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PENSAMIENTOS 5. Simone Weil



  
Simone Weil nace en París en 1909. Hija de Bernard Weil, médico de origen judío movilizado durante la segunda guerra mundial por distintas poblaciones francesas. Esta experiencia de guerra a la que tiene acceso por la profesión de su padre- toda su familia le acompaña durante estas movilizaciones-, le hace tomar conciencia a Simone por primera vez de la miseria humana. Desde muy temprana edad se manifiesta en ella una aguda conciencia social. A los once años seguía a los parados que se manifestaban por el boulevard Saint-Michel. En 1925 toma clases de filosofía con Alain, el cual le llamará la Marciana, por ese aire alucinado que Bataille describió en su novela “Le Bleu du ciel”: “llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Hablaba lentamente con serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella”. Alain va a tener una influencia crucial en su pensamiento, enseñándole a pensar desde la duda y la descreencia. A finales de la década de los veinte, se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos. En 1931 obtiene su cátedra de filosofía y es nombrada profesora en Le Puy, a la vez que emprende una importante tarea dentro del sindicalismo libertario, encabezando manifestaciones de parados, y adoptando sus mismas condiciones de vida –en el frío invierno del Macizo Central, renuncia, a calentarse porque se identifica con aquellos obreros que no pueden hacerlo-. Si en un principio Simone Weil abrazó parte de la causa y de la ideología marxista, a mediados de los años 30 se produce un giro en su pensamiento social que se expresa en su obra “Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”,  donde manifiesta el desencanto con la revolución y los ideales de la ilustración, incapaces de detener el proceso de especialización de la tareas humanas. “La civilización más plenamente humana, afirma, será aquella que tenga al trabajo manual como centro y valor supremo”. Al decir de Albert Camus, el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético. En 1934 Simone solicita un año de excedencia por razón de estudios y abandona su vida docente para trabajar como peón en una fabrica de componentes eléctricos. Meses más tarde entraría a trabajar como fresadora en una fábrica de Renault. Durante esta época en que experimenta el hambre y el agotamiento físico de la condición obrera, descubre que el trabajo manual, tal como está organizado en la sociedad industrial, es incompatible con la tarea del pensamiento. “El agotamiento –revela en su diario- acaba por hacerme olvidar las verdaderas razones de mi estancia en la fábrica, y me hace casi invencible la tentación más fuerte de todas las que comporta esta vida: la de no pensar como único y exclusivo medio de no sufrir”. Después de un breve periodo de trabajo como profesora en la ciudad de Bourges, decide enrolarse en la columna Durruti para luchar en el frente  de Aragón, desdiciéndose de su etapa como militante pacifista. En 1938, en uno de sus viajes por Italia, realiza una visita a la abadía benedictina de Solesnes y, después de asistir a unos oficios, tiene lugar la conversión religiosa que resultaría crucial en su posterior obra filosófica: “el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez para siempre”. En 1940 abandona Paris tras la invasión alemana y llega a Marsella. El reencuentro con el escritor René Daumal, condiscípulo de su época con Allen, le pone en contacto con el Bhagavad Gita, cuyo deslumbramiento le lleva a la afanosa lectura de de otros libros religiosos o místicos: “El libro Egipcio de los Muertos”, las “Upanishad”, el “Cantar de los Cantares”, Suso, Eckart o Juan de la Cruz. En Marsella escribe sin descanso el grueso de sus Cahiers y diversos artículos. En 1942 desembarca en Londres y es destinada por los servicios de la Francia Libre a labores administrativas. Decepcionada por su tarea, solicita al Gobierno de la Resistencia el encargo de una misión peligrosa en el interior de la Francia ocupada. Su solicitud es despachada por el general De Gaulle con la mención “está loca” escrita en el margen. Durante esta última estancia en Londres escribe su libro capital “echar raíces”, en donde apunta cual debe ser la tarea de nuestra época: “constituir una civilización basada en la espiritualidad del trabajo” y en donde por fin los desarraigados puedan redimirse de su esclavitud; el asalariado obrero accediendo a los bienes más preciosos que la cultura encierra y el campesino aumentando la sensibilidad para la belleza del mundo. Fiel a su ideal de solidaridad con la desgracia del prójimo, se niega a comer más cantidad  que aquella que consideraba se llevaban a la boca sus conciudadanos de la Francia ocupada. Esta anorexia voluntaria agrava el inicio de una tuberculosis y acaba muriendo en agosto de 1943. El poeta y ensayista Adam Zagajewski ha considerado a Simone Weil como una de las pensadoras más originales del siglo XX,. Esu obra “En defensa del fervor”, Zagajewski sostiene que la atronadora influencia de Niezsche sobre los intelectuales del siglo XX ha impedido que “sonase con más fuerza la voz de otros pensadores, por ejemplo la de Simone Weil, una de las pocas que permanecieron totalmente inmunes a su influencia”. Cuando uno comienza a leer a Simone Weil, se apercibe enseguida de la singularidad de esta voz que parece haber profundizado en un espacio íntimo. Y  lo que nos rescata de ese espacio es el vacío y el silencio. Simona Weil se nos revela así como una maestra del despojamiento, un despojamiento que trata más bien de apartar de sí los bienes de orden espiritual que las cosas materiales. “Los bienes materiales apenas serían peligrosos si aparecieran solos y no vinculados a bienes espirituales”. Se trata de amar el vacío precisamente por constituir un indicio de la presencia de Dios. El bien mismo no podría colmar ese vacío porque el bien “es para nosotros una nada”. De ahí que para Simone Weil la nada sea el concepto que mejor representa la realidad del mundo, pues cualquier cosa real del mundo, comparada con la plenitud de Dios, acaba convirtiéndose en algo que no tiene realidad. No hay más realidad en el mundo que la que realizamos con nuestro apego hacia las cosas. Pero fuera de este apego, las cosas se reducen a nada. 
 
Entre las muchas lecturas posibles que cabe hacer de Simona Weil, una de ellas es la leer sus pensamientos como instrucciones para ejercitar el espíritu en busca de su depuración, es decir, como una suerte de ejercicios espirituales. “Cada vez que se dice hágase tu voluntad, representarse todas las desgracias posibles en su conjunto”. En esta frase no solamente se percibe una incurable capacidad para la renuncia y el ascetismo, sino además una excitada y creativa imaginación al servicio de la depuración espiritual. Habría que preguntarse por qué ese afán de abrazar la desgracia a toda costa cuando todo el mundo parece huir de ella despavorido. Y habría  que contestar, seguramente, que porque la desgracia, cuando no es rehuida, es el camino más corto hacia la gracia. Sólo afirmando aquello que nos vacía y que constata nuestra propia nulidad, sólo acogiendo la presencia de aquello que nos puede volver ausentes, logramos abrir la vía para alcanzar la plenitud. Pero también cabe pensar que le seducía la figura de la  desgracia debido a que ésta representaba todo lo contrario de la superficialidad. La desgracia ennoblece porque aporta gravedad, y la gravedad consigue todavía mantenernos a flote, en el mismo plano que la gracia. Y es por esto por lo que Weil parece encajar con la figura del místico. Se podría decir que místico es aquél que se hace consciente de la dimensión de la desgracia que encierra este mundo y que, siendo más sensible para esta desgracia, acaba por fin buscando el camino de la redención y de la gracia. Pero el mundo en el que vive el místico es un mundo paradójico, altamente contradictorio y, al igual que acontece en el Bhagavad Gita, el que persigue los frutos de la gracia acaba apartándose de ella. La filosofía de S. Weil se nutre de un drama y de una contradicción. Para que la criatura pueda apreciar el valor de la creación y de su creador, y para que la comunicación entre la criatura y el creador se convierta en una verdadera comunión, el yo ha de desaparecer en una especie de nirvana. El yo sólo puede alcanzar, a la postre, su plenitud anulándose, y así sus máximos anhelos sólo los puede satisfacer renunciando a ellos.
 
 

PENSAMIENTOS DE SIMONE WEIL

La creación es un acto de amor y es perpetua. En cada momento, nuestra existencia es amor de Dios por nosotros. Pero Dios no puede amarse más que a sí mismo. Su amor por nosotros es amor por sí mismo a través nuestro. Así, él, que nos da el ser, ama en nosotros el consentimiento para no ser. Nuestra existencia no está hecha sino de su espera, de nuestro consentimiento para no existir.
 
Nos mendiga perpetuamente esa existencia que nos da. Nos la da para mendigárnosla.
 



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La pureza es nuestra capacidad para contemplar la mancha.
 
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 El poeta produce lo bello con la atención fija en lo real. De igual modo que un acto de amor. Saber que ese hombre que tiene hambre y sed existe tan verdaderamente como yo, basta -lo demás se desprende por sí solo. Los valores auténticos y puros de lo verdadero, lo bello y lo bueno en la actividad de un ser humano se originan a partir de un único y mismo acto, por una determinada aplicación de la plenitud de la atención al objeto. La enseñanza no debería tener otro fin que el de hacer posible la existencia de un acto como ése mediante el ejercicio de la atención.
 
Todos los demás beneficios de la instrucción carecen de interés.
 
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El mundo es un texto de variadas significaciones, y se pasa de una a otra mediante un trabajo. Un trabajo en el que el cuerpo siempre participa, como cuando aprendemos el alfabeto de una lengua extranjera: ese alfabeto debe ir metiéndose en la mano a fuerza de escribir las letras. Al margen de esto, cualquier cambio en la manera de pensar resulta ilusorio.
 
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 El mal es la sombra del bien. Todo bien real, dotado de solidez y de espesor, proyecta una parte de mal. Únicamente el bien imaginario no la proyecta. Dado que todo bien está ligado a un mal, siempre que se desea el bien y no se quiere esparcir alrededor de sí su correspondiente mal, se está obligado a concentrar ese mal en uno mismo, ya que evitarlo resulta imposible.
 
De manera que el deseo del bien totalmente puro implica la aceptación para sí del último grado de la desgracia.
 
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La belleza seduce a la carne con el fin de obtener permiso para pasar al alma.
 
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No puedo concebir la necesidad de que Dios me ame mientras sienta con tanta claridad, que, incluso en los seres humanos, su afecto por mí no puede ser más que una equivocación. Pero no me cuesta nada imaginar que prefiere esa perspectiva de la creación que sólo puede verse desde el sitio en que estoy yo. Sin embargo, yo hago de pantalla. Debo retirarme para que pueda verla. Debo retirarme para que Dios pueda entrar en contacto con los seres que el azar pone en mi camino, a los cuales ama. Mi presencia es indiscreta, como si me hallara en medio de dos amantes o dos amigos. Soy, no la joven que espera a su novio, sino el tercero inoportuno que está con los dos y ha de marcharse con el fin de que ambos puedan estar verdaderamente juntos. Con tan sólo saber desaparecer, se daría una perfecta unión amorosa entre Dios y la tierra que piso o el mar que oigo…¿Qué importan la energía, los dones, etc., que haya en mí? Bastante tengo ya con desaparecer.
 
Ojalá desaparezca para que las cosas que veo se vuelvan perfectamente hermosas por no ser ya cosas que veo.
 
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Una bondad. Será una buena acción si, al realizarla, se tiene conciencia con toda el alma de que hacer una bondad es algo absolutamente imposible. Hacer el bien. Haga lo que haga, sé con una claridad meridiana que no es el bien. Pues quien no es bueno no puede hacer el bien. Y “sólo Dios es bueno”. Hágase lo que se haga, en cualquier situación se hace siempre el mal, un mal intolerable. Hay que pedir que todo ese mal que se hace caiga directamente y exclusivamente sobre uno mismo. Eso es la cruz. 
 
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Dos concepciones del infierno. La corriente (sufrimiento sin consuelo); la mía (falsa beatitud, creer equivocadamente que se está en el paraíso) 
 
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 Lo bello supone un atractivo carnal distante y lleva aparejada una renuncia. Incluida la renuncia más íntima, la de la imaginación. A los demás objetos de deseo queremos comerlos. Lo bello es lo que deseamos sin ánimo de comérnoslo. Deseamos que exista.

 
 
 

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