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REESCRIBIENDO A EDIPO


 
 


 

A mis amigos de la tertulia de filosofía de la UNED, que me dieron tanto qué pensar y me invitaron al tema.

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El escritor tiene que perseguir a sus personajes y ver hasta dónde pueden llegar. Inventarles múltiples destinos. Imaginemos a un escritor que persigue a su protagonista. Trata de identificarse con él. Quiere ser original y llama al protagonista Edipo. Las alternativas sobre el destino de Edipo son tantas, que pueden llegar a marear. Voy a intentar marear a Edipo. Primera alternativa para un escritor que persigue a Edipo: el escritor está bloqueado y no se le ocurre nada sobre Edipo. Se queda en blanco. Edipo no llega siquiera a nacer. Intuye que tiene unos padres. Alcanza a darles nombre: Layo y Yocasta. Pero como está bloqueado, no llega a crear para ellos ni siquiera un himeneo: Layo abomina de las mujeres y si convive con Yocasta es porque necesita una reina para acceder al trono. O, tal vez, sí le gusten las mujeres, pero la maldición de toda la estirpe de Layo ha caído sobre Edipo. Es la maldición de Edipo, al que el escritor contamina con su propia maldición. Es la maldición del escritor que es incapaz de escribir. Es la maldición del folio en blanco. Al escritor le gustaría añadir algo sobre el destino de Edipo, pero es incapaz siquiera de imaginarlo. Se justifica diciendo que el padre de su protagonista es impotente o estéril, que no da frutos. Y ya está. Edipo ha sido condenado a la nada. Y como la historia ha de escribirse a través de los ojos de Edipo, no podríamos decir nada sobre Edipo. Ni siquiera que tuviera padres. Nos queda sólo un proyecto para escribir la historia de Edipo que se ha quedado reducido a nada.

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Tenemos una segunda alternativa, la del escritor convencional. Layo y Yocasta son una pareja convencional de Reyes que reinan sobre Tebas. Se acuestan, hacen el amor, engendran un hijo que sucederá a Layo en el trono. Fundan una familia normal. Edipo crece como un niño normal que admira a su padre y respeta a su madre. A su tiempo, cuando Layo se hace viejo o muere, el hijo sucede o sustituye al padre. Se le parece tanto, que se confunde con el padre. Se casa con una mujer que se puede asemejar a la madre que tanto respeta; le nace otro Edipo al que le cambia de nombre y que también sucederá a su padre. Todas las historias se parecen unas a otras cuando son normales. Pero a este escritor convencional le encanta la normalidad y no piensa desperdiciar una historia normal. No puede contar todas las historias, la de Layo y Yocasta, la de Edipo, la de los hijos de Edipo o las de los nietos y biznietos de Edipo y toda su larga saga. Pero puede contar una historia que represente todas esas vidas. Y elige a Edipo. Pero es un Edipo genérico que se parece a todos. Un Edipo normal que no se ha desviado del camino corriente. Es un Edipo convencional. Pero el escritor convencional está contento porque se identifica con este Edipo. No quiere ningún destino excepcional para su héroe, porque teme el horror al que le puede conducir el quebranto de las normas sociales. Tiene miedo a que le castiguen y a que le censuren su historia. Tiene miedo a perder el favor y el aplauso de su público, que está hecho de Edipos normales a los que les gustan que le cuenten su propia historia y no esas otras historias truculentas en que se transgreden las sacrosantas leyes de la moral y el buen gusto.

 

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En la tercera versión que el escritor puede elaborar sobre su personaje, Edipo sí llega a nacer, pero ha de morir enseguida. El destino de Edipo, en una primera fase, ya se conoce, o debería conocerlo un escritor cuidadoso que quisiera llevar su historia hasta el final. Edipo está condenado a matar a su padre y a tener relaciones incestuosas con su madre. O, mejor dicho, sobre Layo, el padre de Edipo, pesa una maldición que se ha ganado a pulso: cree que llegará un día en que será asesinado por un hijo suyo, así que es mejor que no tenga descendencia. Aunque Layo se cuida mucho de no tenerla, hasta el punto de que se abstiene de cualquier relación sexual con su mujer Yocasta. Pero un día Layo se emborracha, viola a su mujer y nueve meses después viene al mundo Edipo, el héroe aciago que está destinado a crecer, a hacerse un hombre y a asesinar a su padre para arrebatarle el trono. Mejor no arriesgarse. Layo ordena a un pastor, que se dedica a apacentar los rebaños reales, que abandone la criatura en el bosque. Se trata de un lacayo fiel, que no tiene corazón y ejecuta sus órdenes sin rechistar. Esta sería, más bien, la historia de la vida de Layo, a quien remuerde la conciencia por haber cometido un asesinato, aunque fuera en defensa propia; un Layo que envejece mal, a quien se le aparece con frecuencia el fantasma de su hijo muerto, y a quien su mujer no para de recriminarle que no le haya dado descendencia y que se deshiciera del fruto de su carne. Es una historia tan coja como podría ser el mismo Edipo, una historia que tal vez no tenga mucho futuro. Una historia que lamentablemente no tiene más que un punto de vista, porque el escritor, al aniquilar prematuramente a Edipo, ha privado a la narración de otro jugoso punto de vista: el del que está destinado a convertirse en verdadero protagonista de la historia y a suceder a Layo en el trono de manera obtusa. Pero por lo que se ve, a este escritor con tendencias destructivas no le gustan los regicidios. Tampoco los incestos.

 

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Hay una cuarta versión en la que el escritor tiene mucho corazón y no se atreve a matar a Edipo. Permite que Layo sea cruel, pero no permite que lo sea el destino ni el pastor al que le dan la orden de exponer a Edipo a las fieras.  En esta historia el pastor denota carácter, piensa por sí mismo y es hombre compasivo. El pastor toma al recién nacido, le taladra el talón, le pasa por el agujero una correa, se lo carga sobre los hombres como a un corderito, abandona la aldea y se dirige al Citerón, la montaña donde pastorea las ovejas en verano. Durante todo el camino la criatura no ha cesado de llorar. Pero justo cuando lo descarga de los hombros para dejarlo a la orilla de un río, el niño le sonríe, o el pastor cree que le sonríe. Sólo por este gesto, el destino ha sonreído a Edipo. Un pastor puede matar a un niño que llora, pero nunca a uno que sonríe. En la otra vertiente de la montaña divisa a un pastor venido de Corinto. Le cuenta su cuento, pero no quién es el recién nacido; al segundo pastor le gusta pensar que será su bienhechor y lo acoge con la satisfacción de salvar una vida y tener un par de brazos más para cuidar ovejas. Esta es la historia que escribiría un escritor bucólico. Un escritor que cree que la naturaleza es buena porque siempre nos sonríe y que el hombre se hace bueno en contacto con ella. Donde no hay ni asesinos, ni cómplices de asesinatos, donde los pastores son buenos y los protagonistas vivirán felices en su ignorancia.

 

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Pero la historia puede osar a proseguir el curso que le aguarda. El destino hace que las cosas y los hombres tengan un valor desde su mismo origen. Y hay hombres que valen más que otros desde la misma cuna. Edipo está tocado por los dioses, para bien y para mal. Y el pastor de Tebas le ha desvelado al pastor de Corinto su origen real. Y eso lo cambia todo. El otro pastor no se considera digno de quedarse para sí algo que tiene tanto valor. Y eso le hace pensar en Pólibo y Mérope, los reyes de Corinto, que justamente no tienen hijos y les falta uno para heredar el trono. El escritor que escribe esta historia cree en la justicia distributiva y en que el mundo ha de estar siempre contrapesado por una especie de equilibrio divino. El universo es insuperablemente bueno y está bendecido por los dioses. Y hay sitio para todo y para todos. Allí donde hay unos reyes que pueden tener un hijo, pero no lo quieren, tiene que haber también otro lugar en el mundo donde haya unos reyes que quieran tener un hijo, pero no lo consiguen. El mundo está bien hecho y todo debe ser compensado. Todo se da mutuamente justicia y se recompensa por su injusticia. El pastor le entrega la criatura a Pólibo y Mérope, que lo crían como si fuera un vástago suyo. Edipo crecerá como un heredero al trono que nunca conocerá sus orígenes, que llevará una vida paralela a la que podría haber llevado si su verdadero padre no fuera un paranoico. A veces es mejor no conocer nuestros orígenes. Nos permite llevar una vida mejor. Pero las mejores vidas, sobre todo si están equilibradas, son también las más aburridas. Y el aburrimiento puede acabar matando a un escritor y a sus lectores.

 

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Se trata, por tanto, de conseguir que el lector no se aburra con una historia que ya pudo haber sido contada así desde el principio, sin necesidad de hacer matar a Edipo. Sería la historia de Edipo sin que pesase sobre su padre ninguna maldición. Sería la historia de un Edipo bendito al que se le ha hecho dar demasiadas vueltas para nada. Edipo tiene una sangre que está maldita, pero, a la vez, como todas las sangres de regia estirpe, está bendecida por los dioses. Y es esa sangre azul la que le hace ser a Edipo un digno heredero a cualquier trono que se le ponga por delante. A Edipo le arde la sangre azul en las venas y crece como una persona con coraje, lleno de nobleza, un verdadero héroe que es un ejemplo para su pueblo. Pero los héroes que llevan vidas ejemplares también son objeto de la más rastrera envidia. Y en esta versión, el escritor que la escribe sabe que para complicar una historia hay que incrustar en ella las más bajas pasiones humanas. Basta con colocar a un envidioso al lado de Edipo en un banquete, hacerle beber hasta perder la medida y que deslice en el oído de Edipo una frase que va a cambiar su destino: “Tú no eres el hijo de tus padres, tú eres un hijo falso”. Y ese va a ser el destino que arrastrará Edipo ya desde el comienzo y hasta el fin de la historia: convertirse en un advenedizo donde quiera que se encuentre. Estar siempre tomando conciencia de la impostura y la falsedad en que vive, siempre desplazado y lejos de la verdad que le persigue, aproximándose y huyendo de su propia maldición.  También entra dentro de su destino el convertirse en una especie de Hamlet atormentado por la duda. Con esta duda acude a sus padres para saber si es verdad lo que andan diciendo por ahí. Pólibo también tiene dudas y no despeja las de Edipo; sólo le replica: "la gente es envidiosa y no hace más que inventar cuentos". La envidia también es contagiosa. En esta versión, Edipo se echa a perder, se vuelve rencoroso y envidioso, y llegará a pensar toda su vida que está ocupando un trono que no le corresponde. Lo que pudo ser una vida favorecida por la fortuna, sólo por el efecto de la maledicencia, se vuelve una vida atravesada por la ruindad. Es la historia contada por un escritor ruin al que el rencor, que también a él le ha estropeado la vida, impide que sus personajes puedan vivir una vida sin rencor.

 

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Hay otra versión en la que el escritor sabe que un protagonista, para sacar el máximo partido, debe convertirse en un investigador, en una persona curiosa, en alguien que no se debe conformar con una sola respuesta. Tras una primera pregunta, hay que seguir haciéndose más preguntas. Y en esta versión Edipo no se conforma con la respuesta que le da su padre. Quiere saber más. Todas las historias reflejan el carácter del escritor que la va a escribir. Y como en esta versión el escritor es un hombre sagaz, convierte también a Edipo en un hombre receloso y sagaz. Edipo no se cree la versión sobre sus orígenes y resuelve peregrinar a Delfos para averiguar si es hijo de su padre, hijo de Pólibo. Pero a los dioses les gusta enredar y para ello no hay nada mejor que dar respuestas ambiguas que confundan más a los personajes. Los dioses deben ser como el escritor y el escritor como los dioses, tiene que saberlo todo sobre la historia que se está contando, pero haciendo que los personajes sepan menos, que su ignorancia les enrede y les ofusque. El oráculo no responde directamente a la pregunta que le plantea Edipo: solamente le vaticina que matará a su padre y que yacerá con su madre. Un buen escritor ha de convertir a su protagonista en un rebelde, alguien que se niega a acatar el destino que se le ha asignado desde el principio para la historia. El protagonista debe estar al servicio de la historia que se quiere contar, pero, para que dé juego y sea una buena historia, primero debe resistirse. Y Edipo es un buen personaje que se resiste, se horroriza al oír la respuesta que le ha dado la pitonisa, es un hombre honrado que honra a su padre y a su madre y ya nunca regresará a Corinto. Procurará poner la mayor distancia entre sus pies y el lugar del crimen que se le ha vaticinado, Pero Edipo, que anda siempre torcido y con la mente ofuscada por las nieblas de su falsa condición, no sabe que podría despejar su penumbra y tomar un atajo para despeñarse del todo sobre su destino.

 

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Pero el escritor, por poco que insista, ya tiene agarrado a su protagonista por el cuello. Es precisamente la resistencia que pone Edipo lo que le tiene más atrapado. Los mejores asesinos son los que no conocen el lugar ni el momento del crimen. Los que obran con arreglo a un ciego destino que el escritor ve mejor que nadie. Hay que hacer huir a Edipo hacia el lugar donde se va a consumar su destino y donde acabará ejecutando su nefando crimen. Porque llegados a este punto, la historia ya ha cobrado una lógica implacable que, de no seguirse, llevaría a un impasse, a un punto ciego donde Edipo se convierte en una especie de fugitivo sin causa, un hombre errante que no encontrará descanso jamás. Pero nada más. Y el escritor no se puede conformar con el nada más. Tiene que llegar más lejos, tiene que complicarlo todo, tiene que hacer que la historia se inflame y arda. Tiene que enderezar a Edipo hacia el lugar de donde ha venido, removerlo todo, hacer que el héroe se tope de lleno con su destino. Edipo ha de dirigirse a Tebas.

 

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El escritor que sea capaz de llegar hasta aquí ya intuye que Edipo tiene que llegar a Tebas. Podría hacerle llegar a Tebas como un viajero más y hacer que se perdiese en la ciudad de Tebas, persiguiendo un destino vulgar. Pero ningún escritor que se precie puede tener personajes conformistas que tengan un destino vulgar. Ha de tener un singular destino. Y el destino de Edipo es el de ser siempre un desplazado, pero con sangre noble y con corona. El decoro exige que regrese a Tebas como un profeta que va a triunfar en su tierra. Tiene que llegar a Tebas en disposición de reinar sobre ella. Y por el momento hay un obstáculo insalvable. El trono de Tebas lo ocupa su padre. Un escritor complaciente podría idear una trama en la que Edipo fuera reconocido como hijo legítimo y ascendiera al trono después de la abdicación del padre. Pero eso es tener altas expectativas sobre la naturaleza humana. Layo debe morir porque así lo exige la historia que va a ser contada; y porque Edipo lleva marcado entre ceja y ceja el sino de la venganza. Siempre hay que dar a cada personaje el móvil que más le conviene, pero ocultándoselo. Por eso hay que crear un enfrentamiento en el que debe morir uno u otro, resolver la historia en un conflicto patricida a vida o muerte. Hay que poner en juego la rivalidad que se oculta tras la tramoya de la historia, pero sin que lo sepan los protagonistas. El escritor tiene que saber dónde ha de colocar el clímax de la obra. Y este escritor, que ya se ha dejado arrastrar por la lógica implacable de su historia, sabe colocarlo en el pasaje más idóneo: una encrucijada de tres caminos. Para que el clímax llegue a su punto más álgido, además, ha de hacer coincidir extrañas simetrías. El escritor tiene que hacer que converjan todos los caminos en este lugar central de su historia y arrastrar hasta allí a los antagonistas. En esta encrucijada el escritor debe hacer que los tres caminos del tiempo se precipiten y anulen para que el destino acabe estallando. Y, además, tiene que hacer que los antagonistas se crucen con sus destinos para dar un paso más hacia su consumación. Y por eso hace caer una pestilencia sobre Tebas. Hace que Layo peregrine a Delfos para que el oráculo le dé la respuesta de cómo acabar con la plaga que está consumiendo a su pueblo, sin saber que la respuesta se la va a encontrar en el camino por parte de la otra persona que viene de haber consultado el mismo oráculo. Edipo, a su vez, ignora que la respuesta a su pregunta se la va a encontrar también en esa encrucijada. Layo va por el camino en un carruaje conducido por su cochero y un par de hombres que hacen de escolta. Edipo viene a pie cojeando, en sentido contrario, apoyándose en un bastón. En el lugar de la encrucijada no caben los dos, con lo que el punto de conflicto ya está servido: ninguno de los dos antagonistas de la historia quiere dar su brazo a torcer. Por segunda vez en esta historia el padre le dice a Edipo que se aparte de su camino y golpea con su fusta en el hombro de Edipo. Edipo, que es tan colérico como su padre, que es la réplica exacta de su padre, su ignorada simetría, asesta con su bastón un golpe de muerte al cochero, mata a su padre y deja que uno de los lacayos huya de regreso a Tebas. No se puede desarrollar mejor, ni con más economía de medios, el epicentro de la historia.  A este escritor, que ya se ha vuelto diestro en su oficio a base de perseguir a Edipo y de desplegar todas las consecuencias posibles de una historia, le ha bastado con hacer que se encuentren los antagonistas sólo un par de veces. Layo sólo verá a Edipo dos veces: después del nacimiento de éste y justo antes de perder la vida. Edipo a su vez verá a Layo dos veces: justo antes de estar a punto de perder su vida, y antes de hacérsela perder a su padre.

 

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A partir de este punto en que Edipo ha cometido la primera parte de su crimen, la historia ya se desarrolla por sí sola. El escritor no tiene más que conducir los pasos del claudicante Edipo hacia la segunda parte de su crimen. Una vez allanado su principal obstáculo, sólo tiene que llevar a Edipo a que yazca con su madre para que pueda llegar a uno de los puntos de giro de la trama: convertirlo en el futuro rey de Tebas. Sólo tiene que hacer que Edipo se dirija a Tebas. Pero Edipo no puede llegar al trono como un donnadie, tiene que conquistar el trono y a la mujer que custodia el reino, tiene que hacerse acreedor de ocupar el lugar que el escritor ha reservado para Edipo en esta historia. Edipo tiene que demostrar que es Edipo, pasar la prueba de fuego que le convertirá en un héroe y en un libertador. Y la prueba de fuego tiene un nombre: se llama Esfinge. Un animal monstruoso con cuerpo de león, espléndidas alas y rostro y pechos de mujer. Un monstruo que se ha plantado sobre una de las puertas de la ciudad, encima de una columna, y que se divierte planteando enigmas a los jóvenes de la ciudad. Este es el impuesto que la bestia exige: que le traigan su tributo de carne joven para plantear enigmas que nadie será capaz de resolver. Y todos los jóvenes que acuden para adivinar el acertijo acaban pagando su ineptitud con la muerte. Y de tantos jóvenes como ya han caído, Tebas está a punto de morir de vieja y, lo que es peor, Tebas está a punto de quedarse sin progenie real para ocupar el lugar que debió corresponderle a Edipo desde un principio. Y el único que puede remediar todo este desaguisado es el mismo Edipo. Nadie más. Quien acierte el enigma de la esfinge y derrote a la bestia ocupará el trono de Tebas y se desposará con la reina. Edipo quiere vencer. Edipo quiere ocupar el puesto que siempre debió ocupar y que le ha sido destinado por el escritor desde el principio de la trama urdida. Edipo quiere precipitarse en su destino, quiere llegar a conocerse a si mismo, quiere llegar a saber quién es. Se dirige, pues, hacia la esfinge, que le propone un nuevo enigma. Aquí el escritor ya ha adivinado que la historia sólo se puede resolver como un juego de enigmas que tiene que ser descifrado -incluyendo la posterior investigación de un crimen que ha de presentarse y resolverse como el enigma de un oráculo-. Hay que presentar la historia como un juego de espejos donde los antagonistas se verán reflejados en su calidad de monstruos enigmáticos. La historia de Edipo ha de describir el camino que tiene que recorrer el protagonista para hacerse capaz de resolver el enigma sobre su origen. Pero no podrá resolver el enigma de su verdad hasta que no desenmarañe el enigma de su impostura. Y es este un juego de enigmas que sólo puede descifrar Edipo: él es el único en la historia que tiene verdadero interés en llegar hasta el final sobre su propia identidad, pues es, a la vez, el que se halla más confuso. Edipo sólo puede llegar a ser Edipo cuando despeje la niebla que lo ciega; es decir, cuando alcance la luz de su verdad. Y la esfinge sólo es un espejo que se ha colocado en su camino para que se reconozca y encuentre el espacio de esa luz.  Así pues, la esfinge le coloca un espejo para realizar la ancestral pregunta: “¿quién es el ser, el único entre todos los que viven en las aguas, en el aire y en la tierra, que tiene una única naturaleza, pero que tiene dos pies, tres pies y cuatro pies?” Y Edipo no titubea, porque sólo puede averiguar la respuesta el que está dispuesto a conocer su propia identidad, el que está dispuesto a conocerse a sí mismo. Edipo es el hombre que mejor se conoce a sí mismo y, aunque todavía no lo sabe, ya ha hecho lo suficiente para conocerse mejor. Sabe que la respuesta a la pregunta de la esfinge es el propio Edipo, porque se ha visto reflejado en el espejo que la esfinge ha colocado ante sí en forma de enigma. Sabe que ese ser enigmático, que representa el misterio de la identidad que él mismo encarna, no es otro que el Hombre, que Edipo tan bien representa. El Hombre, que cuando es niño camina a cuatro patas, que cuando es adulto lo hace a dos y que cuando llega a anciano se tiene que apoyar además en una tercera pata, que es ese bastón con que el mismo Edipo ha llegado a Tebas y que le hace más consciente de las etapas que ha de atravesar un ser humano. Precisamente Edipo, cuyo nombre significa “el de los pies hinchados”, y cuya marca de nacimiento, cuando le taladraron los talones, ha dado origen a su cojera y a su propio nombre. Edipo, el de los pies hinchados, gracias a que está comenzando a adivinar su propia identidad, gracias a que él mismo es un adivino en ciernes, resuelve el enigma, derrota a la bestia (que desde la columna se precipita al abismo), y gana como trofeo el sillón del trono y el legítimo costado de un lecho real. La tragedia ya está servida.

 

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Hasta aquí la historia más o menos aderezada, como se la iban refiriendo de generación en generación los habitantes de un pueblo. Una historia como tantas de las que circulan por ahí. Una truculenta historia de asesinatos e incestos. Edipo, que estaba condenado a matar a su padre y a yacer con su madre, y a tener una descendencia incestuosa, cumple con su cometido de personaje y con el designio que se le había trazado. Es una buena historia, pero no es una historia genial. La materia prima es muy buena, pero tiene que ser bien cocinada. Y una buena historia, para que sea genial, precisa de un escritor genial que la pueda contar desde el lugar y la perspectiva adecuada. El buen escritor es el que sabe contar la historia de sus personajes desde el lugar más propicio. El que sabe arrancar de sus personajes los actos y las palabras más elocuentes. Y, afortunadamente, esta historia tiene un escritor genial que la sabe contar. Un escritor que se llama Sófocles.

 

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Si el escritor no fuera un genio, como lo era Sófocles, se hubiera limitado a contar esta historia, que era más o menos la historia que ya estaba escrita y que circulaba por ahí en forma de leyenda, la historia de un Edipo parricida e incestuoso. Pero el buen escritor tiene que hacer que todo se convierta en símbolo y que todo nos hable con un leguaje nuevo; que los personajes desempeñen un papel que va más allá del que en un principio se esperaba de ellos. Sófocles convierte a Edipo en una especie de filósofo en busca de la verdad y en un detective que está a punto de desarrollar la primera narración policiaca de la historia. Si el escritor no hubiera sido Sófocles, tal vez lo hubiera dejado aquí. Tal vez hubiera dejado a Edipo en su ignorancia, haciéndole vivir la vida que le hubiera correspondido desde un principio, pero de una forma torcida. O tal vez hubiera dado a conocer a Edipo su verdadera identidad de una manera casual, hubiera hecho que el personaje se estremeciese con un poco de horror, que le remordiese la conciencia un poco y que después todo siguiera igual, como en tantos otros reinos. Un rey que tiene descendencia con la reina después de haber pasado por encima del cadáver del padre. Probablemente es la historia con la que se han fundado muchos de los reinos de los que los hombres han sido súbditos.

 

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El buen escritor es aquel que nunca se da por vencido, el que quiere llegar hasta el fin y saber más y que los lectores también sepan más. Quiere arrojar luz y aportar el mayor conocimiento posible. Sófocles quiere hacer de Edipo un iluminado, que se entere de quién es y que se entere de la manera más trágica posible, a la vista de todo el pueblo de Tebas y haciendo comparecer a todos los personajes de esta historia para que le entreguen su testimonio y su verdad, y así pueda ir allegando las piezas que vayan liberando la verdad de su propia historia personal. El escritor no quiere que su protagonista descanse, quiere hacerle sufrir, quiere que el descubrimiento de la verdad le produzca el mayor sufrimiento posible y así aprenda la verdad en su propia carne. Quiere que su personaje alcance su mayor nivel de conciencia, poniéndole en disposición de llegar a ser el que ya es. Pero la conciencia de la propia identidad siempre acaba siendo trágica: hay que amplificar, por tanto, esta tragedia extendiéndola a todo el orbe, contaminándolo. Y para eso, si es necesario, el escritor se da licencia para hacer sufrir a todo el pueblo de Tebas. Y no se lo piensa dos veces y le envía una plaga. Así comienza la historia que plantea Sófocles, con un Edipo ya restituido en el trono y con un tremendo sufrimiento que asola la ciudad de Tebas, con una plaga que es misterioso castigo de los dioses y que hace que los árboles no den su fruto, que tal vez hace que los olmos den peras, que los animales se vuelvan estériles, que nazcan hombres de dos cabezas. Hay que poner en marcha un “deus ex machina”, si es preciso; poner patas arriba el universo entero para estremecer a Edipo y hacerle ir en busca del conocimiento y de su identidad perdida. Hasta los dioses claman para que Edipo arriesgue la tranquilidad de su conciencia y de su vida. Pues mientras Edipo continue ignorando su identidad, será un personaje incompleto y falso, y sobre personajes falsos no es posible construir una buena historia.  Y esta historia debe continuar, debe desplegarse con todo su potencial para que Edipo llegue a autorrealizarse, aunque sea de una manera trágica.

Y así es como comienza la tragedia que nos presenta Sófocles: haciéndole llegar a Edipo unos suplicantes que le piden que termine con la plaga; que encuentre la causa y conjure el horror. Y Edipo, que es un hombre justo y compasivo con su pueblo, promete que iniciará una investigación para hallar la causa que está provocando la epidemia. Al mismo tiempo, una comitiva que había sido enviada a Delfos para interrogar el oráculo y conocer el origen de la epidemia regresa con la respuesta del dios: “el mal no cesará hasta que el asesinato de Layo sea vengado”. Edipo, que es todo un sabueso, que ha llegado hasta el trono de Tebas precisamente por querer averiguar más de lo que le conviene (al igual que los buenos escritores), promete que dará con el culpable y que vengará la muerte de Layo: a partir de aquí la historia se convierte en una investigación policial, pero también en una odisea por encontrar la propia verdad, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Y Edipo no se detendrá hasta anudar en su investigación todos los cabos y encontrar al culpable. No voy a desenredar la ingeniosa trama, el cómo el escritor genial va desplegando, poco a poco, las pruebas del delito y va haciendo comparecer a los personajes de la historia que pueden desenredar el ovillo. La genialidad de la historia contada por Sófocles no está tanto en convertirla en una trama detectivesca, cuyo asesino es el propio investigador, como en hacer que a través del desarrollo de esta indagación se produzca una anamnesis, ese método que veinticuatro siglos más tarde exhumará Freud para lograr que, por medio de una regresión, y desenterrando los hechos ocultos de la memoria, el paciente psicoanalizado descubra la verdad de sus propios orígenes y produzca una catarsis que le revele el origen su conducta torcida y, de paso, su verdadera identidad. Sófocles convierte a Edipo en un psicoanalista “avant la lettre”: el inocente Edipo ha de descubrir al culpable Edipo para así desenredar el misterio de su doble identidad. Su mano derecha tiene que llegar a saber lo que está haciendo su izquierda. Tiene que llegar a reconocer la verdad, reconocer que uno no es tan inocente como se cree, reconocer que uno no es quien cree ser y atreverse a conocer su verdadero ser, aunque lo último que quisiéramos es habernos convertido en ese que somos y que desdeñamos ser. Edipo será un héroe trágico, pero un verdadero héroe: ha de llegar a saber quién es el verdadero Edipo, a pesar de sus propias resistencias para asumir la verdad, y a pesar de que todos se resisten por miedo a contar la verdad. Ha de convertirse en un investigador implacable. Debe resolver el doble crimen: el asesinato de su padre y el todavía ignorado incesto con su madre, paso a paso, haciendo intervenir otra vez a los protagonistas de la historia: a la propia Yocasta, al lacayo que huyó de la encrucijada donde murió Layo y a los pastores que podrían resolver el enigma de sus orígenes. A todos ellos les somete a un despiadado interrogatorio policial, y a todos les acribilla a preguntas, hasta que por fin desembuchan la verdad y le acaban señalando. De esta manera, remontándose en su investigación hacia las fuentes de su vida y recorriendo otra vez su curso hasta llegar al piélago en que se encuentra, descubre sus propios orígenes e ilumina el presente mismo, que le revelará su identidad oculta. ¿Quién soy yo?: ese es el enigma más relevante de la existencia humana y al que Edipo se enfrenta para encontrar la clave de su vida, aunque al final sea, más bien, la clave de bóveda que se pondrá a picar hasta demoler todo el edificio de su vida.

En los hombres, a diferencia de los dioses, la verdad no es innata: hay que gestarla y hacerla parir, derivarla y desplegarla a duras penas. Y Edipo, que es un modelo de investigador de la verdad, va desplegándola a retazos y en sentido contrario a como se han producido los hechos; el tiempo vuelve a remendarse y revivirse, pero retrocediendo, en vez de ir progresando. La verdad sólo puede ser alcanzada recorriendo con la memoria lo ya pasado y de una forma derivada. Al final de este arduo camino, la amarga verdad alcanzada a duras penas le volverá clarividente, pero dejándole el poso de la invidencia: ya ha adivinado Edipo que ese largo proceso para gestar su identidad le ha llevado a adquirir la misma condición del adivino Tiresias, (también ciego), y le impedirá volver a contemplar el antiguo mundo en que moraba hasta entonces, en un destierro siempre itinerante, tanteando con su báculo o bastón un territorio ignoto. Y es que todo conocimiento adquirido de golpe acaba expulsando al hombre del paraíso. Pero la verdad tiene también un lado trágico, porque, a la vez, termina revelando la desgracia: la verdad siempre sale a luz con su porción de infortunio, pues entre sus efectos se encuentra el de dar vuelco a la fortuna. Tiene su lado de sombra que nos va tapando la luz. En el mismo momento en que Edipo, en su investigación policial, se remonta a sus orígenes y reconoce a su verdadera madre, pierde a la vez a su esposa –que se suicida al saber la verdad- y alcanza su madurez. Trágico duelo por excelencia que deja al sufriente y ambiguo héroe huérfano y viudo a la vez. En el momento en que encuentra al culpable, le llega la revelación final: deja de ser inocente y se ciega la vista acuchillándose los ojos. El descubrimiento de la verdad, y la luz que ésta desprende, siempre nos acaba cegando, aunque sea retrospectivamente, porque viene a revelarnos que hasta entonces andábamos ciegos. El descubrimiento de la verdad nos ilumina, pero a la vez nos ciega, pues acaba produciendo en las cosas antiguas un desplazamiento y una inversión; engendra un mundo nuevo que hace que se tambalee y se desmorone el viejo. La noche continua en la que, según el adivino Tiresias, vivía Edipo, cuando moraba en la ignorancia y el error, ha sido iluminada por el sol de la verdad, pero ha acabado por hacer rotar su mundo, volviendo noche al día y sacando al día de su noche. Lo que se tenía por verdadero, de pronto, se ha vuelto falso; lo que se tenía por inconcebible, se ha tornado posible y cierto. Edipo ha logrado redimir a su pueblo de la plaga, pero absorbiendo toda la culpa y la plaga para sí, trastornando para siempre su mundo. El mundo antiguo del error y la ignorancia en que vivía Edipo era un mundo inocente y lleno de gracia. Pero la aparición del nuevo mundo que nos trae la verdad lo llena de culpa y provoca la aparición de la desgracia. El buen escritor sabe que la desgracia es el precio que ha de pagar su protagonista por llegar a su meta y conquistar la verdad. Y el buen escritor es también el que sabe hacer de su historia una historia redonda: consigue que no se pueda llegar a contar mejor. En el momento en que Edipo se remonta a sus comienzos, y descubre la verdad de sus orígenes, ha cumplido a la vez con su destino. La historia ha vuelto a rodar por segunda vez, pero contando las cosas de una manera nueva. Es esta nueva manera de contar la historia lo que hace que Edipo se convierta en un hombre de conocimiento (casi a la altura de los dioses, como un divino Tiresias), al mismo tiempo que consigue que los lectores sepan mejor la historia, la vivan con la intensidad del suspense y con la investigación de la verdad, que cada uno convierte en su propia verdad. Al hacer que la historia vuelva a girar hacia atrás, a modo de flashback, Sófocles ha hecho que Edipo se encuentre con sus comienzos en su momento final: una historia circular donde los extremos se tocan y se empalman para arrojarnos una descarga de luz. Tanta luz, que deja a Edipo lleno de conocimiento sobre sí mismo, a la vez que lo ciega, al tiempo que sus lectores quedan cegados por el resplandor de esa verdad que ha resultado trágica. Tan trágica, que por un momento ha arrojado sobre los ojos del lector un fogonazo de luz que ha dejado ya para siempre su quemadura en la retina y su huella en la imaginación, implicándole de una manera íntima.  Ahora el lector asume que la verdad que ha descubierto Edipo también podría llegar a alcanzarla él, y que, si se resuelve a salir en su busca, acabará encontrándose a sí mismo al revivir, de nuevo, la historia que le acaban de contar.


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