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CUENTOS ENANOS 9. UNA TESIS SOBRE LA RISA

 



El día en que dio por concluida en la biblioteca su tesis sobre la risa, después de pasarse meses consultando pilas de volúmenes y de emborronar cientos de folios en los que tomaba nota, quiso finalmente celebrar su ermitaño trabajo con una invitación a la bibliotecaria que durante aquel tiempo le había estado apoyando con su obsequiosa entrega, y que entre sonrisas y acarreos de libros le había ganado por su simpatía. Aquel trabajo le había deparado un extraordinario buen humor y toda la mirada sombría que en muchos momentos había proyectado sobre su vida se le había disipado al calor que le proporcionaba un trabajo bien hecho. Estaba convencido de que su nuevo libro le iba a reportar la gloria, así que empujado por aquel viento favorable que inflaba su presunción, se atrevió a dar el paso audaz del que meses antes no se hubiera creído capaz. Le comentó, mientras le devolvía los últimos libros, que aquella iba a ser la última visita que hacía a la biblioteca por el momento, y que esperaba publicar su trabajo en un plazo muy breve, lo que le dio ínfulas para confesarle que no conocía otra mejor manera de agradecerle su apoyo, en aquellos días en que buscaba malhumorado el secreto de la risa, mientras consultaba libros sin descanso, que contar con aquella sonrisa que le había acompañado por su peregrinación entre volúmenes y que tanto le había iluminado: no se atrevió a decirle que había sido su fuente de inspiración, porque su presencia en la biblioteca había supuesto para él algo más que, de momento, prefería reservarse. Día a día, y entre peticiones de libros, le había ido hechizando su cabello ligeramente ondulado y negro, el pálido óvalo de su cara -que le daba cierto aire de persona recién salida de una convalecencia- su cuerpo delgado como un junco, pero que se combaba generosamente en las caderas, el inquiriente brillo de su mirada tras las gafas de ratón de biblioteca y la blancura hiriente de una dentadura cabal y desinhibida. En aquella sutileza blanca, que en raras ocasiones dejaba entrever cuando el azar de alguna frase sin importancia acababa haciéndole gracia, había cifrado el secreto de su inspiración para su libro sobre la risa. ¿No era -se preguntaba inocentemente cada vez que le pedía un libro- la gracia hecha persona, una especie de ángel de la guarda? Cuando los apuntes que había tomado de otros libros le parecían carentes de vida, cuando sus reflexiones no alcanzaban a encontrar qué era lo que a los hombres les seducía de la risa, ni en dónde se encontraba el secreto de los buenos chistes, cuál era el papel que jugaba en la antropología -cuando el hombre rompe a reír, se repetía, supera a todos los animales en vulgaridad-, qué frutos peculiares había hecho desprender el hombre del cultivado árbol del humor, cuando, en fin, se encontraba perdido sin saber cuál era el resorte que hacía surgir en los hombres aquel surtidor de la alegría, cuando todo eso meditaba, sin apenas levantar la cabeza de los libros que rastreaba, ella había sido para él ese ángel que, en mitad de una travesía por el purgatorio, deja entrever con una sonrisa que el regreso al paraíso es posible todavía.

Podía decir ahora que al final de su etapa más madura se había enamorado como un colegial, y cuando apoyado en el mostrador, casi cuchicheando, se atrevió a dejarle ver cuál era su mayor deseo y ella accedió, aceptando su invitación a cenar, sintió de inmediato que después de aquel día no volvería a ser tan dichoso, y tenía la prueba evidente en el hecho de que cuando llegaba a casa en los últimos tiempos, y se quedaba dormido, no dejaba de dibujar en su cara una sonrisa de oreja a oreja, lo que le hacía dormir de un tirón, a pierna suelta, para despertarse completamente feliz. En definitiva, que la risa de la bibliotecaria, con aquellos dientes cabales que él calificaba como los más blancos del mundo, le había enseñado algo sobre el secreto de la alegría y la felicidad humana que él había intentado desentrañar; pero aquellos dientes tan llenos y enteros no dejaban de causarle cierto complejo de inferioridad al compararlos con los suyos. En realidad, poco de su boca podía decir que era suyo, pues apenas le quedaban ya dientes propios y una reciente prótesis había podido disimular el desgaste cotidiano al que una rumia de años los había sometido, por la mala influencia del café, el vino tinto y el tabaco, además de una carcoma -insidiosa de tanto apretarlos por la fuerza del bruxismo- que había dejado su mandíbula huérfana y abominable, algo que sólo se le enseña a los niños cuando uno quiere espantarlos de su lado con alguna mueca repugnante. Pero estaba casi ufano con aquella prótesis que un dentista le había proporcionado de repuesto mientras le hacía un estudio para restaurarle la dentadura con unos implantes, con los que al fin podría reír a mandíbula batiente. Y ya había proyectado exhibir su risa triunfante y desacomplejada en la presentación de su libro, donde podía mostrar que el autor de aquella tesis sabía de lo que hablaba y que bien podría predicar con el ejemplo. Como nunca había sido tan feliz como en aquella época, y era la risa y la alegría lo que tenía más a mano, incluso fuera de sus libros, ensayaba muecas risueñas ante el espejo, en el que hacía estallar su más desvergonzada alegría; y, sin embargo, nada de aquello era falso. La sintonía perfecta con la alegría, que ahora sentía en su máximo esplendor, hacía que aquella sonrisa que le acompañaba casi en todo instante fuera todo menos falsa. Solamente sentía como una nube de tristeza, un lunar que era un tropezón en aquella boca -que se abría hasta reventar en una burbuja de dicha-, y era su dentadura postiza. Sabía que sólo su felicidad sería completa cuando al fin pudiera exhibir los implantes que en breve le iban a colocar, y que el dentista le había mostrado en unas fotografías que le dejó ver tras cambiar la orientación de la pantalla de su ordenador. La paradoja que ahora experimentaba consistía en pensar que sólo su risa y su dicha serían auténticas cuanto más falsa fuera la dentadura que las exhibía. Y al fin había llegado el día de la cita con la chica que se había manifestado como la fuente de su felicidad, una casualidad afortunada, un soplo de inspiración que sólo contadas veces acaece en la vida de una persona. Le había dedicado poemas, de los que para esta cita se había guardado uno, y había fabricado diálogos ficticios en los que se atrevía a decirle las cosas más bonitas que nunca se le habían ocurrido sobre ninguna de las mujeres que le acompañaron durante una vida que ya le parecía dilatada. Había ensayado tantos discursos de coqueteo, tantas palabras bellas y encomiásticas que se había aprendido de memoria, que sabía que aquella velada se le iba a quedar corta para todo aquel aparato verbal que se había ido montando, y que necesitaría muchas noches como aquellas, tal vez una vida llena de noches juntos, para dejarle entrever todas las lindezas que se le habían ocurrido. Labia no le faltaba, de eso estaba seguro, y se sentía, además, realmente inspirado. Nunca llegó tan alegre a una cita. Quiso llegar con antelación para darse tranquilidad, hacerse un hueco entre las atestadas mesas de la terraza, tomar sitio en el escenario donde le iba a hacer su declaración de amor, sopesar y volverse a grabar todas las declaraciones de homenaje a su belleza que durante aquellos meses se había repetido y había ido perfeccionando. Pidió al camarero del restaurante un vino tinto, sacó el paquete de tabaco y se puso a liar un cigarrillo mientras paladeaba el vino. La calle a aquella hora estaba tranquila, apenas pasaban coches por la carretera, en cuya orilla estaba la terraza, la noche era cálida y él se sentía cordial. Cuando fue a encender el cigarrillo, un camarero se acercó para advertirle que allí no se podía fumar y que tenía que alejarse unos metros, donde ya no echase el humo a la cara de ningún cliente. Se levantó con el cigarrillo mal liado apretándolo en los labios, a la orilla de la acera se encontraba feliz, ella llegaría en algún momento próximo, presintió que, con ella, el universo entero giraba pletórico alrededor y se asomaba para contemplarlos, sacó el mechero del bolsillo y, cuando ya lo iba a encender, distraído y absorto como estaba en una felicidad que le daba puñaladas de placer en el pecho, ensayando en su mente los piropos que estaba a punto de lanzarle con el tono más apropiado, exhaló una especie de soplido de dicha, que se convirtió en un bufido, pues no le cabía tanta alegría en la boca y, con el aire exhalado, se le catapultó el cigarrillo hacia la acera como si fuera un bicho vivo que aún no había logrado atrapar entre sus fauces. Notó, a la vez, un impulso en las mandíbulas, algo flojo y metálico que forcejeó un instante y que como un anillo lubricado sale limpio del dedo, y oyó, sin asombro, casi como si fuese la concatenación natural de una serie de desgracias, el sonido de porcelana tintineando en el suelo, dando un par de botes la prótesis dental -con la que había ensayado su sonrisa en el espejo- hasta alcanzar la carretera. Ver la rueda delantera de un coche, que pasaba a toda prisa, aplastar y trizar la dentadura, aquello le pareció lo más natural del mundo (aunque remoto y también fuera del mundo), sintió como si hubiera visto su propio rostro reflejado en un río en el instante mismo de ahogarse, un pellizco de angustia en el pecho, una brasa de miedo que recorrió la coronilla y le quemó los dedos del pie y le dejó paralizado y con la risa helada. Y es que, en realidad, acababa de asistir al epílogo inesperado de su tesis, experimentando la rapidez con que se esfuma una sonrisa, la suerte cambiante y repentina del humor, según las circunstancias. Sabía, mientras recogía los restos de su dentadura y ya veía a lo lejos venir a la mujer, que aquella iba a ser la velada más larga de su vida, y que no iba a salir ni una palabra de su difunta boca. La noche le pareció fría, el libro que acababa de escribir ya lo daba por muerto y cuando por fin ella se aproximó y le dijo "hola, que tal, ¿te pasa algo?”, verla a ella le pareció una desgracia, buscó alguna palabra o algún tipo de sonrisa con la boca, pero sintió que le venían las ganas de llorar.

 


 

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