Yo tendría que
haber escrito la necrológica de Puskas. Si me pongo a pensarlo bien, hoy
tendría que haber escrito esa necrológica de Puskas que acabo de leer en el
periódico, porque resulta que soy la única persona que vio marcar a Puskas el
gol más bonito del mundo. Ahora me entero, mientras hurgo entre las reseñas
necrológicas que aparecen hoy en los periódicos, que el gol más bonito del
mundo también lo soñó Puskas, y que ese mismo gol, que en el último momento fue
incapaz de meter ante el portero, lo estuve yo marcando durante toda mi
infancia cada vez que imaginaba a Puskas metiendo un gol.
Ahora que lo
pienso, yo no hacia otra cosa que jugar al fútbol cuando era niño, igual que
debió hacer Puskas en las calles de Budapest allá por los años treinta, pero
con la diferencia de que Puskas llegó a meter más de setecientos goles en
partidos profesionales, mientras que yo no llegué a marcar ni un solo gol en
los dos partidos que jugué como cadete. Y ahora que leo en los periódicos de
esta mañana las notas necrológicas y los comentarios sobre Ferencz Puskas,
comprendo por qué nunca llegué a ser como Puskas, a pesar de que yo creía
entonces que el fútbol era la cosa más seria del mundo.
Me estoy
refiriendo a los postreros años sesenta o principios de los setenta, cuando
todavía yo era un niño, y Puskas se había hecho demasiado viejo para seguir
jugando al fútbol. Por aquel tiempo, el mundo en el que yo vivía giraba
alrededor de un cuero redondo. Recuerdo que durante el tiempo de recreo en el
colegio iba con mis compañeros a jugar al fútbol, y si no había
pelota, entraba al bar para jugar al futbolín y, cuando ya regresaba
a casa por la tarde, iba pegándole patadas a las chapas de las botellas, a las
cajetillas vacías de tabaco y a las piedras del camino, y luego recogía la
merienda y el balón y bajaba a la calle a buscar a los amigos del
barrio, formábamos equipos rivales que se extendían a lo largo de la carretera
que cruzaba frente a mi casa, reventábamos botas y mocasines en apenas unas
semanas y empotrábamos el balón por las ventanas abiertas para romper los jarrones
y los platos que luego no querían pagar nuestros padres. Incluso cuando ya la
noche nos ocultaba la trayectoria del balón, y yo tenía que regresar de mala
gana a casa en el momento en que las madres se desgañitaban por las ventanas
(siempre se servía la cena en la mesa en el momento más inoportuno), yo cogía
dos pinzas de la ropa y una canica, me tumbaba sobre la alfombra del salón y
componía con la imaginación un partido de fantasía en los que jugaba a fabricar
el gol más bonito del mundo, utilizando como portería las patas de una mesita.
Por supuesto, allí tumbado sobre la alfombra, con una pinza en cada mano y una
canica rodando por el suelo, ningún jugador rival conseguía arrebatarme el
balón, y yo acababa metiendo los goles más fantásticos que ningún hincha haya
imaginado nunca. Así permanecí tumbado en la alfombra, durante tardes enteras,
hasta que cumplí los trece años. Todo lo que leía entonces era sobre fútbol:
los periódicos eran deportivos, los libros abultados y enciclopédicos trataban
sobre la historia del fútbol, no leía más que revistas editadas por los clubes
de fútbol, y el único libro serio que recuerdo haber leído con cierta extrañeza
durante aquella época era una novela de Fedor Dostoievski que se titulaba “El
jugador”, y que yo había tomado por equivocación de una estantería de libros de
mi padre. Incluso todo lo que hablaba con mi padre por aquella época giraba
alrededor del fútbol. En realidad, si lo pienso bien, yo nunca hablé con mi padre
de otra cosa que no fuera de fútbol.
Y de todas las
conversaciones que yo mantenía con mi padre, la que mejor recuerdo es la que
giraba en torno a Puskas y Zarra. Y por eso hoy, que se ha muerto Puskas, he
comenzado a pensar en mi padre, en todas las anécdotas de jugadores antiguos
que iba escuchando de su boca, y también en mi carrera frustrada como jugador
de fútbol. Porque yo sólo quería entonces ser delantero centro, ser como Puskas
o Zarra, y meter tantos goles como ellos, eso le dije a mi padre cuando me
preguntó lo que todos los padres nos preguntan cuando somos niños; y fue
entonces cuando me enteré de que los jugadores de fútbol también se morían de
hambre. Pero, en aquella época, yo no sabía lo que era morirse de hambre, pues
yo solamente me moría de ganas por ser jugador de fútbol, y mi padre, que sabía
perfectamente que nunca llegaría a ser delantero, porque sabía leerme en las
entrañas, fingía seguirme el juego y me acababa preguntando que qué tipo de
jugador quería ser. O Puskas o Zarra, era mi única respuesta, más enigmática
que ambiciosa. Había elegido, con premeditación, el nombre de aquellos dos
jugadores legendarios porque sabía que eran los delanteros que mi padre había
visto jugar cuando era joven, cuando todavía visitaba los campos de futbol para
ver a sus ídolos. Incluso para poder ganar terreno en la conversación, yo me
había inventado que había visto jugar una vez a Puskas y que en ese partido
había metido un gol fabuloso.
Aunque mi padre sabía de sobra
que yo no podía haber visto meter a Puskas ese gol, porque cuando Puskas acabó
retirándose, ya cumplidos los cuarenta años, no se retransmitían partidos por
la televisión. No, por lo menos, aquellos partidos que el viejo Puskas jugaba
con el Real Madrid, casi siempre sentado de suplente en el banquillo. Pero mi
padre hacía como que me seguía el juego, y me narraba todas las diabluras que
sabía hacer Puskas con su pierna zurda. Luego, continuaba hablándome de Telmo
Zarra, el caballero del gol, el ídolo de mi ciudad y de todo un país. Y cuando
por fin nos acercábamos al final de aquel juego, que yo tan en serio me tomaba,
era cuando me hacía la pregunta que sólo hoy, leyendo la necrológica de Puskas,
he conseguido contestar.
“Tienes que elegir”, me exigía
mi padre, “o Puskas o Zarra. ¿Quién de los dos quieres ser?”. Entonces, yo me
sentía ahogar en un mar de dudas, y me corría un nudo por toda la garganta, porque
sabía que, si contestaba a aquella pregunta, ahí acababa muriendo la
conversación. Yo le explicaba que a Zarra no le había visto jugar, que tal vez
si le hubiera visto meter algún gol, entonces sí podría decantarme. Luego le
preguntaba a mi padre que cuál de los dos delanteros le había gustado más. Y
entonces él fingía enfadarse y me decía: “no importa quién me gusta más a mí,
sino quién quieres ser tú”. Pero entonces sentía que me reconcomía todavía más
la duda, porque sabía que mientras mi padre no me diese una respuesta a aquella
pregunta crucial, yo jamás podría saber quién quería ser, pues, dependiendo de
su respuesta, yo elegiría uno u otro jugador. O bien para llevarle la contraria
y poder seguir discutiendo sobre fútbol, o bien para ponerme de acuerdo con mi
padre y poder seguir el camino que iba a indicarme con el dedo. Recuerdo que
aquella conversación acababa siempre de la misma manera: yo le narraba el gol
que había imaginado para Puskas, y se lo narraba con tantos saltos y gestos,
que se acababa riéndo, y luego me replicaba, ya medio enfadado, que todo eso
era imposible que lo hubiera hecho Puskas.
Y ahora me
entero, en cambio, que ese gol que yo le narraba a mi padre sí lo podía haber
metido Puskas, porque todos los que amamos el fútbol acabamos soñando el mismo
gol. Ahora me entero, por los comentarios de las páginas deportivas, de eso que
cuenta Alfredo Di Stéfano en el epílogo de sus memorias, que poco antes de que
los recuerdos de Puskas empezasen a ser devorados por el “alzhéimer”, cuando
todavía le quedaba algún vislumbre de lo que había llegado a ser, y aún tenía
entendimiento para llamar a su mujer y a su hija por su nombre, Alfredo Di
Stefano fue a hacerle una visita a su casa de Budapest y allí mismo le escuchó
referir un sueño que había tenido por aquellos días, una pesadilla triste en la
que había estado a punto de hacer el gol más bonito que había visto en su vida.
Di Stéfano sólo nos deja apuntado que Puskas le cuenta aquel sueño con tono
melancólico, porque en el último instante, cuando ya había hecho lo más difícil
y estaba a punto de convocar el prodigio, acaba fallando un gol que ya estaba
hecho. Es una lástima que Di Stefano no nos haya dejado más detalles de ese
sueño, pero me he imaginado tantas veces ese gol de Puskas con el que a veces
engañaba a mi padre, que nada me cuesta imaginar su sueño.
Me imagino que
alguien lanza hacia Puskas una de esas pelotas largas y medidas que siempre
pedía para marcar un gol, y también me imagino que antes de pararla con el pie,
cuando aún está girando por el aire, ya ha vislumbrado que esa pelota lleva
impreso el ímpetu del gol. Puskas avanza con la pelota pegada al pie y advierte
que, cada vez que quiere hacer un movimiento, el balón le obedece como si
llevara un imán en la punta de la bota; él va girando alrededor de la pelota, o
la pelota va girando alrededor de su pie izquierdo, y ningún defensa logra
acercarse a su campo gravitatorio. Ha entrado raudo en el área y se da cuenta
de que está ante el momento de la verdad. Ya no le queda por hacer más que lo
que siempre ha hecho con los ojos cerrados: disparar fuerte y por la escuadra.
Sabe que está a punto de meter el gol más bonito que haya metido nadie. Va a
levantar su pierna izquierda para meter ese gol que resume toda su vida, cuando
de repente oye que el portero que le sale al encuentro –acaso su amigo Carmelo
Cedrún - le está gritando algo que acaba desequilibrándole del todo: “¿qué
haces, Pancho?”, le grita, “¿qué haces?”. Pero Pancho Puskas ni sabe lo que
hace ni consigue contestarle lo de siempre- “gol, Cedrún, gol”-, porque en ese
momento crucial se ha olvidado de todas las palabras y no sabe qué
diablos hacer con la pelota. Se está dando cuenta de que su pierna izquierda ya
no le obedece, y trata de disparar con la derecha, con su pierna mala, con la
pierna que casi no ha vuelto a utilizar desde que era un niño. Es entonces
cuando levanta las dos piernas a la vez del suelo, se cae al césped y ve
horrorizado –con el horror que sólo nos invade en sueños- cómo el portero se
queda con la pelota que iba a convertirse en el gol más bonito del mundo.
Seguramente, en ese momento, se da cuenta Puskas de que está empezando a perder
la memoria y de que se ha olvidado de jugar al fútbol. Es imposible juzgar un
gol que no fue gol y que no ha visto nadie más que Puskas, pero me he imaginado
tantas veces ese gol, que puedo creerme que hubiera sido el gol más bonito del
mundo, más todavía que aquel gol que metió Maradona contra Inglaterra en el
mundial del 86.
En realidad, si
uno repasa bien esa jugada celebérrima en la que Maradona coge la pelota en el
centro del campo, avanza con ella de aquí para allá y de allá para acá,
sorteando a cuantos rivales le salen al paso, corriendo como si no llevase la
pelota y evadiéndose entre una “melé” de piernas por el camino más corto, se descubre
que Maradona no lleva la pelota pegada al pie, como parece, sino que es la
pelota la que lleva pegado a Maradona. Maradona solamente se limita a correr
detrás de esa pelota y a escoltarla; impide, interponiendo su cuerpo menudo, y
también mediante astutos ademanes en los que va dibujando filigranas
indescifrables, que los jugadores rivales tuerzan la voluntad propia que ha
asumido la pelota, una vez ha ido a parar a los pies de Maradona. De vez en
cuando tropieza un poco con el balón sin caerse -o lo empuja acariciándolo-,
como si estuviera haciendo funambulismo sobre una cuerda floja, asusta a los
que intentan robárselo, hace un amago y los requiebra, les engaña haciendo
inclinar su cuerpo hacia uno u otro lado, pero Maradona ya no tiene el control
de la pelota, sino que más bien sigue corriendo a trompicones y a gigantescas
zancadas detrás de un gol imaginario que se ha inventado unos segundos antes,
un gol que va ejecutando sin esfuerzo porque se lo sabe de memoria, un gol que,
en realidad, ha empezado a fraguar en el mismo momento en el que le dio su
primera patada a un balón o a una piedra.
Ese gol de
Maradona, como el que le veía meter a Puskas en mis sueños de niño, posee tanta
belleza que, a fuerza de ser fantástico, acaba suplantando la realidad entera,
y entonces nos ocurre que todos los demás goles que hemos visto se nos olvidan
de pronto, y ya sólo somos capaces de recordar un único gol, ese gol fuera de
serie que simboliza y compendia todos los otros goles. Uno se da cuenta de que
el gol que marcó Maradona fue una quimera que nunca existió en realidad, porque
los goles, cuanto más bonitos son, más irreales se vuelven. Es como si, en vez
de un jugador, hubiera pasado un sueño, y ese sueño nos adormece y nos embauca
solamente por el artificio del hechicero que lo ha hecho posible. Y, al
contrario, cuanto más vulgares y fáciles son los goles, más empiezan a
parecerse a la realidad de una pesadilla: los jugadores se embarullan con la
pelota, dan trompicones y están a punto de venirse al suelo, igual que la
pelota está a punto de perderse por las gradas, se suceden una serie de
carambolas chuscas, los jugadores se vuelven cómicos; a veces, incluso
interviene la espalda del árbitro, un defensa se trastabilla y quiere meter gol
en la portería que un segundo antes estaba defendiendo, mientras que el portero
intenta remediar el desbarajuste, sin conseguir más que apurar el desastre
-justo final para una comedia-, marcándose un gol a sí mismo. Todo lo que se ha
cruzado en la trayectoria de ese gol ha sido fruto del azar, a diferencia de
los goles de verdad, de esos goles que nadie se los cree, porque no han
existido más que en la cabeza del afortunado jugador que los ha urdido, una vez
ha logrado desbrozar el terreno de juego de toda intervención fortuita.
Y ahora descubro que eso mismo
debí ver yo, cuando era niño, en el gol que le inventé a Puskas. Porque ese gol
que yo creí haber visto marcar a Puskas, muy similar, probablemente, al
que marcó Maradona, o como el que estuvo a punto de meter el mismo
Puskas en uno de sus sueños, se va aclarando a medida que me voy
enterando por el periódico de las cosas que hacía Puskas después de quitarse la
camiseta con la que jugaba en los campos de fútbol, esas cosas que no me
contaba mi padre, y que yo tendría que haber visto entonces, cuando me
imaginaba el gol de Puskas; señales que me hubieran sido útiles y que
seguramente ni mi padre sabía; esa clase de anécdotas que sólo se conocen de un
hombre después de que se ha muerto.
No me interesa la barriga de
Puskas, esa barriga que había estado amasando, a fuerza de tragos de cerveza,
durante los dos años de exilio en la costa italiana, antes de fichar por el
Real Madrid con dieciocho kilos de más. Ni tampoco su estrambótica deserción,
ya con los galones de coronel, junto a un montón de jugadores de su equipo
militar, a través de las montañas austriacas, huyendo de la invasión de las
tropas rusas a la vuelta de un partido internacional. Ni siquiera me interesa
saber que Paco Gento, su compañero de habitación en el Real Madrid, le
birlaba la cartera siempre que salían a jugar al extranjero, sólo para evitar
que Puskas derramase todo su dinero entre las ávidas manos de sus compatriotas
exiliados, que montaban guardia a las puertas de los hoteles para hostigarle. Todo
esto hace que Puskas me parezca más simpático aún y confirma lo que ya ha
sentenciado esta noche Di Stefano ante las cámaras de televisión: que era mejor
persona que jugador -aunque a continuación se apresure a aclararnos que como
jugador era un genio-. Pero lo que ahora hace que la figura de Puskas se
agigante en mi imaginación es haber conocido el camino por el que logró labrar
su lado genial. Porque sólo ahora me entero del método fantástico que empleó
Puskas para aprender a jugar al fútbol.
Porque resulta que el
padre, que había sido un famoso jugador a principios de siglo, se empeñó en que
su hijo jugase al fútbol mejor que él. Se empeñó en que jugase con la pierna
izquierda, cuando todavía era diestro. Y cuando los demás jugadores dejaban el
entrenamiento, él continuaba durante horas chutando la pelota contra el
travesaño, una y otra vez, hasta que le llegaban los calambres. Y esa era la
razón de que, cuando Puskas ejecutaba tiros libres, el balón siguiese siempre
la misma trayectoria imparable, aunque el árbitro le hiciera repetir, una y
otra vez, el tiro libre. Ahora me entero de que usaba una pelota que él mismo
fabricaba con trapos y periódicos, y en la que embutía una piedra para lograr
más potencia en el disparo. Y también me entero ahora de que se calzaba un
número inferior para disparar con más dureza y poder moldear así la bota, como
si fuera una segunda piel. Y también leo, con asombro, que pasaba sus tardes de
colegial persiguiendo tranvías por las calles de Budapest, sólo para que los
defensas no pudieran darle alcance dentro de los campos de fútbol. Oigo decir a
Di Stéfano que todo lo que hacía Puskas era fantástico. Pero Di Stefano sabe,
mejor que nadie, que ya no está hablando de algo que pueda acaecer en el
terreno de juego.
Recuerdo que yo
era un niño fantasioso y soñaba con hacer cosas fantásticas, como casi todos
los niños. Y que siempre estaba mintiendo, como también sigo mintiendo ahora.
Así que la única manera que tenía de ver jugar a Puskas y de ponerme a la
altura de mi padre, era inventar que había visto jugar a Puskas. Entonces yo
creía que así podría hacerme una idea de cómo jugaba Puskas. Pero ahora que leo
las crónicas y las declaraciones de otros jugadores sobre su vida y milagros,
compruebo que no tenía la menor idea de cómo jugaba Puskas, pues tendría que
haberme imaginado lo que Puskas hacía entre bastidores, una vez que abandonaba
el campo de fútbol. Sólo entonces, visualizando aquella jugada de fantasía que
yo imaginé para Puskas, hubiera visto correr a un jugador a la pata coja, un
jugador que corre con los pies vendados tras una pelota harapienta de
periódicos y trapos, y hubiera visto a los defensas corriendo con la lengua
fuera, intentando dar alcance a un tranvía que avanza imparable para arrollar
al portero. Sólo entonces, alcanzaría a ver el término del gol, la desolada
imagen de un portero atropellado que recoge de la red el proyectil que acaba de
lanzarle Puskas por la escuadra.
Y me imagino
algunas cosas, después de leer todas estas crónicas en los periódicos de hoy.
Me imagino al padre de Puskas, al famoso jugador que fue el padre de Puskas,
paseando por una calle de la ciudad vieja de Budapest, mientras van pasando
veloces los tranvías, mientras el niño va mirándolos pasar con ganas de echar a
correr tras ellos, y le dice al padre que cuando sea mayor quiere ser el
futbolista más rápido del mundo, y correr tan rápido como esos tranvías que
cruzan por la calle, y también dice que le gustaría saber jugar con la pierna
izquierda igual que ahora hace con la pierna derecha, que le gustaría
saber pegarle al balón con la cabeza... Entonces el padre se detiene
de golpe y le dice que pare un poco, que tiene que elegir, que no puede jugar
con las dos piernas, “si intentas dar a la pelota con las dos piernas acabas
cayéndote al suelo”, le acaba advirtiendo, “o una u otra”, oye el niño que le
dice, “pero antes de elegir, tienes que probar a jugar con las dos piernas”.
Durante unos minutos el niño medita, una y otra vez, la última frase que le ha
escuchado al padre. Me imagino al niño con la mirada inyectada hacia delante y
los ojos perdidos en la trasera del tranvía inalcanzable, sintiendo débil su
pierna torpe, tensando con todas sus fuerzas los músculos de la pierna casi
tullida con la que acaba dando un patadón a una piedra del camino.
Yo quería ser
como Puskas cuando era niño, pero entonces no sabía todo lo que llegó a hacer
Puskas para jugar bien al futbol. Yo quería meter como jugador profesional los
setecientos goles que había llegado a meter Puskas. Pero el fútbol en serio
era, en verdad, otra cosa. Recuerdo que sólo llegué a jugar como cadete dos
partidos en el Erandio, el equipo de mi barrio, el mismo equipo en el que
empezó a militar Zarra. Yo jugaba de delantero y mi única función era marcar
goles, pero casi no llegué a oler la pelota. Y, no obstante, tengo el recuerdo
de haber dado la cara en aquellos dos partidos y de haber sido felicitado por
ello. Descubrí entonces lo fácil que era meter los goles con la imaginación
y lo rápido que te tiemblan las piernas apenas se desciende a un terreno
real, cuando los defensas son rivales fornidos y no compañeros de juego, ni
tampoco pinzas para tender la ropa. En el primer partido, todavía no había
conseguido tocar la pelota, cuando decidí bajar a defender una falta en mi
portería. Recuerdo que apenas tuve tiempo de colocarme debajo del travesaño,
cuando alguien lanzó un pelotazo que se colaba sin remedio por el mismísimo
hueco que tapaba mi cara. Escuché dentro de mi cabeza el zumbido que desprende
un balón cuando no se transforma en gol y produce una conmoción. Acababa de
salvar con la cara el gol que había sido incapaz de meter con la cabeza en la
portería contraria. El segundo partido no me fue mejor. Me pasé los noventa
minutos viendo volar la pelota por los aires, como si en vez de jugar un
partido de futbol estuviese jugando un partido de tenis, hasta que, por fin,
cuando ya casi estaba acabando el partido, logré hacer descender la pelota a
ras de suelo con un ligero toque de cabeza, justo en el mismo momento en que un
defensa me reventaba el ojo de una patada. El árbitro pitó juego peligroso.
Creo que, en ese momento, caído de rodillas en el suelo, cabizbajo y rodeado de
jugadores, mientras me agarraba con las manos el ojo que creía haber perdido,
me enteré de que el fútbol era precisamente eso, un juego peligroso. Era esa
clase de peligro que uno nunca tiene en cuenta cuando se pasa la vida
fabricando goles de fantasía en el campo de juegos de de su laboratorio.
Mientras me retiraba a los vestuarios con una bolsa de hielo en el ojo,
entreoía la voz de mi padre replicándome que tenía que elegir. Y lo cierto es que
de alguna manera acabé eligiendo, quizás porque ya no podía discutir con nadie
de fútbol, quizás porque ya no había en la grada nadie querido que me viese
jugar en un campo de verdad.
Ya no veo
partidos de fútbol y no tengo televisión en casa, los sábados y los domingos
trato de eludir los bares atestados de hinchas que dan saltos y gritan goles
fallidos cada cinco minutos. Ya no sé si el “pichichi” es un futbolista español
o si el “farolillo rojo” es un equipo que nunca a descendido a segunda división
y, a veces, me da por asignar a los campos de fútbol antiguos nombres de
presidentes que hace ya muchos años que han sido derrocados, pero hay días como
hoy, leyendo las páginas necrológicas de los periódicos que me anuncian la
muerte de Puskas, que se me agolpan todos los recuerdos que tengo sobre el
juego más divertido del mundo, tanto que me pongo a recordar y a ver
goles que nunca existieron, y oigo la voz de mi padre que me dice que tengo que
elegir, y me viene también al recuerdo aquel gol de Puskas, que sólo
yo recordaba cuando hablaba con mi padre, seguramente muy parecido a como él lo
soñó. He dibujado tantas veces ese gol, que ahora estoy en condiciones de creer
que es el gol más bonito del mundo, el mismo gol que me hubiera gustado meter a
mí cuando todavía jugaba al fútbol, ese gol ideal que, en verdad, era lo único
que me impulsaba a llevar siempre conmigo un balón debajo del brazo. Sólo que
yo nunca lo supe hacer real.
Y ahora que cuento todo esto
sobre Puskas, descubro que no es la necrológica de Puskas lo que estoy
escribiendo, y que no sólo es la noticia de la muerte de Puskas lo que me
emociona mientras leo el periódico de hoy. A veces, en los días como éstos de
noviembre, mientras leo los periódicos que me enseñó a leer mi padre, todavía
puedo oír cómo me dice que la prensa hay que leerla entre líneas y al revés,
acaso como he leído hoy la necrológica de Puskas. En los días como éstos en que
se muere gente que me recuerda a mi padre, todavía puedo verlo pasear de mi
brazo. Yo llevo un balón de cuero rojo que me acaban de regalar por Reyes; de
vez en cuando lo hago votar o le doy una patada. Creo que lo que de verdad
molesta a mi padre no es que juegue con la pelota sino, más bien, que me
dedique a tontear con ella. Vamos andando a lo largo del túnel de
Deusto para ir a coger el elevador que asciende hasta Arangoiti, donde me
espera mi primo Isidro sentado bajo uno de los árboles que nos van a servir de
portería. Vamos entretenidos, hablando sobre fútbol, como hacíamos siempre, y
oigo la voz de mi padre que me llama y me coge de un brazo y me detiene,
mientras el balón se pierde camino adelante, y, como si estuviera adivinando el
futuro, me mira seriamente a la cara para darme su último consejo con voz firme
y decidida: “no puedes ser las dos cosas a la vez, hijo, tienes que elegir, o
Puskas o Zarra”.
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