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AYER EN EL AUTOBÚS


 

Quede claro que esto no es un cuento, sino algo raro que me sucedió ayer en el autobús que iba hasta la Torre de Hércules, además de olvidarme la carpeta tirada en la plataforma con todos los apuntes que voy tomando por ahí, para hacer más tarde semblanzas por escrito que sean parecidas a la realidad.  Todavía no he reclamado la carpeta, ni se lo he contado a nadie, no vaya a ser que me tomen por un pirado, pero he llegado a pensar que lo que me pasó ayer también le ha podido pasar a otras personas y, si esto al final llega a aclararse, podríamos ponernos de acuerdo y firmar algún tipo reclamación o manifiesto contra la empresa de tranvías de A Coruña.

 

Y esto ha sido ayer cuando me ha ocurrido, volviendo a casa en autobús, un poco antes de caer la noche, el conductor me resultaba familiar, algún viajero lo conocía de cruzármelo por la calle, las conversaciones eran sobre los mismos tópicos de siempre, y no había habido algaradas en las sedes de los partidos, ni ataques terroristas monitorizados en directo por las cámaras de la televisión, que quede claro que todo había sido muy normal hasta el momento en que me monté en el autobús número 5, una vez que me dieron el alta en el Hospital de Oza. Yo iba entretenido escuchando hablar a la gente, pasajeros que iban solos o en parejas o en grupo, la conversación no me parecía ni animada ni vulgar, y como era una de esas horas en que la gente está más bien cansada, porque regresa a casa del trabajo o de la escuela, los gestos eran tan conciliadores que a mí me dio por mirar por la ventanilla, mientras me aburría mirando el perfil ya mil veces visto de mi ciudad burguesa –que no sé enfade nadie, pero es que es burguesa-. Así que distraído, con la nariz pegada sobre el cristal húmedo, iba escuchando el runrún del motor y a los viajeros hablando en mi idioma materno, que como es natural -o no tanto- era el suyo, entre gallego y castellano, de vez en cuando apartaba la vista de la ventana y observaba a las madres asomadas a los carritos de los niños, ancianos sentados en su plaza reservada hablando de roturas de cadera o cosas así, los jóvenes aferrados con la mano a la barra horizontal que cuelga del techo, mientras hacían piruetas sobre el teclado de su móvil con la mano libre, y yo que seguía haciéndome el tonto simulando mirar a través del cristal  para que ningún manco, cojo o tuerto me obligara a levantarme de mi sitial con ventanilla, en fin, la misma monotonía que siempre me deja con la boca abierta de aburrimiento; volví otra vez a mi ventana, fue sólo por un instante que noté el cambio, creo que un segundo antes estuve por dar una cabezada, pero vi una pintada que me llamó la atención sobre una pared en ruinas de un edificio de los Mallos,  y abrí bien los ojos – que es como si me hubiera pellizcado-, y me la quedé leyendo más de la cuenta, como repitiéndola para mí varias veces seguidas, como si a base de repetirme la leyenda de la pintada pudiera caer en la cuenta de lo que significaba aquello de “PULPOS NO”, y mientras daba vueltas a la cabeza pensando en donde podía haber pulpos, y si se trataba de los octópodos o de los elásticos, y si eran los pulpos animales extraterrestres, como la gente dice, empecé a escuchar a la pareja de enfrente, que hasta entonces habían hablado como hablan todos los cristianos, comunicarse en un idioma extravagante,  que para nada me pareció conocido, ni les casaba con aquellas caras y con aquellas pintas, y si antes les había entendido todo, ahora no les entendía nada, por más que trataba de forzar el oído, porque se habían puesto a hablar  en búlgaro o en ruso, algún idioma de esa zona del mundo en la que nunca he estado. Pensé que eran gallegos que habían sido emigrantes en otros países en tiempos mucho mejores que éstos -por lo menos, para los emigrantes-, pensé muchas cosas y no pensé nada, no tuve tiempo de pensar lo raro que era aquello, porque más atrás oí a otra pareja hablar en francés, aunque podía ser provenzal, me acordé de la “turismofobía” y, al empezar a sentirla yo mismo, logré serenarme por un instante, hasta que distinguí voces en chino o japonés, no me atreví a mirar hacia mi derecha por si acaso no tenían rasgos orientales, distinguí también el portugués -aunque podía ser brasileño- y me pareció oír al fondo que alguien hablaba en catalán -aunque podía ser polaco-, todos estaban hablando en otras lenguas y juro que ni el autobús ni mi ciudad tienen nada de turísticos. Estaba claro que algo andaba mal. Los viajeros, al verme balancearme de un lado al otro en el asiento, seguramente que también me mesé los cabellos, yo no sé muy bien lo que hice, pero sé que llamé su atención, sobre todo por dejar caer la carpeta al suelo de golpe, seguramente, digo, los viajeros se me quedaron vigilantes, porque, casi al mismo tiempo que miraba hacia uno de los grupos aguzando el oído sin entender ni papa, di un golpe seco con la frente en el cristal, como diciendo “!Madre mía!, !dónde me he metido!”, y todos se miraron y se callaron a la vez, como si hubieran visto una mosca aplastada contra la ventanilla, momento en que pasó lo más extraño que me ocurrió allí, pues entonces esos pasajeros que hasta ese momento habían quedado en silencio, porque eran aquellos que iban solos en el autobús, comenzaron a hacer muecas y gestos de sordomudos, y los que hasta entonces habían estado hablando tan animadamente en otras lenguas, comenzaron a congraciarse con los sordomudos, replicándoles en el lenguaje de signos, haciendo grandes aspavientos y agitando los brazos y hasta las piernas con un frenesí tal, que la cosa comenzó a darme de veras miedo, especialmente porque me dio por pensar que estaban todos hablando de mí, que era el único que no conocía la lengua de los mudos, pero que tampoco decía ni mu, y me faltó un pelín para pedirle al conductor que me abriese la puerta para bajarme en marcha, pues ya mosca, y para saber si me estaban tomando el pelo, pegué un grito preguntando: "¿pero qué carallo está pasando aquí?", lo que todavía me espantó más aún  cuando descubrí que cada uno me contestaba en mi propia lengua una cosa incongruente, y que nada tenía que ver con lo que yo había preguntado –alguno, incluso, me contestaba  murmurando una plegaria o algo parecido-, pero entonces yo ya estaba más que preocupado por el sonido tan raro que había salido de mi boca, no sé si aullido o graznido o alguna expresión malsonante en alguno de los idiomas que apenas chapurreo. Pero no le di más vueltas a lo mío, porque preferí callarme la boca, que no he vuelto a abrir desde entonces. Después de haber timbrado varias veces hasta poner nervioso al conductor, que pegó un frenazo brusco, finalmente se me abrieron las puertas en una calle que no tenía parada, y en donde yo estaba dispuesto a precipitarme de cabeza. Pero algo me dijo que aquello no era normal. La voz femenina y sugerente de la cinta grabada, que anunciaba las paradas, se comunicaba en mi propia lengua, pero aquella voz mecánica y postiza no podía engañarme en absoluto. Si aquella parada no estaba programada, entonces la voz no podía ser más que la del conductor, demasiado melosa y seductora para ser auténtica, y, por supuesto, imitando, además, la voz de alguna inteligencia artificial o de una cinta pregrabada con voz de mujer. Al poco de apearme en Monte Alto, ya me andaba esperando un hombre con gabardina y boina,  y con aspecto de espía,  que me preguntó, disimulando, por una calle que yo conocía de sobra, porque precisamente es en la que vivo yo, al lado de la Torre de Hércules –casualidad que no me había ocurrido en la vida-, y yo, que soy muy amable, estuve a punto de acompañarle, pero  al final fui mucho más astuto que él y no caí en la trampa, y me hice como que era extranjero o sordomudo y que no  entendía nada, no fuera a ser que se tratase de una encerrona para llevarme a casa y me encontrase en el portal a mis vecinos en asamblea tocados por el don de lenguas, así que seguí mi propio paso sin mirar atrás, dando vueltas y vueltas por toda la ciudad, para despistar en caso de que alguien me siguiese, y tomé una habitación en una pensión modesta de la calle Orzán, para pasar la noche –que la  he pasado en vela, por cierto-,  y hasta ahora no me he atrevido en todo el día a hablar de esto con nadie, ni de  esto ni de nada, ni siquiera he ensayado en el espejo diferentes discursos para oír mi propia voz, saludando al auditorio y despidiéndome sencilla y claramente, tal como me enseñaron en el curso de oratoria. De todas formas, como digo, lo que más me agobia es que todavía no he abierto la boca desde ayer por la noche; en la pensión donde ahora me alojo, lo concerté todo por señas y escribiendo en papelitos, y de momento lo único que sé es que, por escrito, puedo comunicarme perfectamente en mi propia lengua. O eso creo.

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