Al último hombre que me estuvo siguiendo le gustaba pegar la
oreja tras la puerta del váter cuando yo iba a hablar por el móvil. Era inútil
que intentase disimular lavándose las manos en el lavabo, o haciéndose
retoques en el pelo y ajustando la corbata, porque ya me lo había encontrado
antes en otros bares en los que llamaba la atención nada más entrar por la
puerta. Siempre lo he dicho: no es este un
barrio para pasar de puntillas; si alguien aparece por aquí buscando informes
por encargo, enseguida se descubre. Pero
aquel hombre no parecía enterarse de que este no es un negocio para gente
inexperta. Muchas veces ahí estaba él cuando iba a cruzar un semáforo, o
sentado dentro de su coche mientras hacía oscilar el dial de la radio al verme
asomar por el garaje. Empezaba a fastidiarme el coche de color cobalto pegado a
la trasera de mi coche, el traje de cheviot y la camisa blanca y arrugada que
invariablemente llevaba siempre encima, junto con esas horribles corbatas de
rayas compradas de forma casual en alguna tienda del barrio, toda esa ropa
barata impregnada del olor a tabaco negro que yo olía cada vez que nos
cruzábamos en alguna esquina. Un hombre
triste y gris que se hubiera hecho invisible sólo con que tomase algunas
precauciones. Sin embargo, giraba el cuello bruscamente si me daba la vuelta.
No parecía percatarse de que todo aquel disimulo hacía que se me grabase más su
cara.
Y eso es lo malo que a mí me pasa, que me quedo con sus
rostros. A veces consigo leer en sus facciones lo que no saben ver ellos
mismos, toda esa clase de vida deprimente que se esconde detrás de un rostro
común; así que me lo podía imaginar perfectamente con una mujer un poco más
joven que él, algún niño comenzando el
colegio, una casa con perro y desván a las afueras donde hay parques con
columpios y pájaros que no son ni mirlos ni palomas. Esa clase de vida que yo
mismo aspiraba a llevar cuando era más joven, antes de empezar a meterme en
todo este lío de apuestas y carreras. Hay gente que te sabes de memoria con
sólo mirarle la punta de las botas, sabes si se meten en líos o hacen a gusto su trabajo.
Probablemente no llevaba mucho dentro del oficio porque no tenía ni idea de cómo hay que seguir a un
hombre. Yo sabía que podía darle el
esquinazo en cualquier momento, pero quería que se me confiase un poco. Además, ¿qué podía él
conocer de mis cosas si ni siquiera sabía cumplir con su trabajo? No hacía yo
nada que no fuera del dominio público, por lo menos de puertas a la calle:
conversaciones insulsas y nunca de negocios; los sobres del buzón incluso los
podría haber abierto mi portera. Habría, más bien, que echar un vistazo dentro
de su casa y ver lo que este tipo tenía escondido en su caja fuerte.
Así que un día que acabó su trabajo después de que yo cerrase la puerta de mi estudio, hice lo
mismo que él llevaba haciendo casi cinco semanas, todo un mes mirando el culo
de mi coche sin distinguir mi morro, sin
saber que me estaba llevando hasta las puertas de su casa. Allí vivía el pobre
hombre, tal como había imaginado, en uno de esos pueblos de chalets adosados
que hay a las afueras, cerca de una avenida principal. No me costó mucho
quedarme con la calle y ni siquiera tuve que anotar la dirección. Me bastaron
cinco días para estar al tanto de todas sus andanzas; ¡es tan previsible este
tipo de gente...!: los lunes y los miércoles recogía a la niña en el colegio,
los jueves por la noche salía a cenar con su mujer a uno de esos restaurantes
en el que pueden comer dos por el precio de uno; le gustaba jugar a los bolos
con un amigo en un centro comercial en el que también habían instalado una
pista de esquí. Siempre hay huecos que no vigilamos y por los que podemos
resbalar en cualquier momento; yo le
dejaba que se fuera resbalando, poco a poco, para poder gozar luego viéndole como
caía al suelo. Fue tan sencillo que no se dio cuenta que yo le iba a birlar
toda su vida de un solo golpe, que un hombre del que lo ignoraba todo iba a
meterse hasta el patio de su casa, iba a
sentarse en su sofá, a fumarse sus puros, a entrar en la bañera y
destapar todos sus botes de colonia.
Pero las cosas hay que hacerlas bien: lo primero era traerse
a la niña del colegio. Se me dan bien los críos y si me lo propongo puedo ser
educado y muy simpático, una forma sencilla de entrar en casa de la mano;
además, cuando llaman al timbre siempre se sabe que son ellos. La mujer era más
guapa de cerca que de lejos; acababa de llegar del trabajo y aún estaba
vestida. No le sorprendió verme ahí delante, acariciando al chucho que había
salido a recibirme al porche; ni
siquiera me miró de arriba abajo, esperó a saber primero por qué estaba yo con
la niña delante de la puerta. Pero es
mejor así, que no se asusten al comienzo;
todos los detalles hay que contarlos luego, una vez que se ha echado el
cerrojo. Lo mejor es que sepan todo lo que les va a ocurrir a partir de
entonces: las persianas han de estar arriadas, hay que cortar algunos cables,
pedir el número del móvil, informarle por teléfono al marido cuántos días
tendrá que mantenerse al margen, dejar que se despidan brevemente; las mujeres
se acostumbran enseguida a la ausencia del marido, a veces acaban cogiéndome cariño e incluso me
llegan a preferir al otro. Ellas se acostumbran si me ven andar en zapatillas
ciñéndome su bata o trabajar en su
despacho con el ordenador encendido en busca de ficheros; eso es algo que les
serena mucho. Todo lo que ando buscando, lo encuentro allí dentro, entre
archivos encriptados y carpetas amarillas. Luego me entero de quienes son los
que me andan persiguiendo, encuentro nombres, números, direcciones, converso
con sus jefes, les amenazo, averiguo lo que buscan y es entonces cuando empiezo
a ponerles nerviosos. Pero si no
encuentro sus nombres en la agenda electrónica, me pongo a forzar los cajones donde archivan los papeles, luego los
de las cómodas donde guardan la ropa, me gusta hurgar en los armarios del baño,
meter las narices en las prendas delicadas, apretar la pasta de los dientes
-aunque no uso cepillo-. Por las noches procuro ponerme cómodo y tomo el mando
del televisor, extiendo la pierna en el brazo del tresillo y pregunto cuáles
son los programas que suelen ver por las noches. Con el partido o la película
me tomo unas cervezas, cuento algunos chistes y me río. A veces abro algún
diario al que se le han puesto candado,
hacemos por correo la lista de la compra, repaso entero el álbum de las fotos y
así me hago una idea del tipo de vida que podría haber estado viviendo todos
estos años. Y espero lentamente a que vaya resbalando la noche, la hora de la
cena, la modorra y los bostezos, me
pongo los pijamas, le quito el polvo a los libros que se han demorado en la
mesilla, y de esta manera les voy
sustituyendo sin que nadie se dé cuenta; además, matarlos no les humilla tanto.
Luego la vida continua, a veces como antes, o bien se les rompe del todo,
aunque no son muchos días los que estoy como ausente, metiéndome en un papel
que enseguida aborrezco, ellos acaban comprendiendo que lo que yo necesito es
sólo una tregua para ganar más tiempo, descansar un poco de todo este ajetreo
de apuestas y caballos, pensar en las cosas buenas que tiene este género de
vida, y además, es lo mejor de todo, no pueden denunciarlo ni venir a pedirme
cuentas ni tampoco pueden forzar la puerta para sacarme de casa.
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