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PENSAMIENTOS 19. Emil Cioran (II) "Pensamientos estrangulados"

 



Emil Cioran fue un pensador rumano nacido en 1911 en un pueblo de Transilvania, que estudió la carrera de Filosofía y Letras en Bucarest y que antes de salir de su país para vivir en París se dejó tentar por los cantos de sirena del movimiento nazi y llegó a militar en una círculo fascista. Antes de demostrar que dominaba por escrito la lengua francesa como pocos, ya había publicado en su propia lengua rumana algunos libros, más bien de índole mística, con ese misticismo herético que sería peculiar de Cioran y que acabaría enemistándolo con su padre, un pope ortodoxo. Salió de su país con la idea de instalarse en España, país que le fascinaba, especialmente por sus cimas místicas -Teresa, Juan de Yepes-, pero al final se quedó en Paris malviviendo sin ejercer nunca una profesión conocida: se dedicaba a deambular por las calles mientras platicaba con vagabundos y prostitutas y malcomía en comedores universitarios a los que accedía con las becas que ganaba. A partir de 1957, en que publicó Breviario de Podredumbre, por el que recibió un premio, ya no iba a abandonar la lengua francesa como instrumento verbal de sus pensamientos y tampoco iba a aceptar más premios. Se dedicó a vivir al margen de cualquier reconocimiento institucional y rara vez se dejaba abordar para una entrevista. Fue Fernando Savater, que llegó a traducir alguno de sus libros y que escribió un ensayo sobre su obra, quien iba a difundirlo en España con una famosa antología de textos publicada en Alianza Editorial y titulada "Adiós a la filosofía". En ella se vislumbraba un pensador original y escéptico, al margen de escuelas y sistemas, pero amante de la filosofía marginal, que alegaba haberse desafectado de la filosofía académica porque era incapaz de ver en los pensadores oficiales un solo acento humano: todos, salvo Sócrates y Nietzsche, habían acabado bien, algo que hacía poco recomendables a los representantes de la filosofía. Frívolo y disperso, aficionado a todos los campos, como el decía, no conocía a fondo más que el inconveniente de haber nacido. Así que su filosofía era de un elegante pesimismo, que atacaba a Tirios y Troyanos, que desconfiaba de los sistemas y de cualquier tipo de fanatismo y que en definitiva lo condenaba todo, por condenar en primer lugar la vida, a la que en alguno de sus textos definió como esa epilepsia de la materia que nos vuelve a todos locos. Escribió libros contra la Historia, contra las utopías y en general contra la vida: blasfemo sin igual, acabó convirtiéndose en un predicador del suicidio como antiveneno para todos los males del hombre. A pesar de sus predicaciones, no llegó a seguir el ejemplo y logró alcanzar los 84 años de edad sin mayores percances que un Alzheimer  qué hizo que diese con sus pies en una residencia de ancianos, donde falleció un 20 de junio de 1995. Los aforismos que aquí se seleccionan están extraídos del libro "El aciago demiurgo".



Sólo es subversivo el espíritu que pone en tela de juicio la obligación de existir; todos los otros, empezando por el anarquista, pactan con el orden establecido.

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Mis preferencias: la edad de las cavernas y el siglo de las luces.

Pero no olvido que las grutas han desembocado en la Historia y los salones en la guillotina.

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Se está acabado, se es un muerto en vida, no cuando se deja de amar, sino de odiar. El odio conserva: en él, en su química, reside el "misterio" de la vida. Por algo es el mejor tónico nunca encontrado, tolerado además por cualquier organismo, por débil que sea.

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Hay que pensar en Dios y no en la religión, en el éxtasis y no en la mística.

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El espíritu no avanza más que si tiene la paciencia de dar vueltas sobre sí mismo, es decir, de profundizar.

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Lo que corresponde a quien se ha rebelado demasiado es no tener ya energías más que para la decepción.

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No hay afirmación más falsa que la de Orígenes, según la cual cada alma tiene el cuerpo que se merece.

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En todo profeta coexisten el gusto por el futuro y la aversión por la dicha.

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Desear la gloria es preferir morir despreciado que olvidado.

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El sentimiento de maldición lo conoce sólo aquel que sabe que lo experimentaría en el mismo corazón del paraíso.

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Todos nuestros pensamientos están en función de nuestras miserias. Si comprendemos algunas cosas, el mérito es sólo de las lagunas de nuestra salud.

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Sólo en la medida en que no nos conocemos podemos realizarnos y producir. Es fecundo quien se engaña sobre los motivos de sus actos, aquel a quien repugna pesar sus defectos y sus méritos, quien presiente y teme el callejón sin salida al que nos conduce la visión exacta de nuestras capacidades. El creador que llega a ser transparente para sí mismo, ya no crea: conocerse es ahogar sus dones y su demonio.

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Lo que se llama "fuerza de alma" es el coraje de no figurarnos de otro modo nuestro destino.

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El psicoanálisis llegar a estar un día completamente desacreditado, de eso no cabe duda. Pero eso no impide que haya destruido nuestro últimos restos de ingenuidad. Después de él nunca se podrá volver a ser inocente.

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Bien mirado, es más agradable verse sorprendido por los acontecimientos que haberlos previsto. Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha, ¿Cómo afrontar la desdicha misma? Casandra se atormentaba doblemente: antes y durante el desastre, mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia.

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La desaparición de los animales es un hecho de una gravedad sin precedentes. Su verdugo ha invadido el paisaje; no hay lugar más que para él. !El horror de contemplar un hombre donde podía verse un caballo!

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Lo que comúnmente se llama "tener aliento" es ser prolijo.

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La locura no es quizá más que un pesar que no evoluciona.

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El escéptico es el hombre menos misterioso que hay y, sin embargo, a partir de un cierto momento, ya no pertenece a este mundo.

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Incurable: adjetivo honorífico del que no debería beneficiarse más que una sola enfermedad, la más terrible de todas: el Deseo.

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Se llama injustamente imaginarios a los males que son por el contrario muy reales, puesto que proceden de nuestro espíritu, único regulador de nuestro equilibrio y de nuestra salud.

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Sufrir es producir conocimiento.

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En la vida de todos los días, los hombres actúan por cálculo; en las opciones decisivas, obran a capricho y nada se comprende de los dramas individuales ni colectivos si se pierde de vista este comportamiento inesperado. Que nadie se interese por la historia si no percibe con qué rareza se manifiesta en ella el instinto de conservación. Todo ocurre como si el reflejo de defensa sólo funcionase ante un peligro cualquiera y cesase ante un desastre de gran talla.

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"No comas nada que no hayas sembrado y cosechado con tu propia mano"; esta recomendación de la sabiduría védica es tan legítima y tan convincente que, por rabia de no poder conformarse a ella, quisiera uno dejarse morir de hambre.

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Cuando Pirrón dialogaba con alguien, si su interlocutor se iba, continuaba hablando como si no hubiese pasado nada. Sueño con esta fuerza, de indiferencia, con esta disciplina del desprecio, con una impaciencia de trastornado.

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La crueldad, nuestro más antiguo rasgo, es rara vez calificada de adoptada, simulada o aparente, denominaciones propias, por el contrario, a la bondad, que, reciente, adquirida, carece de raíces profundas: es una invención tardía, intransmisible, que cada uno se empeña en reinventar y no lo logra más que por fogonazos, en esos momentos en que la naturaleza se eclipsa, en que uno triunfa sobre sus ancestros y sobre uno mismo.

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En teoría, me importan tan poco vivir como morir; en la práctica, estoy desgarrado por todas las ansiedades que abren un abismo entre la vida y la muerte.

Los animales, los pájaros, los insectos, lo han resuelto todo desde siempre. ¿Por que intentar hacerlo mejor? A la naturaleza le repugna la originalidad, rechaza y execra al hombre.

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Mediocridad de mi pesar en los entierros. Imposible compadecer a los difuntos; inversamente, todo nacimiento me precipita en la consternación. Es incomprensible, es insensato que se pueda enseñar un bebé, que se exhiba ese desastre virtual y que se alegre uno de él.

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Tomarla siempre con uno mismo es dar pruebas de una gran preocupación por la verdad y la justicia; es alcanzar y golpear al verdadero culpable. Desdichadamente, es también intimidarle y paralizarle y, por eso mismo, hacerlo incapaz de mejorarse.

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Ya se trate del individuo o de la humanidad en su conjunto, no se debe confundir avanzar y progresar, a menos de admitir que ir hacia la muerte sea un progreso.

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La dicha es estar fuera, caminar, mirar, amalgamarse con las cosas. Sentado, cae uno presa de lo peor de sí mismo. El hombre no ha sido creado para estar clavado a una silla. Pero quizá no merecía nada mejor.

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Mientras se envidia el éxito de otro, aunque fuese un dios, se es un vil esclavo como todo el mundo.

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Si creemos a Tolstoi, no habrá que desear más que la muerte, pues este deseo, como se realiza infaliblemente, no es un engaño como todos los otros.

Sin embargo, ¿acaso no es la esencia del deseo tender hacia cualquier cosa, salvo la muerte? Desear es no querer morir. Así, pues, si uno se pone a desear la muerte es que el deseo se ha vuelto contra su función propia; es un deseo desviado, erguido contra los otros deseos, destinados todos a decepcionar, mientras que él mantiene siempre sus promesas. Apostarle a él es jugar sobre seguro, es ganar de todas maneras: no engaña, no puede engañar. Pero lo que esperamos de un deseo es, precisamente, que nos engañe. Que se realice o no, eso es secundario; lo importante es que nos dismule la verdad. Si nos la revela, falta a su deber, se compromete y reniega de sí, y debe, por lo tanto, ser tachado d ela lista de los deseos.

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Los otros no tienen la sensación de ser charlatanes y lo son; yo... lo soy tanto como ellos, pero lo sé y sufro.

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Todo acto, en tanto que acto no es posible más que porque hemos roto con el Paraíso, cuyo recuerdo, que envenena nuestras horas, hace de cada uno de nosotros un ángel desmoralizado.

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El caído es un hombre como todos nosotros, con la diferencia de que no se ha dignado a jugar el juego. Le criticamos y le huímos, le guardamos rencor por haber revelado y expuesto nuestro secreto, le consideramos a justo título como un miserable y un traidor.

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La sabiduría disimula nuestras heridas: nos enseña a sangrar a escondidas.

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Todo lo que nos sucede, todo lo que cuenta para nosotros, no tiene ningún interés para otro: a partir de esta evidencia tendríamos que elaborar nuestras reglas de conducta. Un espíritu reflexivo debería borrar de su vocabulario íntimo la palabra acontecimiento.

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Quien no ha muerto joven, merece morir.

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Hacer hincapié en un acto, aunque fue incalificable, inventarse escrúpulos y atascarse en ellos, demuestra que todavía uno hace caso de sus semejantes, que gusta de torturarse a causa de ellos. 

... No me tendré por liberado más que el día en que a ejemplo de los asesinos y de los sabios, haya limpiado mi conciencia de todas las impurezas del remordimiento.

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Ver en la calumnia de las palabras nada más que palabras es la única manera de soportarla sin sufrir. Desarticulemos cualquier opinión que tengan contra nosotros, aislemos cada vocablo, tratémosle con el desdén que merece un adjetivo, un sustantivo o un adverbio.

...Y si no, liquidemos inmediatamente al calumniador.

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Nuestras pretensiones del desapego nos ayudan siempre no a parar los golpes, sino a "digerirlos". En toda humillación hay un primer y un segundo tiempo. En el segundo es cuando se revela útil nuestra coquetería con la sabiduría.

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El lugar que uno ocupa en el "universo":!un punto, y ni siquiera! ¿Por qué zarandearse cuando visiblemente se es tan poco? hecha esta constatación se calma uno en seguida: en el futuro, no más preocupaciones, no más alocamientos metafísicos o de otra clase. Y, después, este punto se dilata, se hincha, sustituye al espacio. Y todo vuelve a empezar.

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Lo que perdura de un filósofo es su temperamento, lo que hace que se olvide, que se entregue a sus contradicciones, a sus caprichos, a reacciones incompatibles con las líneas fundamentales de su sistema. Si aspira a la verdad, que se emancipe de toda preocupación de coherencia. No debe expresar más que lo que piensa y no lo que le ha decidido a pensar. Cuanto más vivo esté, más se dejará ir a su grado y no sobrevivirá más que si no tiene ninguna cuenta de lo que debería creer.

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No podemos soportar una afrenta más que imaginando las escenas de la revancha, del triunfo que tendremos un día sobre el miserable que nos ha pisoteado. Sin esta perspectiva, caeríamos presa de trastornos que renovarían radicalmente la locura.

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Para encontrarse de nuevo, no hay nada como ser "olvidado". Nadie viene a interponerse entre nosotros y lo que cuenta. Cuando más se apartan los otros de nosotros, más trabajan en nuestra perfección: nos salvan al abandonarnos.

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Lo que debe hacer soportable la vejez es el placer de ver desaparecer uno a uno a todos los que han creído en nosotros y a los que ya no podremos decepcionar más.

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Contrariamente a lo que suele alegarse, los sufrimientos nos apegan, nos clavan a la vida: son nuestros sufrimientos, nos halaga poder soportarlos, testimonian de nuestra condición de seres y no de espectros. Y tan virulento es el orgullo de sufrir que no es superado más que por el de haber sufrido.

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Tomar conciencia de nuestra completa, de nuestra radical destructibilidad, en eso mismo reside la salvación. Pero es ir contra nuestras tendencias más profundas sabernos a cada instante destructibles. ¿Será la salvación una hazaña contra natura?

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Frívolo y disperso, aficionado en todos los campos, no habré conocido a fondo más que el inconveniente de haber nacido.

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Se debería filosofar como si la "filosofía" no existiese, a la manera de un troglodita deslumbrado o espeluznado por el desfile de plagas que se desarrolla antes sus ojos.

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Las ratas, confinadas en un espacio reducido y alimentadas únicamente de esos productos químicos de los que nosotros nos atracamos, se hacen, según parece, mucho más perversas y agresivas que de ordinario.

Condenados, a medida que se multiplican, a amontonarse unos sobre otros, los hombres se detestarán mucho más que antes, incluso inventarán formas insólitas de odio, se despedazarán entre sí como nunca lo hicieron y estallará una guerra civil universal, no motivada por reivindicaciones, sino por la imposibilidad en que se encontrará la humanidad de seguir asistiendo al espectáculo que se ofrece a sí misma. Ya desde ahora, si, durante un instante, vislumbrase todo el futuro, no iría más allá de ese instante.

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Habría que decirse y repetirse que todo lo que nos alegra o nos aflige no corresponde a nada, que todo es perfectamente irrisorio y vano. 

... Pues bien, me lo digo y me lo repito cada día y no por ello dejo de alegrarme o afligirme.

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Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro.


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