Como me habían subido tanto el alquiler de la casa,
para poder pagarlo me vi obligado yo también a alquilar el nicho donde estaba
enterrado mi padre. En realidad, hacía mucho tiempo que ya no me acordaba
de él ni de su nicho y de no haber sido por aquel anuncio yo no estaría
hablando ahora de mi padre. Yo hacía ya tiempo que había ocupado su lugar,
hacía tiempo que lo había enterrado y casi ni me acordaba de los tiempos en que
fui su hijo. La herencia que me tocó en suerte la había dilapidado, ya no
empleaba ninguna de las frases suyas que antaño me gustaba recitar y, a fuerza
de no mirar ya fotografías antiguas, su rostro se me había ido gastando de una
manera natural. Tan sólo recuerdo sus andares lentos y su letra ilegible de
médico, que algunos parientes dicen que heredé. Los libros que me dejó, que
ahora estarán tan pasados de moda, se los acabó comiendo la carcoma; las
prendas de su ropa hace tiempo que fueron expurgadas de los armarios, y creo
que puedo afirmar, casi con toda seguridad, que con el paso de los años no
conservo en casa ni un sólo objeto que tocaran sus manos, ni siquiera una
reliquia: ni un reloj antiguo con las agujas detenidas o un mechón de aquellos
cabellos que en sus últimos tiempos se tornaron blancos o amarillos. Creo que
el recuerdo de mi padre, hasta aquella mañana en que me vi obligado a poner el
anuncio, se había evaporado de una forma lamentable. Quizás se trate de la
lamentable forma en que todos nos vamos olvidando de los que quedaron atrás. Ni
siquiera puedo decir que me pareciese verlo durante un instante cuando me
miraba en el espejo. Ni siquiera puedo decir que dejé de amarlo. Es difícil
amar aquello que se va esfumando poco a poco hasta extinguirse. La muerte de
las personas, ya en sí misma, es una desaparición tan súbita y brutal que nos
habitúa a resignarnos a esa lenta disolución en la memoria. Desde hacía años no
volví a pensar en él. Hasta que me enteré de que me habían subido
desorbitadamente el alquiler del piso y, como no podía pagarlo con mis propios
medios, me vi obligado a alquilar lo único que poseía en propiedad y darle
publicidad con algún tipo de anuncio. Entonces supe que era mentira que mi
padre se hubiera extinguido. Mi padre siempre había estado ahí, aguardando en
algún lugar secreto de la memoria, y sólo necesitaba el momento oportuno para
despertarse.
Quizás darle publicidad fue lo que lo hizo aflorar,
quien sabe. Quizás no debí haber puesto el anuncio. Quizás, si hubiese hecho de
aquella transacción una cosa clandestina, aireada sólo en la intimidad de un
alquiler entre amigos o conocidos, mi padre nunca se hubiera manifestado.
Tampoco es que le diera mucha publicidad, casi no me iba a sobrar dinero una
vez abonase el nuevo precio del alquiler y tan solo pude colocar un anuncio en
el tablón de una tienda de fotografía cerca de mi casa y cuatro más en el
escaparate de las floristerías que suelen ir creciendo al lado de los
cementerios. Ya de paso, aproveché para comprar un ramo de crisantemos que más
tarde trasplanté a la jardinera adosada en la lápida, a fin de darle a aquel
lugar un aire de frescura que lo hiciera más habitable. El anuncio fue de lo
más escueto, sin explicaciones ni excusas; necesitaba con urgencia el dinero
-mi casero me había amenazado con echarme de casa si no pagaba ya- y cite a los
interesados frente al nicho para el día siguiente, acompañando el anuncio de un
plano orientativo. Supe más tarde -porque me llamaron por teléfono- que algunos
se perdieron por el camino, ya dentro del cementerio, y confundieron el nicho
de mi padre con otros similares donde también se colgaba el cartel de SE
ALQUILA, que era el cartel que yo había colgado a los pies de mi difunto padre
como una bengala para alumbrar a las almas perdidas. Porque siempre me ha
parecido, cuando me he percatado de que alguien anda desorientado por el
interior de un cementerio -¿y quién no anda desorientado por allí?, me digo
siempre-, que éste es el único lugar donde los cuerpos los que por allí pasean
parecen hacerse incorpóreos y las almas se ponen en vilo y de cuerpo presente,
como si los que merodeasen por allí buscando un camino de salida entre el
laberinto de lápidas fueran más bien almas en pena que llevan a cuestas algún
cadáver que van velando, como una suerte de oscura penitencia. Y me resulta de
lo más curioso pensar que los cementerios sean a la vez los únicos lugares del
mundo donde sólo se depositan cuerpos que ya no tienen almas, y que sean, además,
unos cuerpos tan etéreos que, poco a poco, van perdiendo su forma corpórea. Hay
algo de justicia poética en el hecho de que el lugar donde se corrompe la
materia sea a la vez el más espiritual, un lugar de paz y de recreo a ras de
tierra que resulta propicio para elevar el alma. Creo que todo eso había
sentido yo la víspera, cuando fui a adecentar la tumba de mi padre, y ya
entonces me pareció que ir a ejecutar negocios a un lugar tan misterioso podía
revelarme secretos que quizás era mejor no desenterrar.
Y
después de tantos años sin volver allí, aquel cementerio custodiado por olmos
que alzaban sus copas para beber del cielo los cantos de los pájaros, me
pareció de pronto un lugar ameno, un recinto propicio para escuchar el
secreto lenguaje de los muertos. Creo que la figura de mi padre, que sólo ahí,
bajo el frío peso de las lápidas y del silencio, se había ido haciendo tan
poderosa, me había impedido penetrar durante mucho tiempo por la puerta de
aquel cementerio que daba por su cara oriental al mar de la bahía, allí donde
rompen las olas entre el estruendo de las gaviotas. Incluso me estaba
percatando de que por dar siempre extraños rodeos para sortearlo -mi casa se
hallaba a escasos metros-, había hecho que todos los pasos que daba por la
ciudad me condujesen irrevocablemente a su interior (lejos de la libertad con
que yo asociaba el mar), siempre perdido en un dédalo de calles que me acababan
enredando entre un reguero de rutinas muertas. Me estaba dando cuenta de que
aquella veda que, por algún escrúpulo de conciencia, había impuesto yo a ese
espacio de la ciudad me había llevado a sentir mi vida como desnortada. Hasta
entonces había vivido en ella bajo el impulso de viejos hábitos, seguramente ya
podridos, pero ahora que volvía a estar de nuevo dentro del cementerio, después
de tantos años, veía que todos los pasos que había dado hasta entonces eran
errados y que aquel recinto tenía que haberlo aprovechado yo para iniciar mis
pasos por la ciudad y catapultar mi vida. Al haber evitado el lugar de la
ciudad que guardaba la viva imagen de la muerte, mi vida se había quedado
detenida sin ningún destino, y más muerta todavía, como tocada por una
insoportable levedad.
El interior del recinto me parecía un homenaje a la
naturaleza, con su incipiente vegetación enroscándose en las piedras carcomidas
por el viento y la salitre. La hierba cubría, con su verde lienzo estampado de
margaritas, el velado rostro de los muertos que había ido borrando el paso de
los años y el olvido. Los manojos de flores que colgaban de los nichos daban al
recinto un aire de ciudadela festiva y bien cuidada, y, si no fuera porque se
sabía que aquella era la ciudad de los muertos, podría haberse dicho que era la
parte de la ciudad más alegre y viva. Era como si los muertos, libres ya de
cualquier afán humano, hubieran impuesto su paisaje de sencillez y sosiego, una
vez reducidos a la esencia de sus nombres y epitafios. Los muertos estaban muy
vivos, pensé nada más entrar al cementerio, y me extrañó que ante aquel
pensamiento inesperado yo sintiese que me difuminaba un poco, como si la
grandeza de tanta vida allí yaciendo me hubiera hecho insignificante, ingrávido
como una pompa de jabón, algo mínimo y liviano que se podría llevar una ráfaga
de viento o una ola cualquiera. Sentí que allí todo era más sencillo, más
simplificado. Nadie parecía dar una voz más alta que las otras, ni se levantaba
de la tumba para reclamar atención. Y hasta las flores, que yo veía erguirse
entre esas tumbas, parecían florecer como una proyección de la memoria del
muerto, que ahora se iba ensanchando entre el zumbido de abejas y esparciendo
su polen como una fértil lluvia sobre la tierra. Era como si los muertos
proclamaran "yo también soy esto" y, liberados de sus formas, se
fundiesen con cuanto había a su alrededor. Más allá de la vida, los muertos
recobraban su grandiosa figura, entretejida con la urdimbre de todo lo que
estaba vivo. Y yo, que ya sentía que me iba disolviendo en aquella paz y
dulzura, noté que me venía una idea clara de mi propia identidad, pero cuando
fui a emitir con más concreción aquel pensamiento, solo pude pronunciar en voz
queda algo que se parecía a un epitafio: "aún no sé quién soy".
Y recordé entonces, mientras limpiaba la lápida de mi
padre y evocaba el último día que lo vi con vida, cómo iba a menudo al
cementerio cuando era adolescente para evadirme de las sórdidas clases del
colegio, yo creo que para ver si allí podía aprender las lecciones de vida que
no me daban los maestros y averiguar, por fin, quién era yo. Para evitar que
algún pariente o amigo de mi padre se tropezase conmigo y me acabara delatando,
yo me refugiaba en el único lugar del que podía esperar fidelidad, lejos de las
calles donde sentía que mil ojos familiares espiaban cada uno de mis pasos. Pero
un día en que salía del cementerio a una hora intempestiva, me acabé topando
con la carnicera del barrio que acababa del bajar del autobús, que más tarde le
fue con el chisme a la vecina del tercero, quien al final le preguntó a mi
padre, mientras sacaba la llave del bolsillo para abrir la puerta de casa, si
yo estudiaba lenguas muertas, y mi padre debió quedarse pálido ante aquella
broma macabra, tal vez pensando que un adolescente que cambia las pizarras de
la escuela por los mármoles del cementerio, tenía, por fuerza, que haber
perdido la cabeza. Nunca creí que un disgusto pudiera llevar a mi padre a la
tumba, pero cuando me enteré por mi madre de que ya sabían que me habían
expulsado del colegio, ya no me atreví a volver a casa, y durante algún
tiempo sé que mi padre me estuvo buscando por las playas de la ciudad -donde
siempre regresan los ahogados- y por las calles matinales y desiertas -por
donde dan vueltas los escolares ociosos-, y por los salones recreativos e
incluso por el cementerio, donde se me había visto por última vez, pero ya
nunca me encontró, ni yo pude encontrarle a él. Y a ese último desencuentro con
mi padre (que en realidad fue el único) achaco yo que me quedase un sentimiento
de culpa que siempre trato de olvidar, pues ya no volví a ver más a mi padre
que, según la versión de mi madre, regresó a casa desencajado, dio dos o tres
vueltas alrededor del expediente de expulsión que había plantado sobre el
escritorio, y cayó fulminado sobre la cama mientras escuchaba, tal vez,
aquellas últimas palabras del director del colegio sobre los incorregibles
modales de su hijo: a un hijo como el suyo, sospecho que le dijeron, ya no
queremos verlo más por aquí. Aunque nunca supe en realidad lo que le
dijeron, quizás que yo era tan sólo un fantasma en el colegio, y eso le asustó,
ver a su hijo como un fantasma al que le gustaba visitar los cementerios
después de su muerte civil en el colegio. Sólo los muertos saben sellar con su
silencio los secretos de los vivos, pensaba yo, y espoleado por aquellas
evocaciones infantiles había ido escalando hacia otras evocaciones posteriores,
a otros entierros en aquel camposanto, a otros muertos que me acompañaron un
trecho mientras aún vivían y que ahora debían yacer ahí, y sin darme cuenta
pasó mi vida en un instante como un vendaval, y nunca hasta entonces mi vida me
había parecido como un sueño soñado por los muertos. Mi vida, hasta aquel
momento, pensaba, había sido como un suspiro; igual que como un suspiro había
pasado aquella mañana de evocaciones en el cementerio, mientras adecentaba la
lápida de mi padre y desfilaba por más tumbas y lápidas, escrutando nombres y
fechas y epitafios. Sentía que mi vida tenía allí un ápice de plenitud y que
aquel espacio de la ciudad, donde yo iba a alquilar un nicho al día siguiente,
no parecía, en absoluto, un mal lugar para vivir.
El anuncio que fui a poner aquel día sólo decía SE
ALQUILA NICHO COMO HABITACIÓN, haciendo constar la dirección del lugar y la
hora en que lo enseñaba, sin añadir nada más, porque cuando intenté describir
la habitación -que yo iba a calificar de independiente, copiando otros anuncios
que pululaban por ahí-, me entraron unos escrúpulos absurdos y la mente se me
puso en negro, comenzó a darme un ataque de claustrofobia y tuve que renunciar
a dar más información antes de que empezara a sentirme ridículo por intentar
describir lo indescriptible. Llegué al lugar de la cita acompañado de un
empleado del cementerio (que con gesto evasivo y con desgana no paraba de
repetir que cada vez tenía más trabajo; los muertos casi no le daban ninguno,
rezongaba), y, ya al aproximarme, pude ver que la cola daba la vuelta al muro
de nichos donde se hallaba el de mi padre y estaba a punto de enredarse
con la cola de otro nicho en alquiler que partía del muro contiguo. Ya el día
anterior, había observado que los carteles de SE ALQUILA, que empezaban a
salpicar aquí y allí los frontispicios de los nichos, daban al cementerio un
inusitado aire de vida. Con todo ese aparato de pequeñas grúas, andamios y
escaleras rodadas obstruyendo las avenidas entre los nichos, el cementerio
estaba empezando a adquirir un aspecto próspero de ciudad en construcción.
Hasta entonces ignoraba que el negocio inmobiliario fuese tan lucrativo en una
zona que casi todo el mundo trataba de evitar, e incluso yo mismo hacía años
que no me acercaba por allí. El día anterior, como he dicho, había estado
quitando las telarañas que colgaban de la lápida y rasgando con un cepillo de
púas todo el musgo que siempre da a las tumbas de los muertos ese aire de fantasía
y de esperanza. Y ya había tenido ocasión de darme cuenta entonces de que los
cementerios comenzaban a poblarse de otra especie de fantasmas más espeluznante
aún, fantasmas de alquiler que comenzaban a edificar sus chabolas en el lugar
más marginal de la ciudad, expulsados por el alza de los precios, los fondos
buitres y los desahucios.
Pero, en realidad, yo no estaba allí para
disquisiciones metafísicas. Yo había ido allí a buscarme las habichuelas y
tenía prisa por despachar un asunto que ya me parecía demasiado fúnebre. Así
que no me anduve con contemplaciones ni me puse muy selecto. El empleado (que
era un sepulturero eficaz, aunque seguramente más acostumbrado a meter que a
sacar) tardó tan sólo diez minutos en descolgar la lápida de mármol negro -con
el nombre de mi padre casi ilegible por la caída de algunas letras metálicas-,
picó con un martillo y un cincel la pared de cemento y ladrillo, y al poco
tiempo extrajo sin ningún cuidado el reducto de huesos, los metió en un saco
negro -que más parecía una bolsa de desperdicios de las que se ve en los
contenedores- y me dijo que ya estaba listo. No quise – y luego me arrepentí-
mirar ni saber hacia dónde se llevaban lo que quedaba de mi padre. En los
últimos días había tenido ocasión de pensar en él más que en los años
anteriores y quería sacudirme a toda prisa aquellos recuerdos llenos de
culpa que se me venían encima. Ni siquiera quise quedarme con la lápida como
recuerdo, tal como me había sugerido el empleado, porque en ella iba inscrita
la fecha más aciaga de mi vida, esa que yo me había empeñado toda la vida en
olvidar. Al descubrir el nicho vacío y ya desamueblado, los tres primeros de la
fila, que habían estado empujando para abrirse hueco, se sintieron como
decepcionados, con una expresión idiota en su cara, como si cayeran en la
cuenta de repente de que la muerte podía ser un lugar muy desolado. Los
descarté enseguida porque sus maneras me recordaban a ese tipo de periodistas a
la caza de la última tendencia chusca, moscardones que siempre vienen a
curiosear cada vez que se levanta un cadáver o surge algún extraño fenómeno de
feria. Incluso el tercero de la fila, un joven desenfadado que parecía encontrarse
por allí como en una gira turística, llegó a sacar unas fotos desde
distintos ángulos, pidiéndome antes permiso y añadiendo que eran para enseñar a
su novia. Estuve a punto de lanzar una carcajada mirando hacia los que formaban
la larga cola, pero me contuve cuando me di cuenta de que no era el lugar ni el
momento apropiados. Siempre nos ponemos muy serios cuando entramos en los
cementerios y le contesté, casi cuchicheando y sólo para chascarle, acordándome
de los chistes que antes se solían contar en los velatorios para matar las
horas, que dentro de aquel nicho podían muy bien caber dos perfectamente, uno
encima del otro, y que hacerlo dentro del cementerio daba mucho morbo y la
fertilidad estaba asegurada. No debió gustarle oír aquello al cuarto de la
fila, que parecía tomarse muy en serio lo de vivir ahí y contemplaba aquel
escenario con ojos desencantados. Era, tal como lo recuerdo ahora, un individuo
de mediana edad, más bien bajito, y con aspecto de estar huérfano de vitamina D
–este no va a echar de menos las ventanas, me dije, casi sonriendo ante su cara
pálida, y pensando que ya tenía atrapado al candidato perfecto-. Animado, tal
vez, por la perspectiva que se le acababa de abrir, me preguntó por las medidas
del habitáculo -que yo ignoraba- y, dudando si, una vez sentado, podría
incorporarse para recibir a las visitas sin tocar el techo, asomó tanto la
cabeza que introdujo la mitad de su cuerpo para palpar la humedad de las
paredes. No me parecía bien que entrase a hurgar allí de ese modo, como un
ladrón de cadáveres provisto de cinta métrica, así que le tuve que pedir que
antes me diera tiempo para limpiar el interior un poco. Con las mejores
maneras me despedí de los que aun seguían haciendo cola e incluso creo que les
pedí disculpas por haberles hecho esperar inútilmente en un lugar tan
intempestivo. Me sorprendió ver de soslayo, mientras ajustaba con quien iba a
ser mi inquilino los últimos trámites, que la fila no acababa de romperse; se
habían quedado petrificados y ausentes como si aun esperasen que algo o alguien
entrase o saliese de aquel habitáculo con el que seguramente soñaban después de
haber entrevisto sus luminosas posibilidades. Me pareció que hasta miraban
aquel hueco sombrío con codicia. Pero lo que me chocó fue la expresión
compungida en sus rostros decepcionados. Me pareció que tenían esa cara solemne
y apenada que se les queda a los que asisten a un entierro, y no salía de mi
asombro porque en realidad lo que acababan de ver era cómo había desenterrado
yo a mi padre, lo que debía ser motivo de alegría ahora que el espacio quedaba
despejado con un hueco más para alquilar. La perspectiva de ver al hombrecillo
aquel metiéndose al día siguiente en el nicho, como si se estuviese probando un
traje antiguo de mi difunto padre, me empezaba a inquietar y quería acabar con
aquel negocio siniestro de la manera más limpia y rápida posible. Así que, al
día siguiente, después de que el empleado lo limpiase bien (siguió
despachándome con una mirada furtiva y quejándose de que a los muertos no les
importaba tanto la limpieza), dejé al futuro arrendatario que se metiese dentro
con linterna en mano para salir enseguida un tanto asustado de lo que había
descubierto allí, como si se hubiera topado con otro muerto que nadie echaba de
menos -y a mí me constaba que ahí no había más que uno que acababa de ser
retirado-. Pero no salió quejándose de la humedad, como yo esperaba, sino por
dos o tres grietas que había descubierto en las paredes y de las que decía que
salían ecos. Como, además, se quejaba de que por ahí se desprendían malos
olores, le reproché que, tratándose del primer día, no hubiera venido provisto
de una mascarilla como la que llevaba el sepulturero. Después de hacerle la
observación de que, por el momento, ni por arriba ni por los lados tenía ningún
vecino (y hasta podría utilizar con el tiempo el de arriba de buhardilla e ir
haciendo pequeñas ampliaciones), el hombre se dio por satisfecho y ajustamos el
precio que iba a figurar en el contrato. Antes de darnos el apretón de manos y
despedirnos, intentó convencerse de que aquel hueco no quedaría tan mal una vez
mandase instalar en el techo un juego de luces y trasladase de su trastero
algún pequeño mueble auxiliar. No supe como animarle y sólo se me ocurrió añadir
que lo bueno de alquilar un nicho bajo es que podría seguir cavando con vistas
a construirse un sótano, con la ventaja, además, de que no iba a precisar de
ninguna escalera para meterse dentro- tuve que advertirle de que nunca hay que
dar ocasión a que ocurran desgraciados accidentes-. Viendo, además, que ya en
la puerta del cementerio se quejaba del excesivo tráfico en la zona -por aquí
solo pasan coches mortuorios, me atreví a observarle-, tuve que emplearme a
fondo para no malograr el trato y, sin una pizca de ironía en mis palabras,
mientras cruzábamos el semáforo hasta la otra orilla, me permití felicitarlo
por mudarse a un barrio tan tranquilo.
Y era verdad que lo era, o eso me parecía a mí cuando
lo dije. Yo mismo, después de que mi madre regresase al pueblo, no había
querido cambiar de vivienda para estar cerca de donde yacía mi padre -o lo que
quedaba de él-, quizás por una idea inconsciente de que no me haría bien cortar
de raíz con mis orígenes. Pero desde aquel día, que ahora considero funesto, no
pienso en otra cosa que en mudarme de barrio y abandonar la casa donde durante
un tiempo fui feliz viviendo con mi padre. Pero eso era cuando estaba vivo;
ahora que está muerto, lo de vivir con mi padre me parece una broma de mal
gusto o una auténtica desgracia. Y es que, desde que cerré el trato, tengo la
sensación de que la casa se ha vuelto más pequeña, y aunque el barrio sigue
como siempre sin que pase nada (bien es cierto que cada vez más transitado y
con un tráfico del diablo que provoca atascos y accidentes), noto que en el
interior de la casa, cuando más concentrado me halló en las tareas domésticas,
comienzan a desatarse esos ruidos que me crispan los nervios, como un
desquiciamiento de puertas y ventanas, una especie de crujido en las persianas
que es como un chirrido de roldana que subiese agua estancada de un pozo, un
como arrastrarse sillas que nunca están donde uno las espera (hasta el punto de
que un par de veces me he resbalado al ir a sentarme en una), un zumbido de
moscas que no acabo de cazar y que van removiendo el aire muerto, y hasta noto
cómo asciende un olor a cañerías que llena toda la casa de un óxido metálico
que va pegándose en mi boca. Serán cosas mías, pero hasta me parece que me voy
olvidando de las cosas más recientes y que es como si ya no tuviese ganas de
hacer nada. Serán cosas mías -y no me atrevo a decirlo en alto-, pero es como
si ya me sintiese un poco muerto. Yo se lo atribuía, claro está, al abatimiento
que viene cuando uno se dedica a remover recuerdos, y un poco al remordimiento
por haber dejado a mi padre abandonado a la intemperie. Creo que el
remordimiento es también la razón de que en los últimos tiempos me haya vuelto
más desordenado -cada vez tengo la casa más revuelta y con un gran lío de
papeles- y hasta tengo despistes que me resultan intolerables. No es que nunca
encuentre las gafas en el lugar descuidado donde las he dejado -y que cada vez
repare en más objetos de la casa que echo en falta-, o que los ceniceros los
encuentre impecables en el cubo de la basura (leí en algún lugar que los
fantasmas aborrecen la ceniza, eso sin contar con que mi padre era fumador
arrepentido), o que no me aparezca por ninguna parte la escritura del nicho que
me hace falta para firmar el contrato de alquiler y que me ha dejado todo
empantanado. Es que además me confundo a menudo de calles, o me meto por zonas
de la ciudad que hace tiempo que ya no están como las había dejado, o me
encuentro de pronto, cuando voy a comprar a una tienda, que el negocio ya hace
años que echó el cierre, o que cambió de nombre, o que mudó de género, y hasta
acabo irritando a mis amigos hablándoles de otros amigos que ahora ya están
muertos, pero que yo siento como si estuvieran vivos. Y lo que más me irrita a
mi es cuando me contestan que veo fantasmas donde no los hay. Yo suelo
contestarles, engolando la voz, que la ciudad entera se está llenando de
fantasmas -que pululan por los polideportivos y por los centros comerciales-,
pero por este año mis amigos todavía pueden hacer frente al alquiler y sé que
no tienen la oportunidad de ver esos fantasmas que yo sí veo -como almas en
pena por las estaciones y por los aeropuertos y por todos lados donde haya un
techo- y que, poco a poco, están colonizando la ciudad. Pero el tiempo acabará
dándome la razón, si es que siguen subiendo los alquileres, si es que la gente
sigue viéndose empujada a mudarse de casa en condiciones tan precarias.
Pero lo peor de todo no es eso; es esto que me pasa y
que no me atrevo a contar. Lo peor de todo es que a menudo, dándole vueltas a
esto que me pasa a mi últimamente, me distraigo tanto al volver a casa que
acabo merodeando cerca del cementerio (más ajetreado que nunca, como si el
tiempo se hubiera congelado en un repetido día de difuntos) y a veces entro en
él y me detengo en alguno de los nichos de donde cuelgan carteles, y me veo
acariciando la idea de alquilarme uno para ver si así consigo mantener a raya
los fantasmas que me inquietan desde hace un tiempo, ya sea que me siente en un
banco de una plaza o vaya a sacar dinero y me meta en un cajero. Lo peor es que
cuando vuelvo a casa con la cabeza gacha y cada vez más acongojado, pensando
que otra vez pueden subirme el alquiler de la casa, me encuentro a menudo la
puerta abierta -no entornada, sino abierta de par en par-, aunque yo sepa que
tan despistado no soy y que la dejé cerrada -siempre juro que la dejé cerrada-,
y al entrar, cada vez más amoscado -pues en realidad es que no quiero entrar-
siento que me recibe el fantasma de mi padre, al que oigo dar largas zancadas
silenciosas por el pasillo y siento -¡pobre!- que se detiene a menudo alrededor
de la cama donde echó su último aliento, junto al escritorio donde depositaba
sus papeles, como si buscase por allí el origen de todos sus males, como si al
pensar en aquella última cabezada empezara a darse cuenta de que no había
conseguido despertarse al otro lado de la cama, donde me hallo yo midiendo las
distancias con los ojos bien abiertos; no sabe, el pobre -!cómo lo ignora!-,
que aún sigue soñando al otro lado del sueño, y yo ya no sé cómo hacerle saber
que esa es la cama donde duermo ahora -y en la que ahora ya no quiero dormir- y
temo que pronto la tendré que cambiar por el sofá o por otra habitación, o a lo
mejor mudarme al otro lado de la manzana -donde últimamente voy tan a menudo-,
antes de que las colas se hagan más largas y ya no queden más nichos por
alquilar; antes de que un día, al volver a casa, me encuentre con que por fin
la puerta vuelve a estar cerrada y comience a no entrarme la llave por el ojo
de la cerradura, y me dé cuenta demasiado tarde de que mi padre ha acabado por
ocupar la casa.
Y lo malo es que tengo la sospecha de que mi caso no es
tan raro. Temo que, si los precios de los alquileres no dejan de escalar y
seguimos removiendo los huesos para abrirnos paso por los cementerios, la
ciudad se acabe poblando de fantasmas y ya no quede nadie que se atreva a abrir
la puerta de su casa. Temo que quizás muchos de nosotros no podamos mudarnos a
otra casa cuando venza el alquiler, y nos veamos expuestos a vivir en la
intemperie, como esos fantasmas de alquiler que no paro de ver por todas
partes. No sé, quizás sea esa la señal de que ha llegado el fin del mundo o
algo así, un mundo del revés donde los vivos tienen que ir a buscar cobijo en
la tierra de los muertos y los muertos regresan para repartirnos viejas culpas
por haberse muerto y van ocupando las antiguas casas de donde fueron
expulsados. Quizás, cuando por fin nos hayamos ido a vivir todos a esos cómodos
féretros que tan de moda se han puesto para pasar la noche en los albergues o
en los nichos de alquiler, nos daremos cuenta de que también se nos ha muerto
un poco la ciudad; incluso también nosotros nos habremos muerto un poco y
quedaremos en tierra de nadie, como esos fantasmas que andan buscando, para
ocupar, alguna casa encantada. Entonces sabremos que ya nunca más podremos
volver. A mí, por lo menos, y hablo por propia experiencia, me asustan bastante
los fantasmas. Y ahora que voy acostumbrándome a sus apariciones, me asusta más
todavía el hecho de que desaparezcan, como ya empiezo a notar cuando voy a
coger un avión al aeropuerto, donde tan pronto se les ve durmiendo allí, como
se van desalojando para enterrarse más abajo, en el húmedo subsuelo donde ya
nadie los ve ni pueden asustar a nadie, con esa sutil manera que tienen los
fantasmas de desvanecerse del todo. Tal vez su aparición sea, por cierto,
la única señal de que aún estamos vivos. Ni siquiera sabemos si ellos están más
vivos que nosotros; hasta nos hacen dudar de nuestra propia existencia y vemos
que no es tan grueso el muro que nos separa de ellos, si es que somos capaces de
encontrar una puerta abierta y darnos de bruces con ellos. Incluso a mí, a
veces, me entra el mismo miedo que a mi padre al notar que me olvido de
aquellos tiempos en que no me preocupaba el alquiler y me da por pensar que yo
no logré alcanzar la otra orilla ni volver del sueño; que yo también soy un
fantasma de esos que aún no ha encontrado su casa. Me da miedo pensar eso que
me llena de melancolía y que no me atrevo a confesarme. Prefiero no dudar de mi
existencia, porque sé que existimos, pero cuando vuelvo a casa noto con asombro
que mi padre siempre se sorprende, como si se extrañara de que yo todavía siga
ahí, en esa casa de alquiler que ya no admite más fantasmas, y entonces soy yo
quien se sorprende al verse reflejado en sus ojos. Y si puede verme a mí
-comienzo a cavilar- es porque ya sólo existo en él; creo que sólo existo
en su memoria o en la de otros muertos como él. Y creo que cuando ya deje de
verlos, o ellos dejen de verme a mí, me habré diluido en la intemperie como un
fantasma de alquiler.
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