18 de octubre. Esta mañana al
afeitarme he detectado una arruga en el entrecejo. Y no podía creérmelo. Mi
piel tan tersa aparecía surcada por una arruga. Al principio creí que era una
espinilla; pero no, encendí el foco del espejo y allí estaba: larvada, pero
abriéndose paso. Me he pasado toda la jornada espiando a mis compañeros de
trabajo mientras buscaba en su rostro alguna arruga sospechosa. Los he visto
más viejos a todos. Es una cosa que me resulta horrible. Horrible.
20 de octubre. ¿Me estaré yo también
volviendo viejo? Nunca he observado tanto a los viejos como ahora. Se les ve
por todas partes, en los parques, en los centros comerciales: dando de comer a
las palomas o leyendo los periódicos que nos entregan en las bocas del metro.
Deberían taparse la cara, colocarse una máscara. Debería ser obligatorio que
todos nos hiciéramos un molde de nuestra cara a los veinte años para poder
encasquetarnos una máscara a los cuarenta. La cara de los viejos es repugnante.
Si no hubiera viejos en los parques, las flores no se marchitarían. Si no
hubiera viejos en los asilos, las enfermeras no envejecerían. Si los hijos no
tuvieran padres mayores, siempre seguirían siendo adolescentes. Obsesionado por
esta idea durante todo el día. No me la he podido quitar de la cabeza.
21 de octubre. La arruga existe,
por mucho que yo me empeñe en desviar la mirada. Me he propuesto no mirar
ningún espejo, pero no me sirve de nada. Veo en la cara de la gente mayor mi
propia cara avejentada. Ayer mismo, Raquel me hizo notar la arruga que trato de
ocultar. Lo dijo de pasada, mientras tomábamos café sentados en una terraza,
casi restándole importancia. Me dijo, medio sorprendida, que no la había notado
la última vez que nos vimos. Me dijo: “es ya una arruga de viejo”. Hice como
que le quitaba importancia. Le solté un tópico cualquiera mientras me salía una
risa forzada que yo interpreté como de viejo: “son los años, que no perdonan”.
Pero yo no estaba preparado para oír esto. Durante toda la charla con Raquel no
podía dejar de analizar su rostro, sin prestar atención a lo que me decía, como
si estuviera distraído mirando el móvil. “¿Por qué me miras tanto?”, llegó a
preguntarme Raquel. Ella también tenía una arruga que le tiraba del labio, la
papada caída, las ojeras más pronunciadas. Pero no se lo dije. No me atreví a
decírselo, a confesarle lo que estaba pensando. “¡Todos estáis más viejos!”, me
dieron ganas de gritar nada más abandonar el café. El mundo está más viejo, yo
estoy más viejo. Habría que acabar con los viejos.
23 de octubre. Ayer he
encontrado más arrugas. Alrededor de los ojos, en la frente. Siento que se van
abriendo grietas por las que me desmorono. Habrán estado siempre ahí, pero lo
importante es que me he fijado ahora. Hoy he estado más de quince minutos abriéndome
las carnes frente al espejo, como si me estuviera espulgando. Por la tarde, un
breve paseo por el parque: mirando niños en los columpios. Su piel de
melocotón, sus rasgos todavía floreciendo. Ellos son mi modelo. ¡Cuánto daría
por volverme niño!
25 de octubre. La arruga es
bella, me ha contestado mi psiquiatra cuando le he hablado de mi preocupación.
Si supiera lo que estoy pensando no trataría de consolarme con un eslogan tan
triste. Veo que no quiere tomarme en serio. Ahora mismo una arruga es la cosa
más fea que yo puedo encontrar cuando salgo a dar un paseo. Le he ocultado que
a veces me entran ganas de plancharme el rostro. Prefiero no confesárselo,
porque sé que entonces me tomaría por loco. En el taxi que me llevó a casa iba
todo el rato imaginándome que lo hacía. Me veía planchándome la frente en el
espejo, las patas de gallo, los lunares. Todas las arrugas iban borrándose a
cada planchada, mientras un olor a pan recién salido del horno me daba un
aspecto de bebé saludable. Mi cara surgía cálida, transformada. Luego he
sentido miedo, tal vez dolor, y no he querido seguir imaginando. Pero más
doloroso será lo que voy a tener que hacer.
26 de octubre. Lo sabía, la
arruga solo era el primer indicio. En realidad, lo sabía. Pero me he tenido que
dar cuenta hoy, precisamente hoy, el día de mi cumpleaños, al abotonarme el
botón de la camisa que me habían regalado en el trabajo. Ahí estaba el pelo
blanco en el pecho. No puede ser, me dije enseguida. Será un pelo del forro del
abrigo. Pero no. Me lo tuve que arrancar. Y resulta que es algo doloroso.
Tendré que hacer esto mismo todos los días, como una tarea más, como afeitarme
por las mañanas. Será una autentica tortura. Me depilaré, si ésta es la única
manera de conservarme joven, de no cumplir más años. Porque no pienso llegar a
viejo. Me suicidaré, si es preciso.
28 de octubre. Hoy me he
depilado el pecho. ¡Qué mal lo deben pasar las mujeres! Creo que también me voy
a afeitar la cabeza, pues más vale prevenir. Ayer. en la droguería, me han dado
una crema que quita todas las arrugas. He engañado a la dependienta y le he
dicho que eran para mi mujer. Me ha vendido un lote entero y me ha envuelto
todo en papel de regalo. Una leche antiarrugas para reducir las líneas de
expresión y otra hidratante para purificar la piel. Sólo tengo que aplicar las
cremas una vez al día, pero yo me las he untado dos veces. Por la mañana y por
la noche. Tendré que levantarme más temprano a partir de ahora. Pero los paseos
al anochecer por el parque me cansan demasiado. Me acuesto cada vez más tarde.
Y no consigo dormirme enseguida. Le doy vueltas a la idea, mientras doy vueltas
y vueltas en la cama.
29 de octubre. Hoy he ido a la
óptica en un descanso en el trabajo y me he pasado diez minutos leyendo letras
de distinto tamaño. Me ha dicho el dependiente de la óptica, al final, que no
necesito gafas. Le he insistido en que me hiciese otra vez la prueba. “No puede
ser, necesito gafas”, le he dicho, casi enfadado. Se ha quedado perplejo. Al
final me he llevado unas gafas de sol y creo que ha sido una idea genial. No sólo
me tapará la arruga del entrecejo, sino que además impedirá que se me vean las
patas de gallo. Y se me ocurren más ideas como ésta, siempre cuando paseo por
el parque. Cientos de ideas para combatir las arrugas. ¡No me van a poder
vencer! Al salir me he mirado en un espejo de un escaparate. Me he visto
haciendo una mueca rara con la boca. Y entonces me he dado cuenta. Es mejor que
no haga gestos. No debo hacer ni un solo gesto. Es la única manera de atajar la
epidemia de las arrugas. A partir de ahora, proponerse firmemente no reír
nunca, no enfadarse, no fruncir el entrecejo. Hay que vencer las emociones. Ser
frío como un témpano. ¿No dicen que el hielo conserva? Hay que pensar
menos. Mejor no pensar nada. Sólo en las arrugas. Concentrarse en ellas. Seré
eternamente joven. Y creo que he encontrado la fórmula.
30 de octubre. Encuentro
memorable por la mañana con un viejo que acababa de salir de un club de
jubilados. Una lástima; mañana ya no lo veré. Se va junto a otra hija para
pasar tres meses de vacaciones en su casa. Cuatro ciudades distintas al año. Si
hubiese permanecido más tiempo en la ciudad, yo habría puesto fin a su
peregrinaje. Al despedirme, le he estrechado la mano con todas mis fuerzas, con
saña. Fue sólo un instante, pero vi cómo su cara se ponía pálida, como si le
estuviera absorbiendo la sangre. La mía afluía en cambio primaveral, loca. Me
quedó la mano caliente, la cara sonrosada, la cabeza fría. Durante el resto del
día: excitado, hiperactivo. No he parado de hacer cosas. Me he movido por toda
la ciudad como si tuviera diez años menos. Estado de buen humor; casi
beatífico.
3 de noviembre. Hoy he aparecido
por la oficina con la cabeza rapada y me han preguntado todos si me ha ocurrido
algo, si me ha sentado mal el puente que me he tomado este fin de semana. He
estado soberbio, totalmente inexpresivo. A veces, me admiro de mi fuerza de
voluntad. Han contado un chiste y no me he reído. Y eso que me estaba partiendo
de risa por dentro. Montañés me ha preguntado si lo había entendido. He
afirmado con la cabeza, sin pestañear. No hace falta ni mover los labios. Me he
excusado diciendo que tengo una conjuntivitis, que no me puedo quitar las gafas
de sol. Con ellas me siento más seguro. A través de ellas los veo más viejos,
cada vez más viejos. Es como si las gafas ahumadas me mantuviesen a distancia
de esa peste que los contamina. Mientras tanto, creo que me estoy volviendo
joven.
5 de noviembre. Sigo
frecuentando a los viejos en los parques. Noto que me atrae su olor a colonia
de nenuco, sus andares cansinos, sus gestos de niño travieso que empieza a dar sus
primeros pasos. Me siento en los bancos junto a ellos y trabo conversación. Son
tan débiles y yo, en cambio, tan fuerte... Al despedirme, he estrechado con rabia
la mano de varios viejos que estaban jugando a la petanca. A alguno ya sólo le
quedaba un hilillo de vida. ¿Pero cómo cortarlo de un solo tajo para que su
muerte me dé más vida? He pensado mucho en este enigma. La piedra filosofal la
tengo en mis manos. Y yo sin darme cuenta.
8 de noviembre. Creo que llevaré
a cabo la idea que me ha estado rondando todos estos días. Con ella me liberaré,
por fin. Es demasiado audaz, lo sé, pero a grandes males, grandes remedios. El
encuentro con todos estos viejos en el parque me ha confirmado en mi idea. Hoy
me he quedado como una hora sentado a gusto en uno de sus bancos, con una
sonrisa de oreja a oreja, mientras iba dando vueltas a la idea y, entonces, vi
claro que no me quedaba más remedio que hacerlo. No me va a quedar más remedio
que hacerlo.
9 de noviembre. Por fin lo he
hecho. Su rostro era un puro pergamino amarillo. Lo elegí entre muchas víctimas
posibles. Durante muchas noches seguidas me he estado apostando en los parques
y he sabido esperar mi momento. Por espacio de media hora, sentado en un banco,
me estuvo refiriendo su vida. Como si se me confesase. Sus memorias, sus sueños…,
todos tuvieron ahí su punto final. No debía ser muy mayor, pero qué viejo
estaba: chupado. Yo lo chupe más. Lo absorbí. Mis manos fueron lo último que
vio mientras lo succionaba. Oí cómo crujía la nuez, pero no gimió, no pataleó.
Ni siquiera se enturbiaron sus ojos grises. He aspirado su aliento mientras se
asfixiaba y me he sentido hinchado: me ha entregado la fuerza de su alma.
Mientras él se iba poniendo amoratado, a mí se me subían los colores por el
rostro. Era lo que pensaba. Todavía estoy henchido, lleno, entero. Llevo cuatro
horas despatarrado sobre la cama, como en éxtasis. Sólo los viejos saben morir
de esa manera. Como si estuvieran esperando, esperándome a mí. Está claro. Son
elegantes. Me gustó cómo se ha comportado, casi ayudándome, haciéndomelo fácil.
Allí lo dejé sentado en el banco, como si estuviera dando una cabezada. Mañana
hojearé los periódicos.
10 de noviembre. Solo he dormido
tres horas y, sin embargo, me he levantado de un salto, pletórico, para ir a
buscar el periódico. No tienen pistas. No saben nada de nada. No tienen ni
idea. Y soy yo. ¡Yo! Con mis propias manos. Las he visto hoy más limpias, más
blancas, más puras. No he sido capaz de esperar a la noche para escribir en el
diario. Hoy no iré a trabajar. De alguna manera hay que celebrarlo.
12 de noviembre. No sólo son las
manos las que están más tersas. Hoy he ido al trabajo sin gafas de sol, después
de estar dos días sin aparecer. Mis ojos brillaban con un fulgor extraño. ¿Me
han preguntado si ya se me ha pasado la conjuntivitis? Y me he reído, cómo me
he reído: sin parar. Me tenían que decir ellos que parase. Ellos, dándome
golpes en la espalda para que me calmase. Y he sido yo el que se ha atrevido a
contar un chiste. ¿Me estará poniendo también de buen humor? El vigor se tiene
que notar no sólo en el cuerpo. Mañana por la noche me daré otro paseo por el
parque.
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