Se despertó con tos, la lengua estropajosa y un sabor metálico en la
boca, como si se hubiera pasado toda la noche fumando. Encendió su primer cigarrillo en ayunas, pero
lo dejó que se consumiera en el cenicero sin darle una calada. Sólo su olor ya
le repugnaba y fue incapaz encender otro cigarrillo. La terapia había dado
resultado.
Pero volvió al cabo de un tiempo a la consulta, porque había comenzado a sentir una punzada en el costado, mareos y cefaleas. Después de pasar por un hospital para realizar algunas pruebas, le diagnosticaron su mal. Se le había declarado una grave enfermedad en los pulmones y pronto tendrían que operarle. Una vez que escuchó su narración, el terapeuta le preguntó qué quería en esta ocasión, y contestó que curarse. El terapeuta no se asombró: le confesó que su terapia no obraba milagros; tan sólo satisfacía los deseos por medio de los sueños. Para dejar de fumar había bastado con soñar que lo dejaba. Ahora, para curar sus pulmones, sólo precisaba soñar que lo operaban con éxito. Le invitó a echarse en el diván, le impuso las manos como la primera vez, y después lo hipnotizó induciéndole el sueño.
Y de nuevo la terapia había dado fruto: se despertó a la mañana
siguiente sin náusea y sin dolores, e incluso con más fuerzas que nunca. Las
nuevas pruebas realizadas en el hospital revelaron un error de diagnóstico y ya
no tenía que operarse. Pero ahora había empezado a caérsele el pelo y se estaba
quedando en los huesos; ya no conseguía dormir por las noches y se sentía
morir. Y por tercera vez tuvo que acudir a la consulta del terapeuta.
El terapeuta le recordó la advertencia que le hiciera el primer día:
sólo podía pedir tres deseos y ya había malgastado dos. Pero él lo había
meditado bien y quería salvarse de la muerte. El terapeuta le repuso que su
procedimiento podía tener efectos adversos. Tal vez con el tercer deseo podría
salvarse, pero no querría seguir viviendo. De nuevo el terapeuta le invitó a echarse
en el diván y le indujo un profundo sueño.
Al despertar, pensó que algo había salido mal y que aún seguía soñando.
El terapeuta continuaba a su lado, con bata blanca y escoltado por dos
enfermeras que asentían a lo que éste decía con una sonrisa: había estado
sedado durante semanas, ya estaba fuera de peligro y pronto le darían el alta.
Enseguida comprendió por qué todos dejaron de sonreír cuando pidió que le
encendieran la televisión, que ahora parpadeaba imágenes sin volumen. Vio las calles de las ciudades desiertas, los
pabellones con hileras de ataúdes y el terror en los rostros bajo las
mascarillas; y aunque sabía que no estaba muerto ni soñaba, se preguntaba cómo iba a escapar ahora de aquella pesadilla.
Se de
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