El 13 de marzo de aquel año (de infausta memoria, al igual que todo el rosario de días que vinieron después), hallándome
de viaje en una ciudad del norte que hasta entonces no había visitado en mi vida y
habiéndome quedado sin papel, me vi obligado a entrar en una papelería en busca
de un cuaderno antes de que amainase la lluvia de ideas y palabras que estaba
empezando a azotarme -y que incluso me hacía la boca agua-, y como tenía prisa por
transcribir aquel torrente que me venía como bajado del cielo, tomé el primer cuaderno
que me encontré sin haber tenido tiempo antes de sopesar la calidad del
material que había adquirido, lo que no comprobé hasta que ya fue demasiado
tarde -el mal estaba hecho-, cuando sentado a la mesa de un café que elegí al azar y entregado a aquellas felices reflexiones que me impedían contemplar la ciudad como hubiera querido, inicié la expedición sobre el
papel, bolígrafo en mano, para ver si por fin me venían las palabras adecuadas
a la situación por la que atravesaba mi viaje en aquel momento, pero enseguida
noté, nada más vi alzarse en la hoja en blanco el perfil de la primera palabra
-yo había pensado en otra muy distinta-, que el bolígrafo se deslizaba sin
orden ni concierto por aquel papel de baja calidad, brillante, resbaladizo y engañosamente blanco como una pista de hielo, y que a todo compás obligaba a bailar a mi muñeca -que a duras penas empuñaba el bolígrafo para que no
se escaparan las ideas-, sin que casi pudiera perseguir las palabras que
me entraban a borbotones por los ojos mientras las iba leyendo, y así, con la
lengua fuera, empecé a perseguir mis locos pensamientos, que se iban agolpando a
trompicones a tal velocidad que también oía desparrarmarse por el salón sus palabras atropelladas, al mismo tiempo que iba dando vueltas el café entero con los espejos y las mesas y sus clientes multiplicados en los espejos, y mis palabras por el cuaderno y por allí bailando y resonando, todo junto y disperso dando vueltas vertiginosamente a mi alrededor, como si yo me hallara montado en la grupa de algún caballito de noria, y, cuando
ya por fin estaba a punto de desmontar de aquel potro enloquecido, noté que las
palabras iban desfalleciendo, como si la tinta del bolígrafo ya se estuviera
agotando, o yo estuviera enfermo, o se fueran devorando las palabras unas a las otras -y es que me estaba quedando de
verdad sin tinta y me había subido la fiebre-, hasta que salí del café yo también agotado por la puerta
giratoria, siempre envuelto en vueltas y más vueltas hasta darme de bruces con la realidad
de aquel viaje a los pies de la estresante ciudad tomada por el pánico, pensando que en aquel café,
dentro del cuaderno, yo tenía un magnífico álbum o serie de fotografías de
la ciudad proyectadas a toda velocidad, y donde todo el mundo se apretujaba y corría con miedo sin saber adónde, un
hormiguero de gentes mareantes que también encontré en la estación de tren de donde pude al fin partir, una vez que conseguí en una farmacia una mascarilla y deshacerme del cuaderno en una papelera,
no era cuestión de seguir resbalando por sus hojas y tropezar después, y caerme
luego, y venir a llevarme como recuerdo de aquella ciudad cualquier desgracia en forma de virus o de cuaderno de viaje.
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