Me llamó por teléfono mi primo para decirme que había venido el rey a visitar la ciudad y que daba audiencia en la plaza mayor: todos teníamos que presentarnos allí para besarle los pies. Al principio me entró la risa, pero una vez hube colgado, me imaginé en genuflexión besándole los pies y me entró un escalofrío. Porque si todos íbamos allí a besarle los pies, se sabría sin duda que yo también había sido partícipe, y para mí se trataba de una bajeza que no debía trascender. Se me ocurrió la idea de huir a otra ciudad para salir del país y evitarme aquel bochorno, pero cuando llamé a la estación me dijeron que ya no quedaban billetes para ninguno de los trenes. Me pregunté si estábamos huyendo todos o nos estaban cerrando la salida.
Empaqueté veloz cuatro cosas en una mochila y salí escopetado de casa dispuesto a huir a pie, pero nada más pisar la calle descubrí que la cosa estaba complicada, pues todas partes discurrían coches lentos con megáfonos que difundían la noticia con un estrépito de marcha real. Muchas calles estaban cortadas por retenes de personas que iban de paisano con un brazalete y pidiendo la documentación. Me di cuenta de que lo hacían con educación; sólo querían reconducir a la gente hacia la recepción del rey. Me caía antipático: se había fugado del país cuando estaba en guerra y ahora venía eufórico a repartirnos la paz. El nos estrechaba la mano y nosotros, a cambio, debíamos besarle el pie. Reculé a casa con disimulo, mirando bien que no me viese nadie traicionar la causa. Aquello me parecía una pesadilla, así que tan pronto volví a entrar por la puerta me eché a dormir en la cama, a ver si con aquella operación por fin me despertaba. Suelo dormir a pierna suelta cuando tengo algún problema que resolver. Pero esta vez no me dio resultado y el problema continuaba allí. El timbre de la puerta me había despertado apenas me hundí en el sueño y yo ya me temía lo peor. Miré el teléfono que había dejado en la mesilla y tenía un número escalofriante de llamadas perdidas: el timbre no dejaba de sonar y escuchaba un alboroto con sordina que procedía de la calle a través de las ventanas. Leí con aprehensión el último de los mensajes, mientras iba hacia la puerta de la calle. "¿¿DONDE TE HAS METIDO??; !!!SÓLO FALTAS TÚ!!!", me echaba en cara mi primo. Pensé que era una broma. ¿Acaso nos habían contado a todos? ¿Había sido yo el único que no se había presentado a la comitiva del besapiés? Detrás de la puerta se oían cuchicheos, y entre el sonido del timbre y el de los mensajes del teléfono martilleándome, me hallaba cada vez más aturdido. Había cerrado la puerta con llave y no era capaz de encontrarla. Cuando la encontré, me hice el remolón: me daba miedo encontrarme con la cara de los grandes retratos detrás de la puerta. Ningún vecino podía ser, si estaban todos en la recepción. Puse el ojo en la mirilla, pero sólo vi un cuerpo robusto que me daba la espalda y pensé en un agente secreto de su séquito. Nunca quieren que les vean el rostro para poder guardar el secreto. Y sin embargo me había equivocado, abrí la puerta y allí estaba su majestad más sola que la una y con un maletín de mano, y mientras miraba su cuerpo de gigante parado en el umbral, me puse a calcular cuanto se tendría que agachar para encajar por el marco, y si yo tendría que agacharme más todavía, e incluso si debería ahí mismo aprovechar para besarle los pies por encima del felpudo y quitarme ya de encima aquella visita incómoda. Me saludó con lo que me pareció una sonrisa de moneda falsa y se excusó informándome de lo mucho que le había costado dar esquinazo a su séquito para poder subir solo. Aquella referencia a un destino común dándo esquinazo a todo el mundo le franqueó la puerta. Además, tenía algo importante que transmitirme. Pensé en un tirón de orejas y le dije amoscado que pasase. Le invité a que se sentase en un sofá del salón, pero me contesto que él siempre hablaba de pie. Pensé: si está de pie puede coger más impulso para darme una patada cuando le fuera a besar los pies. Quise excusarme alegando que me había quedado dormido. "!Despierta! !Despierta!", me gritó agarrándome violentamente por las solapas, "Tenemos que hacerlo ya". Se le veía inquieto, muy nervioso, como si se le fuera a escapar del puerto el último barco. Le pregunté intrigado, temiéndome lo peor, qué era lo que teníamos que hacer. Puso el maletín en la mesa, me dio la espalda mientras hurgaba en la combinación y oí saltar la tapa como un resorte: se me pusieron los pelos de punta cuando vi que dentro había una daga enjoyada y una corona no menos impresionante. "El traspaso", me dijo, "el traspaso". Aunque no comprendía nada, le entendí a la primera, pero tuve que rehusar: le conteste, mientras me erguía un poco de puntillas, que yo era anarquista. Él se encogió de hombros, como si diese por sentado que todos sus súbditos eran anarquistas. Siempre fue muy campechano. "Precisamente", me contestó dándome un discurso, "el reino solo puede reinstaurarse cuando comience a reinar el caos". Aquella alusión a mi carácter desordenado me hirió vivamente, estaba dispuesto a llevarle la contraria. Le miré asombrado y le dije que en ese caso no necesitaba corona. "Perfectamente", me dijo, "entonces tampoco necesitará ya la daga". Fue entonces cuando me pareció más descortés, porque sin despedirse ni nada, corrió hacia la ventana que estaba abierta y desapareció. Se desvaneció en el aire como si hubiera sido el fantasma de una antigua dinastía. Fuera oí gritos: "!Viva el Rey"! Fue así como me enteré de que había muerto.
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