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CUENTOS MÍNIMOS 23. LA HUÍDA

 



Nunca él había envidiado a nadie, pero por primera vez sintió celos de algo que no era humano y se sentía estúpido. Creía tener celos de una parte de la casa, que cada vez se le hacía más extraña. La habitación se hallaba al fondo del largo pasillo, al otro extremo de la alcoba, y cuando ella la visitó por primera vez, se le iluminaron los ojos de tal forma, que llegó a sugerirle el traslado de la cama de matrimonio a aquella habitación minúscula. Tras constatar con una cinta métrica que era imposible colocar el colchón sin que tuvieran que saltar por la ventana, o sin correr el riesgo de quedarse atrancados allí sin poder abrir la puerta, ella no quiso darse por vencida. La atracción que ejercía sobre ella aquella estancia era tan fuerte, que cuando se despertaba muy temprano, siempre unas horas antes que él, tras tomar el café y fumar un cigarrillo, comenzaba a trajinar por la casa con ocupaciones domesticas que se iba inventando según las ocurrencias de la hora, hasta que llegaba el momento en que le vencía otra vez el sueño, atravesaba el pasillo, abría la puerta de la habitación y se volvía a dormir en aquella cama sólo para su cuerpo. Ella decía que era allí donde dormía a pierna suelta, su momento feliz de sueño profundo a primeras horas de la mañana. Muchos días, cuando él se levantaba y no la encontraba en la cocina o por ninguna de las otras habitaciones, iba hasta la pieza donde sabía que se encontraría y le daba un beso si estaba dormida o un abrazo si estaba despierta, pero nunca se atrevía a meterse en la cama con ella. Aunque la cama era pequeña, lo que lo detenía no era la incomodidad de estar apretujados, sino el aviso de que, si abría las sábanas para yacer junto a ella, acabaría violando su lugar más personal e íntimo. Cuando ella comenzó a colgar allí cuadros sugerentes que le revelaban de una manera vaga nuevos rasgos de su carácter, y cuando más tarde retiró su joyero del aparador de la alcoba y se acabó llevando los frascos de perfume, porque era, según decía, en esa habitación donde se despertaba y donde debía comenzar las tareas de su aseo, comenzó a amoscarse y a sentirse como un marido que se estaba quedando viudo a plazos. La alcoba ya sólo olía al perfume indistinguible de su propio cuerpo y se sentía desvalijado cada vez que miraba el espacio vacío del aparador donde debía hallarse el cofrecito con las joyas. Aunque ella se cuidó de no trasladar ningún adorno de la alcoba, y durante un tiempo sólo se dedicó a renovar las lamparitas de noche y los percheros, a montar estanterías y a colocar algún espejo, a él ya le gustaba más la decoración de aquella habitación que la de la alcoba de matrimonio, que ahora se le aparecía más fea y huérfana desde que ella por las mañanas se levantaba más temprano y se enclaustraba en la habitación, que de pronto se le había hecho impenetrable. Se sentía traicionado. No se atrevía a entrar sin llamar a la puerta y, como solía encontrarla cerrada del todo, tenía siempre el escrúpulo de no llamar.

Cuando un día ella grito su nombre desde la habitación para que fuese a darle el visto bueno a las cortinas que acababa de encargar en una tapicería, él sintió que le estaba suplantando con adornos en las paredes, con cachivaches que atestaban mesitas y aparadores, con pequeños muebles que estaban atascando la habitación y que amenazaban con desbordar por el pasillo hasta invadir el resto de la casa. Sentía que la casa estaba siendo ocupada y que el enemigo había planeado la invasión o la huida desde aquella pieza. La última noche que la vio, ella tuvo la osadía de no dormir con él. Pretextó un fuerte dolor de cabeza, no conseguiría conciliar el sueño esa noche si dormía acompañada -incluso llegó a quejarse por primera vez de que él roncaba- y se despidió al borde de la cama, que abandonó de un salto brusco, anunciándole que al día siguiente saldría temprano para ir a buscar una alfombra que hiciera juego con las cortinas. La estuvo esperando durante toda la mañana, desesperado cada vez que consultaba el móvil inerte, y por primera vez en mucho tiempo se atrevió a entrar en aquella habitación que ella había ido adornando a su imagen. Nunca había sentido que una habitación pudiera albergar el alma de quien la habita, pero, mientras se hallaba tendido en la cama, observando los cuadros y los apliques en las paredes y los títulos de los nuevos libros con los que había ido rellenado estanterías, fue sintiéndose cada vez más borracho de celos por el olor de los perfumes que saturaban la estancia, más todavía cuando notó que le era hostil la huella del colchón debajo de su cuerpo, algo que empezaba a roerle con la pena de una convivencia distante, desterrado por un juez que acaba de dictar la sentencia de su divorcio. La vio llegar por fin eufórica, sin excusarse por la demora, casi danzando cuando entraba por la puerta con la bolsa donde llevaba su adquisición, agitando las caderas, medio achispada por las copas de cava con que había brindado felicitándose por la compra, “una alfombra a precio de ganga venida desde Oriente”, trenzada, al parecer, por hábiles manos persas. Extendió, para mostrársela, la alfombra de color vino que hacía juego, según ella, con las cortinas de color champán, le sonrió cuando se dirigió hacia la habitación, haciendo flamear su estandarte por el pasillo, y él la siguió con la mirada desde de la silla de la cocina, sorbiendo triste su taza de café, hasta que al cabo de un rato sintió un estrépito de cristales, como si los muebles se hubieran peleado con ella al entrar en la habitación, una ráfaga violenta de aire que alcanzó su taza y derramó el café sobre la mesa, tembló el carrillón de un reloj en la pared, una puerta se cerró de golpe, y se llevó las manos a la cabeza corriendo por la casa por si llegaba a tiempo para evitar la catástrofe. Era demasiado tarde. Nada más entrar por la puerta, sintió el boquete enorme en la ventana como una brecha abierta en el estómago y un vacío de náusea le hizo irrespirable la habitación. Aunque había llegado a tiempo de alcanzar el faldón de las cortinas con las manos, de la alfombra volando con ella por los aires sólo quedaba un rastro de perfumes rotos excitando su memoria: la fragancia de un cuerpo tan etéreo, que ahora iba esfumándose en el cielo.

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