La vi asomada a
la ventana de una galería mientras me ataba los cordones de una deportiva, sentado
en un banco. Siempre consideré aquella parada como una caída, un terrible
tropezón mientras corría por el parque de Vallehermoso. Me fijé en ella porque
me gustó, sin que sepa aún hoy decir que fue lo que me gustó. Pero si se me
preguntase cuál fue el instante más placentero que me ha provocado la visión de
una mujer desconocida, sí sé que elegiría aquel en que ella me miraba con
atención asomada a la ventana - y por eso me fijé en ella, me parecía que me
había reconocido desde mucho antes de que yo llegará al banco y que era como si
ya me estuviese esperando-. Creí notar que llevaba una especie de camisón azul,
o tal vez un mínimo sujetador que dejaba entrever un bulto palpitante al que yo
también me asomaba. En aquel momento éramos tan sólo dos seres asomándonos a
nuestras respectivas ventanas, dos mónadas sincronizadas comunicándose con
señas mudas. Conté el cuarto piso, no sabía si izquierdo o derecho, conté
el portal número 1 de la calle Ramiro III y también los escasos segundos que me
separaban de una carrera veloz hasta alcanzar su puerta a través de las
escaleras -pues el ascensor, que ya presumía incordiándome, lo veía como un
trasto lento y pesado que se interponía entre mi deseo y su cuerpo-, pero se me
insinuó con un gesto que tenía algo de evasivo, mientras dejaba cerrar
lentamente el batiente de la ventana, y trunqué bruscamente mi impulso, sintiendo
que me carcomía la duda de si, al retraerse al interior de la habitación, ella me
había invitado a correr más rápido para llamar al timbre -que ahora me
imaginaba una aldaba antigua, que hacía sonar imperiosa con toques recios o
incluso directamente en la puerta, con los nudillos casi sangrando, soy así de
fantasioso-.
Me quedé, pues,
desolado de tanta frustrada fantasía, allí solo en el banco mientras miraba hacia
la ventana con exasperante melancolía. No existía entre la calle y el parque
nada más que yo, la galería y la mujer aquella que tanto me hechizaba y que
acababa de alejarse de ella, aunque tuve tiempo de fijarme en uno de los coches
que había conseguido aparcar en el portal de al lado. Seguramente -y eso lo comprendí
mucho después- ya habían empezado a aporrear su timbre desde abajo mientras yo
me imaginaba aporrear su puerta. Durante un par de minutos – fue alguno más o
quizás largos segundos, no sé- estuve rememorando, incluso con los ojos
cerrados, los rasgos placenteros de su cara, los cabellos con mechas de fuego
ondeando al aire hasta incendiar mi pecho, unos grandes óvalos negros que
resplandecían al sol de la mañana, una nariz ínfima y respingona con las
ventanas tal vez hinchándose, unos labios gruesos que juro haber querido besar
en ese momento que no podía postergar, lo que me hacía más lacerante su
desaparición. Corregí la pintura de su cara cuando la vi más tarde, unos
segundos o un minuto más tarde, descorrer la cortina con premura, y seguía -o
creí que seguía- mirándome, mientras sus manos maniobraban en el picaporte y
miraba levemente hacia abajo, no hacia la calle -desde donde seguramente ya le
llegaban, sin verlo, los timbrazos que debía escuchar como sirenas de alguna
ambulancia-, sino allí donde había un cartel negro adosado al panel inferior de
la galería tras el que estarían sus pies -que yo suponía pisando el parqué
descalzos-, pero en el que no me había
aún fijado del todo, o por lo menos no había enfocado aún mis lentes hacia sus
letras blancas y difusas -que hasta entonces me había parecido que ponían
"STOP DESPACIO", y que yo debí haber confundido con el anuncio de una
autoescuela-. Para cuando con las gafas ya en la cara acabé descifrando que
ponía STOP DESAHUCIOS, pude examinar su nueva cara -que era nueva de verdad,
porque me parecía otra, quizás su hermana o una hija mayor-, y entonces sus
ojos no me parecieron grandes, sino rasgados y contraídos por el dolor y
seguramente empañados, ya no resplandecientes por el brillo del sol, y vi que
sus labios se habían sumido como en un grito de dolor, ya con la boca
entreabierta, como la ventana, que cada vez se abría más, como si la quisiera defenestrar
sobre la calle, y hasta me pareció ella más alta que antes -desmesuradamente
alta para mi gusto, me dije- y, mientras seguía elevándose y asomándose cada
vez más, me di cuenta de que con un gesto de pudor yo retiraba la vista de su
pecho y no me atrevía a mirar sus caderas, que un momento antes yo imaginaba
obscenas y que ahora se elevaban por encima de la ventana, dejando ver sus
piernas blancas y al aire. Aunque yo debí ser el único que la estaba mirando
-pese a que a menudo pienso que tuvo que contemplarla la ciudad entera-,
fascinado como estaba por el recuerdo húmedo de su rostro, no puedo decir que
recuerde haberla visto caer. Sentí más bien que había sido yo el que se había
caído, golpeando su cabeza contra el suelo. No sentí que me levantaba -al mismo
tiempo que lo hacía del banco- hasta que oí el frenazo cauto de un coche, unas lapidarias
palabras en voz muy alta que no pude distinguir, quizás de alguien que llamaba
la atención hacia los que estaban más cerca, pero que me llegaron a mí, que
estaba más lejos -pese a que en una carrera yo podría haber llamado a su puerta
en un instante-. Volví a desplomarme en el banco, porque no quería acercarme a
la acera que caía debajo de su ventana, allí donde debía yacer aquel cuerpo
asomado, y que una plazoleta alta e interpuesta me impedía ver. Fue cuando la
mirada, que unos minutos antes me había dirigido ella, pudo, al fin, ser
descifrada, como había descifrado, pero demasiado tarde, el cartel que hacía
referencia a la situación de calamidad que atravesaba y que yo había ignorado. De
todos modos, su suerte ya estaba echada, me dije, cínicamente; se lanzaba o la
lanzaban, pero ese iba a ser su último día en la casa, tal vez en el mundo, seguí
pensando para consolarme. Y entonces me di cuenta de que nada tenía de lujuria
aquella mirada -me lamenté, agitando la cabeza nerviosamente a diestro y
siniestro-, pues aquella lujuria suya la había puesto yo, como otros habían
puesto su codicia. Ahora sabía que aquella mirada iba dirigida a mí, y que yo
era el único que podía haber ido a llamar a su puerta antes de volver a
asomarse a la ventana por donde vio llegar a los que sí llamaron, y que me
estaba implorando ayuda, y que yo seguía negando con la cabeza por habérsela
rehusado. Y ahora es demasiado tarde, tarde para estar solamente recordando y
para lamentarse, y, cada vez que sigo viendo de nuevo, ahora o en cualquier
momento, aquellos ojos comidos por la angustia, comienzan a nublarse los míos
de tristeza.
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