Escribo una frase, pero apenas la termino empiezo a darme cuenta de que no he elegido las palabras adecuadas. No parece que el verbo sea el correcto, quizás la coma sobre o la conjunción pueda cortarse en seco. Me revuelvo en el asiento dándole vueltas al escrito, la duda me atenaza atándome un nudo en el estómago y busco en vano el impulso que me haga remontar el vuelo.
Reviso entonces el párrafo anterior que un momento antes había dejado clausurado y en una de las frases advierto una fisura que amenaza con afectar al edificio entero. La tapo, mudando de palabra, pero noto con horror que el reajuste amenaza con transformar a las adláteres y cambiar por completo el sentido originario.
Y entonces ocurre lo de siempre, que de tanto mutilar frases, mudar palabras, conmutar el ritmo y trocar los puntos por las comas, convierto todo el texto en un borrador impresentable, garrapateado de paréntesis, tachaduras y acotaciones. Intento reanudar la tarea, iniciar el texto desde un principio, palabra por palabra, pero me asomo al abismo blanco que me aguarda y siento vértigo.
Me quedo en blanco y mudo, retrocedo y cambio el título, me arrepiento y reniego de la idea, blasfemo y me pregunto para qué escribo, y cuando ya he acabado de exprimir todas las palabras sin que me salga letra alguna, pongo el punto final al texto, agarro el papel desesperado y, haciéndole un gurruño, lo lanzo violentamente a la papelera.
Comentarios
Publicar un comentario