EL MUNDO ES
VERDE
Eran unas manzanas poco más grandes que una
ciruela, de esas bravas y más verdes que la hierba del prado en el que nos
hallábamos. ¿Quién iba a querer unas manzanas tan verdes y enanas? Pero nunca
había visto el rostro de mi mujer tan feliz, ni cambiar tan deprisa por efecto
de la sed saciada. Era como si hubiese descubierto que el mundo puede ser bueno
en cualquier momento, sólo con saltarse alguna norma, sólo por hacer algo poco
convencional. Pero entonces creí que su alegría procedía del sabor dulce de la
manzana y de que había podido saciar su sed. ¡Qué equivocado estaba! Cuando le
pregunté si estaban buenas las manzanas, me contestó, con una extraña dulzura
en la expresión de la boca, que estaban amargas, asquerosamente amargas, añadió
con una sonrisa de satisfacción. Me invitó con aspavientos de loca a que saltara
a la finca, se desabrochó un botón más de la camisa, me pareció que incluso se
subía la falda en un ademán que estaba fuera de aquel ameno lugar. Los labios
le brillaban a distancia como una fruta carnosa, medio abiertos, mostrando sus
dientes empapados de pulpa y tan verdes como las manzanas que se acababa de
comer. Temía que siguiera zampándose más manzanas y, además, después de verla
mordisqueando y salivando, me había entrado más sed. Así que no pude contenerme;
salté la valla de un salto y me lancé hacia el árbol asilvestrado del que
habían salido las sabrosas manzanas. Nunca había probado una manzana tan verde,
tan ácida, tan amarga, tan dulce... En fin, lo tenían todo aquellas manzanas.
Al principio notamos un sabor que saciaba, pero nada más acabar de comer, nos
entró más sed, aunque creo que habríamos rechazado una cantimplora de agua si
alguien hubiera aparecido con ella. Sólo queríamos comer más manzanas como
aquellas. Perdimos la cuenta de las manzanas que devoramos, pero, cuando al fin
terminamos de comer, casi no nos podíamos menear, y continuamos tumbados en el
suelo retorciéndonos de la risa. No sé qué nos hacía tanta gracia, seguramente
el saciarnos sin necesidad de pagar por ello. Pero lo cierto es que, por el
efecto de las arcadas en el estómago, no podíamos dejar de reír. Después vi a
mi mujer escurriéndose entre unos matorrales y yo cerré los ojos mientras
contaba hasta cien. La sorprendí desnuda detrás de unas rocas, pensé que se
estaba aliviando, pero comenzó a correr desnuda, gritó que había visto un bicho
y que reptaba, supuse que era broma, y, cuando al fin la alcancé para examinar
su cuerpo -me dijo que el vientre le ardía como por una picadura-, el rostro le
cambió de color, se tapó los senos con los brazos y me ordenó que me diera la
vuelta. Parecía una niña llena de vergüenza. Aquello me excitó tanto, que la
tomé por las caderas, nos tumbamos sobre la hierba y nos comimos a besos.
Caímos de lleno en el sopor del amor y nos dormimos. Cuando despertamos, el sol
ya estaba trasponiendo el horizonte. La penumbra era violácea con resplandores
púrpuras y quedamos absortos en la belleza de la hora. En aquel momento
estábamos contemplando el mundo como enmarcado por un arco iris: nos parecía que
estaba recién parido y nosotros nos sentíamos igual. Era como si hubiéramos
bebido del río del olvido: no había deseos ni remordimientos, ni pasado, ni
futuro, sólo nosotros dos, tumbados desnudos en la hierba, sin tener frío, ni
calor, sin saber cuándo ni dónde. Mirándonos como novicios, explorando el
cuerpo con curiosas caricias, sin temor a hacer ruidos o a que nos oyeran los
vecinos. Éramos libres, o así nos sentíamos. Y nunca como esa tarde. Nos
acercamos a la ribera del río que excavaba el cañón. El río fluía secretamente
verde, como el cielo que reflejaba, como las rocas de malaquita, como las
manzanas que acabábamos de probar. El mundo entero era redondamente verde y lo
contemplamos en la esmeralda de nuestros ojos, y cuando nos sumergimos dentro
del río, besándonos debajo del agua, también nuestros besos eran verdes y
redondos y sabían a frutas que maduraban en la boca. Al salir del baño, nos
dimos cuenta de que nos habíamos alejado demasiado del coche y creo que
tardamos en encontrarlo, ni mucho ni poco, porque el tiempo se había detenido y
porque no nos importaba, habíamos vencido el aburrimiento sin dirigirnos la
palabra, a carcajadas, pellizcándonos, excitándonos con juegos pueriles que inventábamos,
íbamos saltando como niños que han despistado a sus padres, nos peleábamos, nos
tirábamos del pelo, en algún momento nos enredamos y caímos otra vez al suelo. Cuando
nos levantamos, notamos que se estaba haciendo de noche: habíamos olvidado
mirar la hora. Cuando por fin encontramos el coche, en vez de volver al pueblo
donde nos alojábamos, nos pusimos a conducir sin dirección fija, sólo por el
placer de montar en coche. Es como un tiovivo, exclamé, y pisé el acelerador a
fondo y el engranaje del tiovivo nos mareó, vimos el coche derrapar, mi mujer
sacó la cabeza por la ventanilla, creo que fue ahí, mientras la oía gritar y yo
reía viéndola feliz, que me di cuenta de que su cabellera al viento brillaba
como el oro contra un crepúsculo color absenta. Habíamos estado vagando por
carreteras secundarias. Era domingo, pero no nos cruzamos con ningún otro coche
y no reparamos en ello. Nos habíamos extraviado y no sabíamos qué carretera
habíamos tomado, ni hacia donde se dirigía. Cuando por fin divisamos los
primeros coches, supimos que acabábamos de llegar a un pueblo, un pequeño
rebaño de casas con tejados de pizarra negra devorados por un musgo tan lozano
como el de un nacimiento. Ya era noche cerrada y decidimos entrar en la
recepción del único hostal que había en el pueblo y, justo cuando iba a tocar
la campanilla para que nos atendieran, oí el grito de sorpresa de mi mujer. Me
estaba tocando con una mano la perilla como si me hubiera salido el bozo de
repente, y con la otra mano me acariciaba la bola de billar que desde hace años
tengo por cabeza. Como no había ningún espejo en la recepción, yo no podía ver
lo que ella veía con aquellos ojos de felicidad y asombro, igual que ella no
podía saber que sus labios se veían más rojos que de costumbre, y hasta me
pareció que su cara brillaba como si se acabase de aplicar alguna ampolla sobre
la piel. Ya en la habitación, al acercar mi cara contra el espejo del baño, descubrí
algo que en otro momento me hubiera asustado, o, por lo menos, asombrado, pero,
desde que habíamos comido aquellas manzanas, éramos incapaces de tener otra
emoción que no fuera una euforia desmedida, una insultante alegría. Con esa
extraña y serena alegría contemplé mi barba aligerada de canas, la pelusilla
apenas imperceptible, pero que se insinuaba como una sombra incipiente en mi
cabeza, que en aquel momento ardía como por efecto del hirviente volcán de
ideas que no paraban de bullirme desde hacía algunas horas. Estábamos tan
lúcidos y enteros que no pudimos pegar ojo en toda la noche, dándole vueltas al
gran cambio que se iba a operar en nuestras vidas. Por supuesto, con aquel
aspecto juvenil -pues era verdad lo que ella me había hecho notar, adiós a las
arrugas-, ¿cómo podíamos regresar al trabajo? ¿Cómo hurtarnos de las miradas de
los compañeros que andan siempre escrutando el bronceado obtenido tras las
vacaciones? El mundo es demasiado serio como para interrumpirlo con nuestras
risas y nuestros juegos. Nosotros hemos decidido continuar en en él, sin meter
demasiado ruido, con nuestra estricta dieta de manzanas verdes escogidas entre
las fruterías de la ciudad y hemos preferido guardarnos el secreto de la ubicación
de la finca, a la que nos desplazamos un par de veces a la semana para
recolectar su fruto. Hemos pensado que, si todos fuéramos a comer de ese árbol,
¿quién querría volver a pagar por comer y seguir trabajando con el sudor de su
frente? Si es verdad que existe la vejez, la que nos espera a nosotros tiene toda
la pinta de ser muy divertida.
Comentarios
Publicar un comentario