y ahora responden a la ráfaga que las cita

Co un revuelo cada vez más y más vago,

O a lo sumo un pequeño remolino reticente

Que las deja caer no más allá de donde estaban.

 

Sólo espero que cuando sea yo tan libre

Como ellas lo son para marchar a la búsqueda

De esos conocimientos que trascienden la vida,

No juzgue mejor idea quedarme a descansar.

 

 

 

SOBRE UN ÁRBOL QUE CAYÓ EN MEDIO DEL CAMINO

(Para oírnos hablar)

El árbol que la tormenta con un estrépito de madera

Derriba frente a nosotros no pretende impedirnos

Que avancemos hacia el final de nuestra travesía,

Sino tan solo preguntarnos quién nos creemos

 

Para insistir siempre en seguir nuestro camino,

le gusta darnos alto cuando vamos a la carrera,

Y nos obliga a echar pie a tierra con un palmo de nieve

A debatir qué podríamos hacer sin un hacha a mano.

 

Y aun así sabe bien que en vano en todo obstáculo:

Nada podrá apartarnos de la meta final

Cuya consecución subyace en cada uno de nosotros,

Ni aunque tengamos que sujetar la tierra por el polo

 

Y, cansados de tanto girar en vano en un solo lugar,

Mandarla detrás de alguna cosa hacia el espacio.

 

 

 

LA NECESIDAD DE ESTAR VERSADO EN LAS COSAS DEL CAMPO

La casa había desaparecido para ofrecer otra vez

Al cielo de medianoche un resplandeciente ocaso.

Ahora la chimenea era todo lo que quedaba,

Como un pistilo tras la partida de los pétalos.

 

El granero que había justo enfrente,

Que se habría unido en llamas a la casa

Si hubiera sido esta la voluntad del viento, quedó

Para portar el olvidado nombre de aquel sitio.

 

No había vuelto a abrir uno de sus extremos

Para las cuadrillas que por el camino acudían

A tamborilear con cascos apresurados en el suelo

Y a barrer el henil con el cargamento del verano.

 

Las aves que hasta él llegaban por el aire

Entraban y salían por las rotas ventanas,

Murmurando como nosotros suspiramos

Al aferrarnos en exceso a lo que ha sido.

 

Pero aun así el lilo renovaba su hoja para ellos,

Y el olmo viejo, aunque rozado por el fuego

Y el seco surtidor levantaba un brazo extraño;

Y el postre de la valla enarbolaba un alambre.

 

Nada les parecía triste en realidad a ellos.

Pero aunque se regocijaban en el nido que tenían

uno tiene que estar versado en las cosas del campo

Para no creer que los papamoscas sollozaban.

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