Francois de la Rochefoucauld nace
en París el 15 de septiembre de 1613, hijo de Francois y de Gabrielle de
Liancourt. Es el primogénito de doce hermanos y hasta la muerte de su padre ostentará
el título de príncipe de Marcillac. La Rochefoucauld procedía de una familia de
aristocrático abolengo, que apreciaba más la formación en las armas que en las
letras, por lo que tuvo una educación más bien rudimentaria. Pasó su niñez en
diversos castillos y residencias de la familia, sobre todo en el castillo de
Verteuil. Ya con dieciséis años se enrola en la armada y está a punto de ser
ministro, pero una conspiración en la que interviene su padre le acaba apartando
de París. Al tiempo que se casa con Andrée de Vivonne -hija única del barón de
La Charaigneraye, y que acabará dándole ocho hijos-, mantiene una relación con
una mujer trece años mayor, la duquesa de Chevreuse, iniciándo así una larga
serie de devaneos que serán una pauta en la vida del escritor. Integrado en el
ejército real, interviene en diversas batallas y regresa a París cuando su
padre recobra el favor del rey, pero una nueva conjura en torno a la reina le
malquista con Richelieu y le ocasiona una semana de prisión en la bastilla, de
la que sale para un destierro de dos años en Verteuil. Su amistad con la
duquesa de Longueville hace que participe en la revuelta de la Fronda y en las
múltiples escaramuzas que se prolongarán durante varios años. Su vida se
convierte entonces en un trasiego de batallas y conjuras, fiel a la definición
que de él diera el cardenal de Retz: “desde su infancia quiso meterse siempre
en intrigas”. En 1652 cae maltrecho por un mosquetazo que le atraviesa la
cabeza por encima de los ojos, dejándole casi tuerto. Se recupera en Verteuil
de sus heridas y, con la muerte de Mazarino, del que se había indispuesto
debido a sus intrigas, volverá a París para habitar el palacio de su tío, el
duque de Liancourt, dedicando su tiempo a la vida galante de los salones y a
cuidar de una gota que le martirizaría hasta sus últimos días. Cultivó
especialmente el cenáculo de madame de Sablé, quien le puso en contacto con el
oráculo manual de Gracián, de gran influencia en sus máximas morales. Desde
allí se propagó la moda de construir aforismos como un juego de salón, dándose
nuevas formulaciones a ideas que venían de Séneca o de San Agustín y que
entroncaban con las de Montaigne y Gracián. También fue íntimo amigo de la
marquesa de Sévigné. A partir de 1665 inicia una relación íntima con madame de
La Fayette, con la que colabora en la confección de alguna de sus novelas.
Aquejado de gota y congraciado con la corte de Luis XIV, ya convertido en duque de La Rochefaucould, recibe una pensión
real y se vuelca en escribir sus memorias que, publicadas en 1662 en el
extranjero y sin el nombre del autor, suscitarán un gran escándalo incluso
entre sus amistades. Al cabo de dos años publicará, también de forma
clandestina, “Sentencias y máximas de moral”, que había comenzado a escribir en
1656, en un momento en que llegó a tratar con cierta asiduidad a la Reina
Cristina de Suecia en su paso por París. También esta vez el tono cínico y el contenido
escéptico de sus máximas le reportan un nuevo escándalo, mitigado por la expurgación
de las referencias religiosas que contenía el libro. Pasa sus últimos años ya
retirado de la corte, entre cenas con amigos y asistencias al teatro, afligido por la muerte de su mujer, de alguno de sus hijos y de gran parte de las
mujeres con las que había tenido trato.
El 17 de marzo de 1680, después de recibir la extremaunción de manos del
famoso orador Bossuet, muere a causa de unas altas fiebres provocadas por un
acceso de gota.
La Rochefoucauld elaboró más de
seiscientas máximas que abordan temas morales, desde la relación entre la
virtud y el vicio hasta el análisis desengañado del amor, la amistad o la
naturaleza de las distintas edades por las que pasan los hombres. La filosofía
que se desprende de estas máximas podría resumirse en que todo es mentira en el plano moral, no hay ni virtud ni bondad ni valor ni altruismo; tan sólo un
juego de apariencias urdido por el interés. En sus
máximas Rochefoucauld se aplica a hacer una anatomía de las pasiones humanas.
El entendimiento o la razón apenas tiene cabida en el mundo de las pasiones,
pues éstas gobiernan la conducta de los hombres desde la disposición de los
órganos del cuerpo, influyendo en la fuerza o debilidad del ánimo. Y además,
las pasiones operan desde la trastienda, desde el inconsciente, y no podemos darnos cuenta de todo lo que
llegamos a hacer o a no hacer por su influencia. Por otra parte las pasiones que se esconden
tras la conducta de los hombres obran siempre de una forma paradójica, lo que
dificulta su comprensión. Cada pasión tiene una energía y unas propiedades
peculiares que pueden asemejarla incluso a su contraria, como le ocurre al
amor, que por su virulencia puede asemejarse más al odio que a la amistad. En el ánimo del hombre
reinan fuerzas contradictorias pues a menudo una afección va acompañada de
otra, como es el caso del temor, que nunca se da sin esperanza, ni la esperanza
sin el temor. Este comportamiento paradójico de las pasiones obedece también a
que tras la virtud se pueden esconder debilidades, como la pereza y la
cobardía, que acaban siendo estímulos virtuosos. Después de someter las
pasiones a una meticulosa descomposición, nada es lo que parece: los vicios
pueden coadyuvar a la salud del alma, impidiendo, por ejemplo, que nos
entreguemos a uno solo o logrando sacar a la luz nuestros talentos más ocultos.
En el vaivén de pasiones que agitan el alma humana sólo una permanece
constante: el interés, nuestro amor propio. Es el motor tanto de las virtudes
como de los vicios de los hombres. "Las virtudes se pierden en el interés -nos dirá- como los ríos en el mar". A ojos de La Rochefoucauld, el interés no
sólo produce crímenes, sino también nuestras buenas acciones. Incluso el
elogio, del que se ha servido la moral para sacar las mejores cualidades de los
hombres, se halla movido por el interés. Elogiamos para que nos elogien, igual
que detrás de toda amistad se esconde el interés de que nos admiren. En este
nuevo orden moral que se hace emerger, no existen acciones
desinteresadas. Los hombres no persiguen la virtud por ella misma, sino por un egoísmo
que busca sus propios intereses. Detrás de toda virtud hay pasiones que
implican más defectos que cualidades. Tras la generosidad, se esconde la
ambición disfrazada o la vanidad de dar; tras la gratitud, el deseo de recibir
beneficios mayores; tras la bondad, la debilidad. Incluso detrás de las
acciones más nobles hay motivos que nos harían sonrojar. Detrás del idealismo
proclamado por los moralistas sobre las grandes virtudes, el escritor encuentra
una amarga realidad que se halla tramada por intereses, lo que viene a subvertir el
orden tradicional de las virtudes. La nobleza en las acciones de los hombres constituye
una rara excepción porque el hombre en verdad no persigue la virtud por ella misma,
sino que es guiado por motivos más viles o espurios. En este orden subvertido,
las virtudes pueden acarrearnos, como consecuencia, efectos contrarios a los
deseados. Las buenas cualidades nos pueden traer odio, y en el trato humano
gustamos más por nuestros defectos, ya que estos nos pueden sentar bien y
granjearnos simpatías. Además, las cualidades
no tienen gran fuerza por sí mismas, pues su valor depende de su sabia
administración y del producto de la suerte. Por tanto, en esta moral escéptica
que se sitúa más allá del bien y del mal, la frontera que delimita vicios y
virtudes se hace difusa. Un defecto puede brillar más que la virtud si se sabe
manejar bien y puede llegar a desempeñar un papel positivo. Hay determinadas
disposiciones favorables del espíritu que están propiciadas por los defectos. "La virtud no llegaría muy lejos si no fuese acompañada de la vanidad".
Los defectos, nos advertirá La Rochefoucauld, entran a formar parte de la
composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios.
Hay malas cualidades que hacen grandes talentos. Es por esta duplicidad que
caracteriza al vicio y a la virtud por lo que La Rochefoucauld abusa en sus
máximas de una figura o metáfora que acaba condensando su filosofía moral: la
máscara y el disfraz. La gran máxima siempre repetida, y que resuena bajo varias formulaciones, es que las virtudes son
vicios disfrazados. Los hombres en su vida social tratan de engañar de tal
manera a los demás de los verdaderos móviles de su conducta, que incluso se
acaban engañando a sí mismos. Las relaciones sociales están guiadas por la
hipocresía, porque hay que disfrazar los vicios con un ropaje que les recubra
de una formalidad virtuosa. Siempre el hombre se muestra en sociedad con una
máscara que le hace parecer quien no es y gran parte del trato social está
regido por una simulación que trata de salvar el abismo entre la apariencia y
la realidad. Si el hombre dejase aflorar su realidad moral tal cual es, sin esa
máscara que lo dulcifica, tendría que avergonzarse de sí mismo. En toda la
conducta de los hombres se halla implícita la misma ley: la ley del
ocultamiento. Esta es al final la ley y la última consecuencia que se puede
extraer de las máximas de La Rochefoucauld. Los hombres se esfuerzan todo lo
que pueden por ocultar sus defectos y, bajo artificios y disfraces engañosos,
tratan además de hacerlos pasar por virtud.
MÁXIMAS
La causa de que los enamorados no
se aburran nuca de estar juntos es la de que siempre hablan de sí mismos.
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Las únicas personas que nos
parecen sensatas son las que opinan como nosotros.
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A menudo nos sonrojaríamos por
nuestras acciones más nobles si los demás conocieran todos los motivos que las
han inspirado.
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En los celos hay más amor propio
que amor.
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A menudo se hace ostentación de
las pasiones, aunque sean las más criminales; pero la envidia es una pasión
cobarde y vergonzosa, que nadie se atreve nunca a admitir.
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Nos esforzamos menos para ser
felices que para hacer creer que lo somos.
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El interés habla toda suerte de
lenguas y representa toda suerte de personajes, incluso el del desinteresado.
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La elegancia es al cuerpo lo que
la agudeza es a la mente.
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Es difícil definir el amor: lo
que puede decirse es que en el alma es una pasión de reinar; en el
entendimiento es una simpatía; y en el cuerpo no es más que un deseo oculto y
delicado de poseer lo que se ama después de muchos misterios.
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Todo el mundo se lamenta de su
memoria y nadie se lamenta de su criterio.
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Los viejos gustan de dar buenos
consejos para consolarse de no estar ya en
condiciones de dar malos ejemplos.
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La prueba de un mérito
extraordinario está en ver que aquellos que más lo envidian se ven obligados a
elogiarlo.
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El propósito de no engañar jamás
nos expone a ser engañados a menudo
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Si resistimos a nuestras
pasiones, ello se debe más a nuestra debilidad que a nuestra fuerza.
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La debilidad es el único efecto
que no puede corregirse.
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Una de las causas que hace que
parezca que hay tan pocas personas que parezcan notables y agradables en el
trato es la de que no hay casi nadie que no piense más en lo que quiere decir
que en responder concretamente a lo que se dice. Los más hábiles y los más
complacientes se cuentan con mostrar tan solo un rostro atento, pero en sus
ojos y en su mente se ve una lejanía de lo que se les dice, y un apresuramiento
por volver a lo que quieren decir, sin tener en cuenta que es un mal sistema
para agradar a los demás, o para convencerles, empeñarse hasta tal punto en
complacerse a uno mismo, y que saber escuchar y saber responder es una de las
mayores perfecciones que pueden darse en el trato.
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Por lo común sólo se elogia para
ser elogiado.
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Aunque la pereza y la cobardía
nos haga cumplir con nuestro deber, nuestra virtud es la que se lleva a menudo
todo el honor.
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Los vicios entran en la
composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios:
la prudencia los junta y los atempera, y se sirve útilmente de ellos contra los
males de la vida.
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A menudo lo que nos impide
abandonarnos a un solo vicio es que tenemos varios.
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La virtud no llegaría muy lejos
si la vanidad no la acompañara.
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La locura nos sigue en todas las
edades de la vida. Si alguien parece cuerdo es solamente porque sus locuras
están proporcionadas a su edad y a su fortuna.
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Verdaderamente es ser hombre de
bien querer estar siempre expuesto a la vista de los hombres de bien.
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La hipocresía es el homenaje que
el vicio tributa a la virtud.
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A menudo es más el orgullo que la cortedad de
luces lo que hace oponerse con tanta obstinación a las opiniones más aceptadas;
en éstas los primeros lugares ya están ocupados y muchos no se conforman con
los últimos.
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Nadie merece ser elogiados por su
bondad si no tiene la energía suficiente para ser malo; cualquier otra bondad
no es a menudo más que pereza o impotencia de la voluntad.
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La verdadera elocuencia consiste
en decir todo lo necesario y no decir más que lo necesario.
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Cada sentimiento tiene un tono de
voz, unos ademanes y unos visajes que les son propios, y esa relación buena o
mala, agradable o desagradable, es lo que hace que las personas atraigan o
disgusten.
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El placer del amor consiste en
amar, y se es más feliz por la pasión que se tiene que por la que se da.
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Por la compasión vemos a menudo
nuestros propios males en los males ajenos; es una hábil previsión de las
desdichas que pueden acaecernos; socorremos a otros para moverles a que nos
socorran en una ocasión parecida, y esos servicios que les prestamos, en rigor
son beneficios que nos hacemos a nosotros mismos por anticipado.
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La ausencia disminuye las
pasiones menguadas y aumenta las grandes, del mismo modo que el viento apaga
las velas y aviva el fuego.
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No es cierto que sólo las
pasiones violentas, como la ambición y el amor, puedan triunfar sobre las
otras. La pereza, por muy lánguida que sea, a menudo no deja de salir
victoriosa. Se impone a todos los propósitos y a todas las acciones de la vida;
y destruye y consume insensiblemente las pasiones y las virtudes.
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Siempre amamos a quienes nos
admiran, aunque no siempre amemos a quienes admiramos.
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No es fertilidad de ingenio lo
que nos hace encontrar varias soluciones para un mismo asunto, sino más bien
falta de luces, que hace que no renunciemos a nada de lo que se presenta a
nuestra imaginación, y que nos impide distinguir en seguida qué es lo mejor.
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De la moderación se ha hecho una
virtud para poner freno a la ambición de los grandes hombres y para consolar a
las medianías de su poca fortuna y de su escaso mérito.
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El extremado placer que sentimos
al hablar de nosotros mismos debería hacernos temer que éste no es el caso de
quienes nos escuchan.
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Con algunas virtudes sucede lo
que con los sentidos: quienes están enteramente privados de ellas no pueden ni
descubrirlas ni comprenderlas.
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La mayoría de los jóvenes creen
ser naturales cuando no son más que descorteses y groseros.
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Hay que gobernar la fortuna como
la salud: disfrutar de ella cuando es buena, cargarse de paciencia cuando es
mala, y no recurrir nunca a grandes remedios salvo en caso de extrema
necesidad.
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La mayor proeza de la amistad no
es mostrar nuestros defectos a un amigo, sino hacerle ver los suyos.
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La prueba más convincente de
haber nacido con grandes cualidades es la de haber nacido sin envidia.
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La debilidad es algo más opuesto
a la virtud que el vicio.
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Nada más raro que la verdadera
bondad; incluso los que creen poseerla por lo común son tan sólo complacientes
o débiles.
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Nos apegamos por pereza o por
constancia a lo que es fácil o agradable; esta costumbre pone límites a nuestros
conocimientos, y nunca nadie se ha tomado la molestia de extenderse y de
conducir su mente todo lo lejos que podría llegar.
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Los celos es el mayor de todos
los males y el que despierta menos compasión en las personas que los causan.
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Los bienes y los males que nos
acaecen no nos afectan según su magnitud, sino según nuestra sensibilidad.
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El interés es el alma del amor
propio, de tal manera que, al igual que el cuerpo, privado de su alma, queda
sin vista, sin oído, sin conocimiento, sin sentimiento y sin movimiento, el
amor propio separado, por así decirlo, de su interés, no ve, no oye, no siente
y no se mueve. Por eso el mismo hombre que recorre tierras y mares por su interés,
se torna bruscamente paralítico cuando se trata del interés de los demás; de
ahí ese súbito adormecimiento y esa muerte que causamos a todos aquellos a
quienes contamos nuestros asuntos; de ahí su rápida resurrección cuando en
nuestro relato mezclamos algo que les concierne. Así vemos en nuestras
conversaciones y en nuestro trato que en un instante el hombre pierde conocimiento
y vuelve en sí, según que su propio interés se acerque a él o se aleje.
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Las almas grandes no son las que
tienen menos pasiones y más virtudes que las almas comunes, sino tan sólo las
que tienen propósitos más altos.
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Estamos tan predispuestos en
nuestro favor, que a menudo lo que tomamos por virtudes no son más que vicios
que se les parecen, y que el amor propio nos disfraza.
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La pompa de los entierros tiene
más que ver con la vanidad de los vivos que con el honor de los muertos.
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Para poder ser siempre bueno es
preciso que los demás crean que nunca pueden ser impunemente malvados con
nosotros.
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