Quede claro que esto no
es un cuento, sino algo raro que me sucedió ayer en el autobús, encima de dejarme la carpeta tirada en la plataforma con todos los apuntes que voy
tomando por ahí para hacer más tarde semblanzas que sean parecidas a la
realidad. Todavía no he reclamado la
carpeta ni se lo he contado a nadie, no vaya a ser que me tomen por un
pirado, pero he llegado a pensar que lo que me pasó ayer también le ha pasado a otras personas, y si esto al final llega a aclararse, podríamos ponernos de acuerdo y firmar algún tipo de reclamación a la compañía de autobuses.
Y esto ha sido ayer cuando me ha ocurrido, volviendo a casa en
autobús poco antes de caer la noche, el conductor me resultaba familiar, algún
viajero lo conocía de cruzármelo en la calle, las conversaciones eran sobre los
mismos tópicos de siempre, y no había habido algaradas en las calles ni ataques
terroristas monitorizados en directo por las cámaras de las televisión, quede
claro que todo había sido muy normal hasta el momento en que me monté en el autobús
número 5. Yo iba entretenido escuchando hablar a la gente, que iba en pareja o en grupo, la
conversación no me parecía ni animada, ni vulgar -lotería, fútbol y quinielas-,
y como era una de esas horas en que la gente está más bien cansada porque
regresa a casa, los gestos eran tan conciliadores que a mí me dio por mirar por
la ventanilla mientras me aburría mirando el perfil ya mil veces visto de mi
ciudad burguesa –que no sé enfade nadie, pero es que es burguesa-. Así que distraído, con
la nariz pegada sobre el cristal húmedo, iba escuchando el runrún del motor y a
los viajeros hablando en mi idioma materno, que como es natural era el suyo, de
vez en cuando apartaba la vista de la ventana y observaba a las madres asomadas
a los carritos de los niños, ancianos sentados en su plaza reservada hablando
de roturas de cadera o cosas así, los jóvenes aferrados a la barra horizontal que cuelga del techo mientras
hacían piruetas sobre el teclado de su móvil con la mano libre, y yo que seguía
haciéndome el tonto simulando mirar a través del cristal
para que ningún manco, cojo o tuerto me hiciese levantarme de mi sitial
con ventanilla, en fin, la misma monotonía que siempre me deja con la boca
abierta de aburrimiento, volví otra vez a mi ventana, fue sólo un instante que
noté el cambio, creo que un segundo antes estuve a punto de dar una cabezada,
pero vi una pintada que me llamó la atención en una pared de un edificio que
estaba a punto de caerse, y abrí bien los ojos – que es como si me hubiera
pellizcado-, y me la quedé leyendo más de la cuenta, como repitiéndola para mí
varias veces seguidas, como si a base de repetirme la leyenda de la pintada
pudiera caer en la cuenta de lo que significaba aquello de “PULPOS NO”, y
mientras daba vueltas a la cabeza pensando en donde podía haber pulpos, y si
eran de los vivos o de los otros, y si eran los pulpos animales extraterrestres,
como la gente dice, empecé a escuchar a la pareja de enfrente, que hasta
entonces habían hablado como hablan todos los cristianos, comunicarse en un
idioma raro, que para nada me pareció
conocido, ni les casaba con aquellas caras y aquellas pintas, y si antes les
había entendido todo, ahora no les entendía nada, por más que trataba de pegar
el oído, porque se habían puesto a hablar en búlgaro o en ruso,
algún idioma de esa zona del mundo en la que nunca he estado. Pensé que eran
gallegos que habían sido emigrantes en otros países en tiempos mucho mejores que éstos, pensé
muchas cosas y no pensé nada, no tuve tiempo a pensar lo raro que era aquello,
más atrás oí a otra pareja hablar en francés, aunque podía ser provenzal, me acordé de la turismofobía y, al empezar a sentirla yo mismo, logre
tranquilizarme por un instante, hasta que distinguí voces en chino o japonés,
no me atreví a mirar hacia mi derecha por si acaso no tenían rasgos orientales,
distinguí también el portugués -aunque podía ser brasileño- y creí oír hablar en catalán -aunque podía ser polaco-, todos estaban hablando en otras lenguas y juro que ni el
autobús ni mi ciudad tienen nada de turísticos. Estaba claro que algo andaba mal. Los viajeros, al verme balancearme de un lado al otro en el asiento,
seguramente que también me mesé los cabellos, yo no sé muy bien lo que hice,
pero sé que llamé la atención, sobre todo por dejar caer la carpeta al suelo de
golpe, seguramente, digo, los viajeros se me quedaron vigilando, porque casi al
mismo tiempo que miraba a los grupos aguzando el oído sin entender ni papa, di
un golpe seco con la frente en el cristal, como diciendo “!Madre mía!, !dónde me he metido!”, y todos
se miraron y se callaron a la vez, como si hubieran visto una mosca aplastada
contra la ventanilla, momento en que pasó lo más extraño que me ocurrió allí, pues
entonces los pasajeros que hasta ese momento no habían dicho ni mú, porque eran
aquellos que iban solos en el autobús, comenzaron a hacer muecas y gestos de
sordomudos, y los que hasta entonces habían estado hablando tan animadamente en
otras lenguas, comenzaron a congraciarse con los sordomudos, replicándoles con
el lenguaje de signos, haciendo grandes aspavientos y agitando los miembros con
un frenesí tal que la cosa comenzó a darme de veras miedo, sobre todo porque me
dio por pensar que estaban todos hablando de mí, que era el único que no conocía
la lengua de los mudos, pero que tampoco decía nada, y me faltó poco para
pedirle al conductor que me abriese la puerta ya para bajarme en marcha, pues
ya mosca, y para saber si me estaban tomando el pelo, pegué un grito
preguntando: "¿pero qué coño está pasando aquí?", lo que todavía me espantó más aún
cuando descubrí que cada uno me
contestaba en mi propia lengua una cosa distinta, y que nada tenía que ver con
lo que yo había preguntado –alguno incluso me contestaba rezando una plegaria o algo parecido-, pero
entonces yo ya estaba más que preocupado por el sonido tan raro que había
salido de mi boca, no sé si aullido o graznido o alguna expresión malsonante en
idioma foráneo. No le di entonces más vueltas a lo mío, porque preferí callarme
la boca. Después de haber timbrado varias veces hasta poner nervioso al
conductor, que pegó un frenazo brusco, finalmente se me abrieron las puertas en una calle que no tenía
parada, y en donde yo estaba dispuesto a tirarme de cabeza. Pero algo me dijo
que aquello no era normal. La voz femenina y sugerente de la cinta grabada que
anunciaba las paradas se comunicaba en mi propia lengua, pero aquella voz
mecánica no podía engañarme en absoluto. Si aquella parada no estaba programada, entonces la
voz no podía ser más que la del conductor, demasiado melosa y seductora para ser
auténtica, y por supuesto imitando, además, la voz de una máquina o de una cinta pregrabada
con voz de mujer. Al poco de apearme, un hombre con gabardina y boina, y con aspecto de espía, me
preguntó por una calle que yo conocía de sobra, porque precisamente es en la que vivo yo –casualidad que no me había ocurrido en mi vida-, y yo muy amable estuve a punto de acompañarle, pero al final fui mucho más astuto que él y no caí en la trampa, y me hice como que era extranjero y que no entendía nada, no fuera que se tratase de una encerrona y me encontrase en el portal a mis vecinos
hablando en diferentes lenguas, así que seguí mi propio paso sin mirar atrás,
dando vueltas y vueltas por toda la ciudad, para despistar en caso de que alguien
me siguiese, tomé una habitación en una pensión modesta, para pasar la noche –que
la he pasado en vela, por cierto-, y hasta ahora no me he atrevido en todo el día
a hablar de esto con nadie, ni de esto
ni de nada, ni siquiera he ensayado en el espejo diferentes discursos para oír mi propia voz, dando los buenos días al auditorio y despidiéndome, tal como me enseñaron
en las clases de oratoria. De todas formas, como digo, lo que más me agobia es
que todavía no he abierto la boca desde ayer por la noche, en la pensión donde
ahora me alojo lo concerté todo por señas y por escrito, y de momento lo único que sé
es que escribiendo puedo comunicarme perfectamente en mi propia lengua. O eso creo.
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