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CUENTOS MÍNIMOS 16. El mundo es verde

 




EL MUNDO ES VERDE

 

Después de nuestras últimas vacaciones no fuimos capaces de incorporarnos al trabajo. Una semana antes de que terminaran, fuimos mi mujer y yo a hacer una excursión a un cañón situado en una provincia vecina, agotamos la última botella de agua que nos quedaba y nos entró una sed espantosa. Hacía un día tórrido y llevábamos toda la mañana andando sin apenas descanso. Al pasar por una finca donde había unos terneros pastando, reparamos en unos manzanos achaparrados al otro lado de una alambrada asegurada con estacas. Le advertí a mi mujer que no era buena idea asaltar una finca privada. Ella tenía los labios ya medios despellejados y los ojos le brillaban por la fiebre o la insolación, así que hizo una mueca de desdén que tenía algo de corte de mangas, se metió como pudo por debajo de la alambrada, y desde el otro lado la vi acercarse a uno de aquellos árboles enanos, alzarse para alcanzar una manzana y llevársela a la boca. ¿Se había puesto a pensar por un momento en que podían tener un exceso de sulfato? La sed no deja pensar y las manzanas estaban ahí para acabar con ella.

 

Eran unas manzanas poco más grandes que una ciruela, de esas bravas y más verdes que la hierba del prado en el que nos hallábamos. ¿Quién iba a querer unas manzanas tan verdes y enanas? Pero nunca había visto el rostro de mi mujer tan feliz, ni cambiar tan deprisa por efecto de la sed saciada. Era como si hubiese descubierto que el mundo puede ser bueno en cualquier momento, sólo con saltarse alguna norma, sólo por hacer algo poco convencional. Pero entonces creí que su alegría procedía del sabor dulce de la manzana y de que había podido saciar su sed. ¡Qué equivocado estaba! Cuando le pregunté si estaban buenas las manzanas, me contestó, con una extraña dulzura en la expresión de la boca, que estaban amargas, asquerosamente amargas, añadió con una sonrisa de satisfacción. Me invitó con aspavientos de loca a que saltara a la finca, se desabrochó un botón más de la camisa, me pareció que incluso se subía la falda en un ademán que estaba fuera de aquel ameno lugar. Los labios le brillaban a distancia como una fruta carnosa, medio abiertos, mostrando sus dientes empapados de pulpa y tan verdes como las manzanas que se acababa de comer. Temía que siguiera zampándose más manzanas y, además, después de verla mordisqueando y salivando, me había entrado más sed. Así que no pude contenerme; salté la valla de un salto y me lancé hacia el árbol asilvestrado del que habían salido las sabrosas manzanas. Nunca había probado una manzana tan verde, tan ácida, tan amarga, tan dulce... En fin, lo tenían todo aquellas manzanas. Al principio notamos un sabor que saciaba, pero nada más acabar de comer, nos entró más sed, aunque creo que habríamos rechazado una cantimplora de agua si alguien hubiera aparecido con ella. Sólo queríamos comer más manzanas como aquellas. Perdimos la cuenta de las manzanas que devoramos, pero, cuando al fin terminamos de comer, casi no nos podíamos menear, y continuamos tumbados en el suelo retorciéndonos de la risa. No sé qué nos hacía tanta gracia, seguramente el saciarnos sin necesidad de pagar por ello. Pero lo cierto es que, por el efecto de las arcadas en el estómago, no podíamos dejar de reír. Después vi a mi mujer escurriéndose entre unos matorrales y yo cerré los ojos mientras contaba hasta cien. La sorprendí desnuda detrás de unas rocas, pensé que se estaba aliviando, pero comenzó a correr desnuda, gritó que había visto un bicho y que reptaba, supuse que era broma, y, cuando al fin la alcancé para examinar su cuerpo -me dijo que el vientre le ardía como por una picadura-, el rostro le cambió de color, se tapó los senos con los brazos y me ordenó que me diera la vuelta. Parecía una niña llena de vergüenza. Aquello me excitó tanto, que la tomé por las caderas, nos tumbamos sobre la hierba y nos comimos a besos. Caímos de lleno en el sopor del amor y nos dormimos. Cuando despertamos, el sol ya estaba trasponiendo el horizonte. La penumbra era violácea con resplandores púrpuras y quedamos absortos en la belleza de la hora. En aquel momento estábamos contemplando el mundo como enmarcado por un arco iris: nos parecía que estaba recién parido y nosotros nos sentíamos igual. Era como si hubiéramos bebido del río del olvido: no había deseos ni remordimientos, ni pasado, ni futuro, sólo nosotros dos, tumbados desnudos en la hierba, sin tener frío, ni calor, sin saber cuándo ni dónde. Mirándonos como novicios, explorando el cuerpo con curiosas caricias, sin temor a hacer ruidos o a que nos oyeran los vecinos. Éramos libres, o así nos sentíamos. Y nunca como esa tarde. Nos acercamos a la ribera del río que excavaba el cañón. El río fluía secretamente verde, como el cielo que reflejaba, como las rocas de malaquita, como las manzanas que acabábamos de probar. El mundo entero era redondamente verde y lo contemplamos en la esmeralda de nuestros ojos, y cuando nos sumergimos dentro del río, besándonos debajo del agua, también nuestros besos eran verdes y redondos y sabían a frutas que maduraban en la boca. Al salir del baño, nos dimos cuenta de que nos habíamos alejado demasiado del coche y creo que tardamos en encontrarlo, ni mucho ni poco, porque el tiempo se había detenido y porque no nos importaba, habíamos vencido el aburrimiento sin dirigirnos la palabra, a carcajadas, pellizcándonos, excitándonos con juegos pueriles que inventábamos, íbamos saltando como niños que han despistado a sus padres, nos peleábamos, nos tirábamos del pelo, en algún momento nos enredamos y caímos otra vez al suelo. Cuando nos levantamos, notamos que se estaba haciendo de noche: habíamos olvidado mirar la hora. Cuando por fin encontramos el coche, en vez de volver al pueblo donde nos alojábamos, nos pusimos a conducir sin dirección fija, sólo por el placer de montar en coche. Es como un tiovivo, exclamé, y pisé el acelerador a fondo y el engranaje del tiovivo nos mareó, vimos el coche derrapar, mi mujer sacó la cabeza por la ventanilla, creo que fue ahí, mientras la oía gritar y yo reía viéndola feliz, que me di cuenta de que su cabellera al viento brillaba como el oro contra un crepúsculo color absenta. Habíamos estado vagando por carreteras secundarias. Era domingo, pero no nos cruzamos con ningún otro coche y no reparamos en ello. Nos habíamos extraviado y no sabíamos qué carretera habíamos tomado, ni hacia donde se dirigía. Cuando por fin divisamos los primeros coches, supimos que acabábamos de llegar a un pueblo, un pequeño rebaño de casas con tejados de pizarra negra devorados por un musgo tan lozano como el de un nacimiento. Ya era noche cerrada y decidimos entrar en la recepción del único hostal que había en el pueblo y, justo cuando iba a tocar la campanilla para que nos atendieran, oí el grito de sorpresa de mi mujer. Me estaba tocando con una mano la perilla como si me hubiera salido el bozo de repente, y con la otra mano me acariciaba la bola de billar que desde hace años tengo por cabeza. Como no había ningún espejo en la recepción, yo no podía ver lo que ella veía con aquellos ojos de felicidad y asombro, igual que ella no podía saber que sus labios se veían más rojos que de costumbre, y hasta me pareció que su cara brillaba como si se acabase de aplicar alguna ampolla sobre la piel. Ya en la habitación, al acercar mi cara contra el espejo del baño, descubrí algo que en otro momento me hubiera asustado, o, por lo menos, asombrado, pero, desde que habíamos comido aquellas manzanas, éramos incapaces de tener otra emoción que no fuera una euforia desmedida, una insultante alegría. Con esa extraña y serena alegría contemplé mi barba aligerada de canas, la pelusilla apenas imperceptible, pero que se insinuaba como una sombra incipiente en mi cabeza, que en aquel momento ardía como por efecto del hirviente volcán de ideas que no paraban de bullirme desde hacía algunas horas. Estábamos tan lúcidos y enteros que no pudimos pegar ojo en toda la noche, dándole vueltas al gran cambio que se iba a operar en nuestras vidas. Por supuesto, con aquel aspecto juvenil -pues era verdad lo que ella me había hecho notar, adiós a las arrugas-, ¿cómo podíamos regresar al trabajo? ¿Cómo hurtarnos de las miradas de los compañeros que andan siempre escrutando el bronceado obtenido tras las vacaciones? El mundo es demasiado serio como para interrumpirlo con nuestras risas y nuestros juegos. Nosotros hemos decidido continuar en en él, sin meter demasiado ruido, con nuestra estricta dieta de manzanas verdes escogidas entre las fruterías de la ciudad y hemos preferido guardarnos el secreto de la ubicación de la finca, a la que nos desplazamos un par de veces a la semana para recolectar su fruto. Hemos pensado que, si todos fuéramos a comer de ese árbol, ¿quién querría volver a pagar por comer y seguir trabajando con el sudor de su frente? Si es verdad que existe la vejez, la que nos espera a nosotros tiene toda la pinta de ser muy divertida.

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