“Me sentía innoble frente a
ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas,
pero larva quiere decir máscara y también fantasma”. Julio Cortázar
Hasta hace poco
yo era conocido como el pescador compasivo, porque todos los días me iba al
paseo marítimo con mi caña de pescar, sin faltar un sólo día, aunque no pescase
nada más que un pez, con eso me conformaba, y todos los otros pescadores que se
colocaban con su caña acodados en la balaustrada del paseo marítimo se
extrañaban de verme desistir a la primera captura, y siempre que me veían
recoger los aparejos de la pesca y meter el pez en el cubo de agua que llevaba
conmigo, se preguntaban -a veces en voz alta- por qué no seguía lanzando más
veces el anzuelo, por qué no me convertía en un escualo devorando más y más
peces para comer, después de asarlos o freírlos, tal como debían hacer,
imagino, mis compañeros de faena en el paseo marítimo. Pero estoy seguro de que
no pueden comprender que yo nos los quiero para comer: a mí me basta con un
solo pez cada día y todos los días rezo para que sea el último.
El primer pez que tuve cuando era niño se lo comió el gato que teníamos en casa, yo creo que ya el primer día, cuando lo vio venir en aquella bolsa de plástico con agua en que lo traía mi madre, andaba buscándole las vueltas para echarle la zarpa. Yo mismo recuerdo haberlo visto inquieto, con el rabo erecto y los ojos echando llamaradas, cuando mi madre lo depositó en la pecera. Era un pez rojo con alguna mancha verdinegra en el vientre, aunque puedo equivocarme de colores, pues apenas le hice caso. Hasta aquel momento, hasta que vi al gato negro que teníamos en casa relamiéndose los bigotes ya bermejos, y sin rastro de la pieza que se acaba de cobrar -nunca vi tan excitado a un gato-, no me interesaban los peces, yo era más bien de pájaros, de loros y periquitos, pero también de los pájaros se me quitaron las ganas, el canario que tuvimos casi duró en casa lo mismo que aquel pez, era un gato astuto, estoy seguro de que, cuando a los pocos días lo dejé escapar de casa, debió salir muy airoso de todas las escaramuzas en su nueva vida felina.
Creo que si
hubiera visto al pez flotando muerto sobre la superficie del agua de la pecera
no me hubiera impresionado su muerte, ni lo habría echado tanto de menos. Su
ausencia era lo que me dejaba en estado de duelo, el haberlo visto un minuto
antes tan lleno de vida en su buceo tras el cristal de la pecera y no volver a
ver del pobre pez ni rastro, una fugaz estela en el agua que ya apenas
recordaba. Así deben nacer los fantasmas, cuando uno siente con pena la
desaparición de los cuerpos, y el fantasma de este pez me torturaba y me
espantaba y se imponía con todas sus fuerzas, porque cuando me di cuenta del
desastre, comencé a llorar y a patalear exigiéndole a mi madre que me comprara
un pez nuevo al día siguiente. Tanto pataleé y lloré, que acabé sacando de
quicio a mi madre -"sí, un pez nuevo cada día", se burló- y me
advirtió que nunca volvería a ver un pez en casa, y, mientras me sonreía y me
miraba con sorna a los ojos, lanzó la pecera contra el suelo y ahogó por fin mi
llanto. Sentí mi cara mojada y el estruendo de cristales rotos como si mi madre
me hubiera escupido y echado una maldición. Yo, en señal de protesta, nunca
volví a comer pescado y, para subir más fuerte la apuesta, desde aquel día me
volví vegetariano.
Por eso, desde
que logré emanciparme de mi madre, y hasta hace unos días, me he dedicado a
pescar y a llevarme los peces sólo para solaz de mi pecera, pero mis amigos me
preguntan que para qué los llevo a casa vivos, si saben que no me alimento de
peces. Conocen mi amor por los peces y por todos los animales, pero, aunque amo
a los peces -y ahora confieso mi secreto-, ese amor no me es correspondido. Esa
es la razón por la que me veo obligado a salir cada mañana o cada tarde -según
el grado de mis ocupaciones- a lanzarme al paseo marítimo para pescar un pez al
que sigo manteniendo vivo. Y aunque cada día lo trato con el mayor cariño, el
resultado siempre es el mismo. Muchos llegan ya a casa muertos, otros se ven
lastrados con todo su peso nada más sienten el agua de la pecera y se desploman
al fondo, algunos chapotean cada vez más débiles entre las aguas hasta que dan
la última bocanada, e incluso los más fuertes aparecen, cuando me levanto por
la mañana, flotando sobre la superficie o varados en el fondo, pero, por más
golpes que doy con los dedos contra el cristal, el resultado es siempre el
mismo y tengo que salir todos los días con mi caña a pescar un nuevo pez. He
agotado todas las marcas de agua mineral probando a mixturarla con toda suerte
de sales, he dejado correr con distintas frecuencias el agua del grifo, he templado
el agua y colocado un termómetro para medir sus variadas temperaturas, he
traído botellas de la playa llenas de agua de mar e incluso he llegado a
cambiar de peceras, hasta quedarme finalmente con el acuario que tengo ahora y
que he ido decorando con rocas preciosas, algas y coral. Lo he probado todo. He
adquirido diferentes tipos de comida en la tienda de animales y hasta he
llegado a lanzarles los restos de mis propias viandas. He probado a ponerles
música y distintos espejos para que no se sintiesen solos y, lo que es más
triste, me he visto obligado a exponerles en voz alta mis propios pensamientos,
siempre acompañados de apelativos cariñosos. Incluso cuando los peces más
resistentes parecían que iban a sobrevivir al día siguiente, me he quedado
alguna noche en vela casi con la nariz pegada al cristal y los ojos insomnes,
pero he tenido que desistir, porque no hay una experiencia más desagradable
-así me lo parece- que ver cómo boquea un pez y cómo se le van hinchando las
branquias mientras agoniza dentro del agua. Tiene que ser una muerte horrible.
Incluso hace poco decidí consultar a un veterinario experto en conducta animal
para que me asesorase sobre cómo debía tratarlos y me revelase dónde fallaba mi
relación con los peces. Me sugirió que debía cuidar más el trato humano y que
por eso me faltaba destreza en el cuidado de los animales. El trauma de ver
cómo el primer pez que tuve se lo comió un gato me había dejado una huella
negativa. Yo, según creí entenderle, deseaba que se muriesen los peces de
muerte natural para evitar que fueran engullidos por un gato imaginario, y
ponía todos los medios posibles -inconscientemente, claro- para que los peces
no sufriesen. Me aconsejó que me relajase, que me olvidase del pez y que le
dejase tranquilo en su pecera, sin observarle ni desvelarme, y a ver qué
pasaba. No pasó nada. Supongo que los peces también requieren sus mimos y creo
que incluso con esa estratagema se morían antes. Y yo, cada vez, me sentía más
culpable.
Hasta que hace
unos días por fin pesqué un pez diminuto, apenas una larva cuya especie
desconozco, y ahora que lo veo crecer me da miedo, porque no sé lo que saldrá
del experimento. Lo vi tan diminuto y desvalido que me entró ternura de verdad,
ganas de llevarlo en mi seno y de alimentarlo con mi propia sangre. Creo que
esto fue lo que me decidió a pincharme la yema del dedo índice con un alfiler y
rociar unas gotitas de sangre sobre el agua del acuario. Nada más teñirse el
agua de un tono sepia, noté la magia de los mundos submarinos y supe que el
experimento iba a llegar a buen puerto. Al principio, la larva -color de hoja
de roble, un tanto cabezuda, con ojos abisales y una cola que simulaba un asomo
de patas- acudió con su boquita para succionar las burbujas carmesíes que
borboteaban en la superficie, y enseguida sentí un cosquilleo en el vientre que
casi me hizo desfallecer. Por primera vez el pez y yo establecimos una
comunicación real. Luego, mientras veía que el pez se impulsaba y coleaba cada
vez con más fuerza, dibujando en el agua blandas piruetas, noté que me volvía
más torpe, la cabeza como con una boina de niebla, con ganas de ir al baño y
con una sed horrible que logré aplacar bebiendo a morro del grifo del lavabo.
Pero nunca acababa de beber. Y parecía que me faltaba el aire cuando dejaba de
hacerlo. Cuando por fin sacié la sed, me sentí hinchado, me examiné en el
espejo y comprobé que estaba lívido, los carrillos tumefactos, con grandes
ojeras y unos ojos casi fosforescentes que se me salían de las órbitas.
Mientras limpiaba la herida del dedo debajo del grifo, me acordé de que sentía
lo mismo cada vez que iba a donar sangre y que quizás tan sólo necesitaba comer
un poco. Y entonces fue cuando sentí un frenesí raro y me entraron ganas de comerme
al pez. Fue tanto el asco que me dio, que sentí pena, como si yo fuese el pez
mismo y un gato astuto se lo fuese a comer: acababa de tener una reminiscencia.
Verme en el espejo con aquella cara que yo imaginaba de pez, la compasión que
sentía en aquel momento por todos los peces del mundo, y mi inquina hacia todos
los pescadores, fue lo que hizo que se me ocurriese aquella estratagema, aquel
plan audaz para salvar a la larva de morir asfixiada. Porque entonces lo supe,
aquellos peces que había ido trasplantando a mi casa se morían de melancolía en
el agua triste de la ciudad, se sentían prisioneros en aquel acuario y
preferían morir de una vez por todas antes que dejar de sentirse libres. No
eran muy distintos de esas alimañas que, cuando caen en un cepo, prefieren
tirar de la pata hasta mutilarse antes que caer en las manos de un cazador. Y yo
me sentía igual, y me identifiqué con ellos.
Desde aquel
momento he hecho todo lo imprescindible para que mi pez consiguiera sobrevivir,
y ya han pasado varios días, mientras el pez crece y crece en una extraña forma
acuática que me hace dudar de que sea un pez, aunque lo pescase en el mar. Sólo
Dios sabe qué fantásticas formas de vidas se camuflan bajo la superficie de las
aguas esperando sustituir a la especie humana. Pero por si acaso se trata de
algún tipo de vida marina, todos los días lleno la bañera y me zambullo, a
veces sumergiendo la cabeza debajo del agua para aprender, poco a poco, a
respirar con la boca cerrada o un poco entreabierta. Creo que no es sólo agua
lo que bebo. La pasión es una rara alquimia que hasta puede convertir el pan en
el cuerpo de cristo. Creo que ahora he pasado a la fase de beberme el aire
dentro del agua, igual que hacen algunos anfibios. Y tengo tanta sed de ese
aire licuado que sólo encuentro dentro de la bañera, al sumergirme en el agua,
que me veo obligado a llenarla varias veces al día, y voy sintiendo cómo se hincha
mi cuerpo y se desescama la piel, mientras mis antiguas formas me abandonan. Y
no paro de beber o de respirar, según se mire. No sé bien por donde respiro,
aunque percibo unos leves temblores en las orejas y cada vez me duele más la
parte occipital del cráneo, como si me lo trepanasen con un gran anzuelo,
y siento que cada vez contengo más la respiración, o a veces respiro gimiendo,
como lo hacen los niños tras un susto, como lo hace el pez al que ya el primer
día liberé del acuario para que se sintiese libre y confiado por toda la
extensión de la casa, y lo miro desde la bañera deslizarse por las baldosas del
baño, cada vez más grande y menos pez, dando coletazos y grandes bocanadas
mientras me mira a los ojos fijamente, como implorando atención. Pienso que mi
nueva actitud acuática, imitándole sus gestos, le hace gracia y se siente así
menos solo, creo que incluso valora mis esfuerzos y él también hace los suyos
esbozando mejores bocanadas en el aire seco, y hasta creo que mi gesto
casi heroico queriendo ser como él, hace que él quiera ser como yo, y le
insufla ánimos para aguantar fuera del agua, puede que así, cuando se encuentre
más seguro y con fuerzas, acabe dando por fin el salto a la bañera para que
pueda salir yo de ella, y podamos vivir juntos, ya sea chapoteando entre las
aguas o bien reptando por el suelo.
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