sábado, 22 de junio de 2019

PENSAMIENTOS 22. Francois de La Rochefoucauld




Francois de la Rochefoucauld nace en París el 15 de septiembre de 1613, hijo de Francois y de Gabrielle de Liancourt. Es el primogénito de doce hermanos y hasta la muerte de su padre ostentará el título de príncipe de Marcillac. La Rochefoucauld procedía de una familia de aristocrático abolengo, que apreciaba más la formación en las armas que en las letras, por lo que tuvo una educación más bien rudimentaria. Pasó su niñez en diversos castillos y residencias de la familia, sobre todo en el castillo de Verteuil. Ya con dieciséis años se enrola en la armada y está a punto de ser ministro, pero una conspiración en la que interviene su padre le acaba apartando de París. Al tiempo que se casa con Andrée de Vivonne -hija única del barón de La Charaigneraye, y que acabará dándole ocho hijos-, mantiene una relación con una mujer trece años mayor, la duquesa de Chevreuse, iniciándo así una larga serie de devaneos que serán una pauta en la vida del escritor. Integrado en el ejército real, interviene en diversas batallas y regresa a París cuando su padre recobra el favor del rey, pero una nueva conjura en torno a la reina le malquista con Richelieu y le ocasiona una semana de prisión en la bastilla, de la que sale para un destierro de dos años en Verteuil. Su amistad con la duquesa de Longueville hace que participe en la revuelta de la Fronda y en las múltiples escaramuzas que se prolongarán durante varios años. Su vida se convierte entonces en un trasiego de batallas y conjuras, fiel a la definición que de él diera el cardenal de Retz: “desde su infancia quiso meterse siempre en intrigas”. En 1652 cae maltrecho por un mosquetazo que le atraviesa la cabeza por encima de los ojos, dejándole casi tuerto. Se recupera en Verteuil de sus heridas y, con la muerte de Mazarino, del que se había indispuesto debido a sus intrigas, volverá a París para habitar el palacio de su tío, el duque de Liancourt, dedicando su tiempo a la vida galante de los salones y a cuidar de una gota que le martirizaría hasta sus últimos días. Cultivó especialmente el cenáculo de madame de Sablé, quien le puso en contacto con el oráculo manual de Gracián, de gran influencia en sus máximas morales. Desde allí se propagó la moda de construir aforismos como un juego de salón, dándose nuevas formulaciones a ideas que venían de Séneca o de San Agustín y que entroncaban con las de Montaigne y Gracián. También fue íntimo amigo de la marquesa de Sévigné. A partir de 1665 inicia una relación íntima con madame de La Fayette, con la que colabora en la confección de alguna de sus novelas. Aquejado de gota y congraciado con la corte de Luis XIV, ya convertido en duque de La Rochefaucould, recibe una pensión real y se vuelca en escribir sus memorias que, publicadas en 1662 en el extranjero y sin el nombre del autor, suscitarán un gran escándalo incluso entre sus amistades. Al cabo de dos años publicará, también de forma clandestina, “Sentencias y máximas de moral”, que había comenzado a escribir en 1656, en un momento en que llegó a tratar con cierta asiduidad a la Reina Cristina de Suecia en su paso por París. También esta vez el tono cínico y el contenido escéptico de sus máximas le reportan un nuevo escándalo, mitigado por la expurgación de las referencias religiosas que contenía el libro. Pasa sus últimos años ya retirado de la corte, entre cenas con amigos y asistencias al teatro,  afligido por la muerte de su mujer, de  alguno de sus hijos y de gran parte de las mujeres con las que había tenido trato.  El 17 de marzo de 1680, después de recibir la extremaunción de manos del famoso orador Bossuet, muere a causa de unas altas fiebres provocadas por un acceso de gota.


La Rochefoucauld elaboró más de seiscientas máximas que abordan temas morales, desde la relación entre la virtud y el vicio hasta el análisis desengañado del amor, la amistad o la naturaleza de las distintas edades por las que pasan los hombres. La filosofía que se desprende de estas máximas podría resumirse en que todo es mentira en el plano moral, no hay ni virtud ni bondad ni valor ni altruismo; tan sólo un juego de apariencias urdido por el interés. En sus máximas Rochefoucauld se aplica a hacer una anatomía de las pasiones humanas. El entendimiento o la razón apenas tiene cabida en el mundo de las pasiones, pues éstas gobiernan la conducta de los hombres desde la disposición de los órganos del cuerpo, influyendo en la fuerza o debilidad del ánimo. Y además, las pasiones operan desde la trastienda, desde el inconsciente, y  no podemos darnos cuenta de todo lo que llegamos a hacer o a no hacer por su influencia. Por otra parte las pasiones que se esconden tras la conducta de los hombres obran siempre de una forma paradójica, lo que dificulta su comprensión. Cada pasión tiene una energía y unas propiedades peculiares que pueden asemejarla incluso a su contraria, como le ocurre al amor, que por su virulencia puede asemejarse más al odio que a la amistad. En el ánimo del hombre reinan fuerzas contradictorias pues a menudo una afección va acompañada de otra, como es el caso del temor, que nunca se da sin esperanza, ni la esperanza sin el temor. Este comportamiento paradójico de las pasiones obedece también a que tras la virtud se pueden esconder debilidades, como la pereza y la cobardía, que acaban siendo estímulos virtuosos. Después de someter las pasiones a una meticulosa descomposición, nada es lo que parece: los vicios pueden coadyuvar a la salud del alma, impidiendo, por ejemplo, que nos entreguemos a uno solo o logrando sacar a la luz nuestros talentos más ocultos. En el vaivén de pasiones que agitan el alma humana sólo una permanece constante: el interés, nuestro amor propio. Es el motor tanto de las virtudes como de los vicios de los hombres. "Las virtudes se pierden en el interés -nos dirá- como los ríos en el mar". A ojos de La Rochefoucauld, el interés no sólo produce crímenes, sino también nuestras buenas acciones. Incluso el elogio, del que se ha servido la moral para sacar las mejores cualidades de los hombres, se halla movido por el interés. Elogiamos para que nos elogien, igual que detrás de toda amistad se esconde el interés de que nos admiren. En este nuevo orden moral que se hace emerger, no existen acciones desinteresadas. Los hombres no persiguen la virtud por ella misma, sino por un egoísmo que busca sus propios intereses. Detrás de toda virtud hay pasiones que implican más defectos que cualidades. Tras la generosidad, se esconde la ambición disfrazada o la vanidad de dar; tras la gratitud, el deseo de recibir beneficios mayores; tras la bondad, la debilidad. Incluso detrás de las acciones más nobles hay motivos que nos harían sonrojar. Detrás del idealismo proclamado por los moralistas sobre las grandes virtudes, el escritor encuentra una amarga realidad que se halla tramada por intereses, lo que viene a subvertir el orden tradicional de las virtudes. La nobleza en las acciones de los hombres constituye una rara excepción porque el hombre en verdad no persigue la virtud por ella misma, sino que es guiado por motivos más viles o espurios. En este orden subvertido, las virtudes pueden acarrearnos, como consecuencia, efectos contrarios a los deseados. Las buenas cualidades nos pueden traer odio, y en el trato humano gustamos más por nuestros defectos, ya que estos nos pueden sentar bien y granjearnos simpatías. Además, las cualidades  no tienen gran fuerza por sí mismas, pues su valor depende de su sabia administración y del producto de la suerte. Por tanto, en esta moral escéptica que se sitúa más allá del bien y del mal, la frontera que delimita vicios y virtudes se hace difusa. Un defecto puede brillar más que la virtud si se sabe manejar bien y puede llegar a desempeñar un papel positivo. Hay determinadas disposiciones favorables del espíritu que están propiciadas por los defectos. "La virtud no llegaría muy lejos si no fuese acompañada de la vanidad". Los defectos, nos advertirá La Rochefoucauld, entran a formar parte de la composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios. Hay malas cualidades que hacen grandes talentos. Es por esta duplicidad que caracteriza al vicio y a la virtud por lo que La Rochefoucauld abusa en sus máximas de una figura o metáfora que acaba condensando su filosofía moral: la máscara y el disfraz.  La gran máxima siempre repetida, y que resuena bajo varias formulaciones, es que las virtudes son vicios disfrazados. Los hombres en su vida social tratan de engañar de tal manera a los demás de los verdaderos móviles de su conducta, que incluso se acaban engañando a sí mismos. Las relaciones sociales están guiadas por la hipocresía, porque hay que disfrazar los vicios con un ropaje que les recubra de una formalidad virtuosa. Siempre el hombre se muestra en sociedad con una máscara que le hace parecer quien no es y gran parte del trato social está regido por una simulación que trata de salvar el abismo entre la apariencia y la realidad. Si el hombre dejase aflorar su realidad moral tal cual es, sin esa máscara que lo dulcifica, tendría que avergonzarse de sí mismo. En toda la conducta de los hombres se halla implícita la misma ley: la ley del ocultamiento. Esta es al final la ley y la última consecuencia que se puede extraer de las máximas de La Rochefoucauld. Los hombres se esfuerzan todo lo que pueden por ocultar sus  defectos y, bajo artificios y disfraces engañosos, tratan además de hacerlos pasar por virtud.
MÁXIMAS
La causa de que los enamorados no se aburran nuca de estar juntos es la de que siempre hablan de sí mismos.
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Las únicas personas que nos parecen sensatas son las que opinan como nosotros.
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A menudo nos sonrojaríamos por nuestras acciones más nobles si los demás conocieran todos los motivos que las han inspirado.
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En los celos hay más amor propio que amor.


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A menudo se hace ostentación de las pasiones, aunque sean las más criminales; pero la envidia es una pasión cobarde y vergonzosa, que nadie se atreve nunca a admitir.
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Nos esforzamos menos para ser felices que para hacer creer que lo somos.
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El interés habla toda suerte de lenguas y representa toda suerte de personajes, incluso el del desinteresado.
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La elegancia es al cuerpo lo que la agudeza es a la mente.
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Es difícil definir el amor: lo que puede decirse es que en el alma es una pasión de reinar; en el entendimiento es una simpatía; y en el cuerpo no es más que un deseo oculto y delicado de poseer lo que se ama después de muchos misterios.
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Todo el mundo se lamenta de su memoria y nadie se lamenta de su criterio.
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Los viejos gustan de dar buenos consejos para consolarse de no estar ya en  condiciones de dar malos ejemplos.
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La prueba de un mérito extraordinario está en ver que aquellos que más lo envidian se ven obligados a elogiarlo.
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El propósito de no engañar jamás nos expone a ser engañados a menudo
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Si resistimos a nuestras pasiones, ello se debe más a nuestra debilidad que a nuestra fuerza.
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La debilidad es el único efecto que no puede corregirse.
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Una de las causas que hace que parezca que hay tan pocas personas que parezcan notables y agradables en el trato es la de que no hay casi nadie que no piense más en lo que quiere decir que en responder concretamente a lo que se dice. Los más hábiles y los más complacientes se cuentan con mostrar tan solo un rostro atento, pero en sus ojos y en su mente se ve una lejanía de lo que se les dice, y un apresuramiento por volver a lo que quieren decir, sin tener en cuenta que es un mal sistema para agradar a los demás, o para convencerles, empeñarse hasta tal punto en complacerse a uno mismo, y que saber escuchar y saber responder es una de las mayores perfecciones que pueden darse en el trato.
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Por lo común sólo se elogia para ser elogiado.
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Aunque la pereza y la cobardía nos haga cumplir con nuestro deber, nuestra virtud es la que se lleva a menudo todo el honor.
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Los vicios entran en la composición de las virtudes como los venenos en la composición de los remedios: la prudencia los junta y los atempera, y se sirve útilmente de ellos contra los males de la vida.
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A menudo lo que nos impide abandonarnos a un solo vicio es que tenemos varios.
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La virtud no llegaría muy lejos si la vanidad no la acompañara.
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La locura nos sigue en todas las edades de la vida. Si alguien parece cuerdo es solamente porque sus locuras están proporcionadas a su edad y a su fortuna.
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Verdaderamente es ser hombre de bien querer estar siempre expuesto a la vista de los hombres de bien.
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La hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud.
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 A menudo es más el orgullo que la cortedad de luces lo que hace oponerse con tanta obstinación a las opiniones más aceptadas; en éstas los primeros lugares ya están ocupados y muchos no se conforman con los últimos.
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Nadie merece ser elogiados por su bondad si no tiene la energía suficiente para ser malo; cualquier otra bondad no es a menudo más que pereza o impotencia de la voluntad.
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La verdadera elocuencia consiste en decir todo lo necesario y no decir más que lo necesario.
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Cada sentimiento tiene un tono de voz, unos ademanes y unos visajes que les son propios, y esa relación buena o mala, agradable o desagradable, es lo que hace que las personas atraigan o disgusten.
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El placer del amor consiste en amar, y se es más feliz por la pasión que se tiene que por la que se da.
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Por la compasión vemos a menudo nuestros propios males en los males ajenos; es una hábil previsión de las desdichas que pueden acaecernos; socorremos a otros para moverles a que nos socorran en una ocasión parecida, y esos servicios que les prestamos, en rigor son beneficios que nos hacemos a nosotros mismos por anticipado.
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La ausencia disminuye las pasiones menguadas y aumenta las grandes, del mismo modo que el viento apaga las velas y aviva el fuego.
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No es cierto que sólo las pasiones violentas, como la ambición y el amor, puedan triunfar sobre las otras. La pereza, por muy lánguida que sea, a menudo no deja de salir victoriosa. Se impone a todos los propósitos y a todas las acciones de la vida; y destruye y consume insensiblemente las pasiones y las virtudes.
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Siempre amamos a quienes nos admiran, aunque no siempre amemos a quienes admiramos.
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No es fertilidad de ingenio lo que nos hace encontrar varias soluciones para un mismo asunto, sino más bien falta de luces, que hace que no renunciemos a nada de lo que se presenta a nuestra imaginación, y que nos impide distinguir en seguida qué es lo mejor.
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De la moderación se ha hecho una virtud para poner freno a la ambición de los grandes hombres y para consolar a las medianías de su poca fortuna y de su escaso mérito.
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El extremado placer que sentimos al hablar de nosotros mismos debería hacernos temer que éste no es el caso de quienes nos escuchan.
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Con algunas virtudes sucede lo que con los sentidos: quienes están enteramente privados de ellas no pueden ni descubrirlas ni comprenderlas.
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La mayoría de los jóvenes creen ser naturales cuando no son más que descorteses y groseros.
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Hay que gobernar la fortuna como la salud: disfrutar de ella cuando es buena, cargarse de paciencia cuando es mala, y no recurrir nunca a grandes remedios salvo en caso de extrema necesidad.
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La mayor proeza de la amistad no es mostrar nuestros defectos a un amigo, sino hacerle ver los suyos.
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La prueba más convincente de haber nacido con grandes cualidades es la de haber nacido sin envidia.
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La debilidad es algo más opuesto a la virtud que el vicio.
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Nada más raro que la verdadera bondad; incluso los que creen poseerla por lo común son tan sólo complacientes o débiles.
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Nos apegamos por pereza o por constancia a lo que es fácil o agradable; esta costumbre pone límites a nuestros conocimientos, y nunca nadie se ha tomado la molestia de extenderse y de conducir su mente todo lo lejos que podría llegar.
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Los celos es el mayor de todos los males y el que despierta menos compasión en las personas que los causan.
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Los bienes y los males que nos acaecen no nos afectan según su magnitud, sino según nuestra sensibilidad.
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El interés es el alma del amor propio, de tal manera que, al igual que el cuerpo, privado de su alma, queda sin vista, sin oído, sin conocimiento, sin sentimiento y sin movimiento, el amor propio separado, por así decirlo, de su interés, no ve, no oye, no siente y no se mueve. Por eso el mismo hombre que recorre tierras y mares por su interés, se torna bruscamente paralítico cuando se trata del interés de los demás; de ahí ese súbito adormecimiento y esa muerte que causamos a todos aquellos a quienes contamos nuestros asuntos; de ahí su rápida resurrección cuando en nuestro relato mezclamos algo que les concierne. Así vemos en nuestras conversaciones y en nuestro trato que en un instante el hombre pierde conocimiento y vuelve en sí, según que su propio interés se acerque a él o se aleje. 
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Las almas grandes no son las que tienen menos pasiones y más virtudes que las almas comunes, sino tan sólo las que tienen propósitos más altos.
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Estamos tan predispuestos en nuestro favor, que a menudo lo que tomamos por virtudes no son más que vicios que se les parecen, y que el amor propio nos disfraza.
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La pompa de los entierros tiene más que ver con la vanidad de los vivos que con el honor de los muertos.
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Para poder ser siempre bueno es preciso que los demás crean que nunca pueden ser impunemente malvados con nosotros.

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