Era casi una niña y llegó con un trombón preparándose para tocar, para nosotros que estábamos allí parados sin hacer nada, bebiendo nuestro café o tequila en la terraza del bar y sorbiendo el sol y el aire. Colocó en el suelo un pequeño vaso de cartón para nuestras dubitativas monedas. Cuando ya se iba a colocar la boquilla en los labios, algo debió ver por encima del cielo a donde lanzó su mirada, porque dejó su instrumento quieto un instante colgado de su brazo como un gabán, un laberinto de tubos dorados que eran prolongación de sus entrañas, posó su mirada sobre alguna de las mesas como si pasase lista y nos dijo hola. Irguió el busto para dejar escapar su tenue vocecita. Sólo queríamos escuchar el trombón o ni siquiera eso, y ella trizó el silencio con palabras: "La melodía que voy a tocar con mi trombón", nos dijo, "no la ha tocado nadie ni se volverá a tocar. Aquí se va a quedar y yo me iré, pero esta canción me la trae el aire de esta plaza y yo la cojo y os la doy". Volvió a agarrar el trombón para embocar sus labios mientras cerraba los ojos; algunos dejaron de mirarla, ya habíamos escuchado muchos embaucamientos como ese para sacarnos el dinero. Los que habían vuelto a sus cosas las interrumpieron al oír que se rasgaba el aire, con la boca abierta los que estaban hablando, el periódico abandonado en la mesa los que lo leían, absortos en algo bello por fin los solitarios: el aire quedó petrificado como una bóveda en el cielo, haciendo rebotar los ecos de los acordes de pared en pared, sus labios no paraban de desaguar un aire mago por la embocadura, iba creciendo y decreciendo el tubo como si su corazón lo bombease, hasta que notamos que aquel sonido entrelazado nos atravesaba el pecho: tras pájaros cantarines volaban nuestros oídos por la copa de los árboles, los ojos inyectados en pupilas de colores, con la lágrima alguno a punto de humedecer la cara, muchos con la sonrisa idiota sin saber de dónde. Se hizo un silencio enorme que nos descoyuntó la tarde, como si la noche se hubiera dilatado hasta volvernos lunáticos: éramos lobos aullando sedientos de canciones. Uno se levantó de la silla porque quiso aplaudir y todos nos pusimos en pie. Hubo un estrépito metálico y cristal, eran copas desbordadas, cucharillas precipitándose fuera de su taza, era la ceniza espolvoreada desde algún cigarro ya apagado. Era que todos estábamos en pie y queríamos seguir a la mujer del trombón que ya se iba con su música de parte a parte, y estábamos ahí clavados, vacíos de palabras, pero con un gran furor en el pecho: había llegado el instante de la nostalgia por la tarde ida y por la chica que marchaba y la canción perdida.
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