Le empezaron a crecer las orejas a partir de los setenta años, a la vez que iba perdiendo oído. Ya en los partidos que seguía por la radio sólo oía bien cuando marcaban gol y aquellas bocas familiares que ante le susurraban, ahora se desquijaraban y le llegaban sus gritos como sumidos en el silencio de un largo túnel. En su ochenta cumpleaños, por tratarse de un aniversario especial, alguien le tiró de sus orejas de setter y tuvo que tatarear para sí el cumpleaños feliz que le cantaron al unísono unas bocas sonrientes que apenas pudo descifrar. Cuando por fin, pasados los noventa, estaba casi sordo con las orejas más largas del mundo, una tormenta de verano llena de resplandores le anunció que la muerte venía a visitarle, pues vio claramente a través de la ventana de su casa un relámpago que le atronaba los oídos, como si hubiera batido la última ola en la cabeza bamboleante de un náufrago, y entonces notó que sus orejas se empequeñecían hasta hacer su cuerpo más etéreo, er...
Bitácora de Poesía y Pensamiento