El día en que dio
por concluida en la biblioteca su tesis sobre la risa, después de pasarse meses
consultando pilas de volúmenes y de emborronar cientos de folios en los que
tomaba nota, quiso finalmente celebrar su ermitaño trabajo con una invitación a
la bibliotecaria que durante aquel tiempo le había estado apoyando con su
obsequiosa entrega, y que entre sonrisas y acarreos de libros le había ganado
por su simpatía. Aquel trabajo le había deparado un extraordinario buen humor y
toda la mirada sombría que en muchos momentos había proyectado sobre su vida se
le había disipado al calor que le proporcionaba un trabajo bien hecho. Estaba
convencido de que su nuevo libro le iba a reportar la gloria, así que empujado
por aquel viento favorable que inflaba su presunción, se atrevió a dar el paso
audaz del que meses antes no se hubiera creído capaz. Le comentó, mientras le
devolvía los últimos libros, que aquella iba a ser la última visita que hacía a
la biblioteca por el momento, y que esperaba publicar su trabajo en un plazo
muy breve, lo que le dio ínfulas para confesarle que no conocía otra mejor
manera de agradecerle su apoyo, en aquellos días en que buscaba malhumorado el
secreto de la risa, mientras consultaba libros sin descanso, que contar con
aquella sonrisa que le había acompañado por su peregrinación entre volúmenes y
que tanto le había iluminado: no se atrevió a decirle que había sido su fuente
de inspiración, porque su presencia en la biblioteca había supuesto para él algo
más que, de momento, prefería reservarse. Día a día, y entre peticiones de
libros, le había ido hechizando su cabello ligeramente ondulado y negro, el
pálido óvalo de su cara -que le daba cierto aire de persona recién salida de
una convalecencia- su cuerpo delgado como un junco, pero que se combaba
generosamente en las caderas, el inquiriente brillo de su mirada tras las gafas
de ratón de biblioteca y la blancura hiriente de una dentadura cabal y
desinhibida. En aquella sutileza blanca, que en raras ocasiones dejaba entrever
cuando el azar de alguna frase sin importancia acababa haciéndole gracia, había
cifrado el secreto de su inspiración para su libro sobre la risa. ¿No era -se
preguntaba inocentemente cada vez que le pedía un libro- la gracia hecha
persona, una especie de ángel de la guarda? Cuando los apuntes que había tomado
de otros libros le parecían carentes de vida, cuando sus reflexiones no
alcanzaban a encontrar qué era lo que a los hombres les seducía de la risa, ni en
dónde se encontraba el secreto de los buenos chistes, cuál era el papel que jugaba
en la antropología -cuando el hombre rompe a reír, se repetía, supera a todos
los animales en vulgaridad-, qué frutos peculiares había hecho desprender el
hombre del cultivado árbol del humor, cuando, en fin, se encontraba perdido sin
saber cuál era el resorte que hacía surgir en los hombres aquel surtidor de la
alegría, cuando todo eso meditaba, sin apenas levantar la cabeza de los libros
que rastreaba, ella había sido para él ese ángel que, en mitad de una travesía
por el purgatorio, deja entrever con una sonrisa que el regreso al paraíso es
posible todavía.
Podía decir
ahora que al final de su etapa más madura se había enamorado como un colegial,
y cuando apoyado en el mostrador, casi cuchicheando, se atrevió a dejarle ver cuál
era su mayor deseo y ella accedió, aceptando su invitación a cenar, sintió de
inmediato que después de aquel día no volvería a ser tan dichoso, y tenía la
prueba evidente en el hecho de que cuando llegaba a casa en los últimos tiempos,
y se quedaba dormido, no dejaba de dibujar en su cara una sonrisa de oreja a
oreja, lo que le hacía dormir de un tirón, a pierna suelta, para despertarse
completamente feliz. En definitiva, que la risa de la bibliotecaria, con
aquellos dientes cabales que él calificaba como los más blancos del mundo, le
había enseñado algo sobre el secreto de la alegría y la felicidad humana que él
había intentado desentrañar; pero aquellos dientes tan llenos y enteros no
dejaban de causarle cierto complejo de inferioridad al compararlos con los
suyos. En realidad, poco de su boca podía decir que era suyo, pues apenas le
quedaban ya dientes propios y una reciente prótesis había podido disimular el
desgaste cotidiano al que una rumia de años los había sometido, por la mala
influencia del café, el vino tinto y el tabaco, además de una carcoma
-insidiosa de tanto apretarlos por la fuerza del bruxismo- que había dejado su
mandíbula huérfana y abominable, algo que sólo se le enseña a los niños cuando
uno quiere espantarlos de su lado con alguna mueca repugnante. Pero estaba casi
ufano con aquella prótesis que un dentista le había proporcionado de repuesto
mientras le hacía un estudio para restaurarle la dentadura con unos implantes,
con los que al fin podría reír a mandíbula batiente. Y ya había proyectado
exhibir su risa triunfante y desacomplejada en la presentación de su libro,
donde podía mostrar que el autor de aquella tesis sabía de lo que hablaba y que
bien podría predicar con el ejemplo. Como nunca había sido tan feliz como en
aquella época, y era la risa y la alegría lo que tenía más a mano, incluso
fuera de sus libros, ensayaba muecas risueñas ante el espejo, en el que hacía
estallar su más desvergonzada alegría; y, sin embargo, nada de aquello era
falso. La sintonía perfecta con la alegría, que ahora sentía en su máximo esplendor,
hacía que aquella sonrisa que le acompañaba casi en todo instante fuera todo
menos falsa. Solamente sentía como una nube de tristeza, un lunar que era un
tropezón en aquella boca -que se abría hasta reventar en una burbuja de dicha-,
y era su dentadura postiza. Sabía que sólo su felicidad sería completa cuando
al fin pudiera exhibir los implantes que en breve le iban a colocar, y que el
dentista le había mostrado en unas fotografías que le dejó ver tras cambiar la
orientación de la pantalla de su ordenador. La paradoja que ahora experimentaba
consistía en pensar que sólo su risa y su dicha serían auténticas cuanto más
falsa fuera la dentadura que las exhibía. Y al fin había llegado el día de la
cita con la chica que se había manifestado como la fuente de su felicidad, una
casualidad afortunada, un soplo de inspiración que sólo contadas veces acaece
en la vida de una persona. Le había dedicado poemas, de los que para esta cita
se había guardado uno, y había fabricado diálogos ficticios en los que se
atrevía a decirle las cosas más bonitas que nunca se le habían ocurrido sobre
ninguna de las mujeres que le acompañaron durante una vida que ya le parecía
dilatada. Había ensayado tantos discursos de coqueteo, tantas palabras bellas y
encomiásticas que se había aprendido de memoria, que sabía que aquella velada
se le iba a quedar corta para todo aquel aparato verbal que se había ido
montando, y que necesitaría muchas noches como aquellas, tal vez una vida llena
de noches juntos, para dejarle entrever todas las lindezas que se le habían
ocurrido. Labia no le faltaba, de eso estaba seguro, y se sentía, además,
realmente inspirado. Nunca llegó tan alegre a una cita. Quiso llegar con
antelación para darse tranquilidad, hacerse un hueco entre las atestadas mesas
de la terraza, tomar sitio en el escenario donde le iba a hacer su declaración
de amor, sopesar y volverse a grabar todas las declaraciones de homenaje a su
belleza que durante aquellos meses se había repetido y había ido perfeccionando.
Pidió al camarero del restaurante un vino tinto, sacó el paquete de tabaco y se
puso a liar un cigarrillo mientras paladeaba el vino. La calle a aquella hora
estaba tranquila, apenas pasaban coches por la carretera, en cuya orilla estaba
la terraza, la noche era cálida y él se sentía cordial. Cuando fue a encender el
cigarrillo, un camarero se acercó para advertirle que allí no se podía fumar y
que tenía que alejarse unos metros, donde ya no echase el humo a la cara de
ningún cliente. Se levantó con el cigarrillo mal liado apretándolo en los
labios, a la orilla de la acera se encontraba feliz, ella llegaría en algún
momento próximo, presintió que, con ella, el universo entero giraba pletórico
alrededor y se asomaba para contemplarlos, sacó el mechero del bolsillo y,
cuando ya lo iba a encender, distraído y absorto como estaba en una felicidad
que le daba puñaladas de placer en el pecho, ensayando en su mente los piropos
que estaba a punto de lanzarle con el tono más apropiado, exhaló una especie de
soplido de dicha, que se convirtió en un bufido, pues no le cabía tanta alegría
en la boca y, con el aire exhalado, se le catapultó el cigarrillo hacia la
acera como si fuera un bicho vivo que aún no había logrado atrapar entre sus
fauces. Notó, a la vez, un impulso en las mandíbulas, algo flojo y metálico que
forcejeó un instante y que como un anillo lubricado sale limpio del dedo, y
oyó, sin asombro, casi como si fuese la concatenación natural de una serie de
desgracias, el sonido de porcelana tintineando en el suelo, dando un par de
botes la prótesis dental -con la que había ensayado su sonrisa en el espejo-
hasta alcanzar la carretera. Ver la rueda delantera de un coche, que pasaba a
toda prisa, aplastar y trizar la dentadura, aquello le pareció lo más natural
del mundo (aunque remoto y también fuera del mundo), sintió como si hubiera
visto su propio rostro reflejado en un río en el instante mismo de ahogarse, un
pellizco de angustia en el pecho, una brasa de miedo que recorrió la coronilla
y le quemó los dedos del pie y le dejó paralizado y con la risa helada. Y es
que, en realidad, acababa de asistir al epílogo inesperado de su tesis,
experimentando la rapidez con que se esfuma una sonrisa, la suerte cambiante y
repentina del humor, según las circunstancias. Sabía, mientras recogía los restos
de su dentadura y ya veía a lo lejos venir a la mujer, que aquella iba a ser la
velada más larga de su vida, y que no iba a salir ni una palabra de su difunta
boca. La noche le pareció fría, el libro que acababa de escribir ya lo daba por
muerto y cuando por fin ella se aproximó y le dijo "hola, que tal, ¿te
pasa algo?”, verla a ella le pareció una desgracia, buscó alguna palabra o algún
tipo de sonrisa con la boca, pero sintió que le venían las ganas de llorar.
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