Estas reflexiones que saco aquí tienen tres orígenes: Una conferencia que dio El profesor Salgado sobre Nietzsche hilándolo con las ultimas investigaciones llevadas a cabo por Foucault en torno al hacer de la vida un arte, el propio libro de Foucault “la hermenéutica del sujeto”, y el cuidado en todo que observé a mi alrededor durante los cinco días que duró una práctica de meditación (zen) en el centro de Betania en Brihuega. Como siempre agradecimiento a todos. Como siempre, una cosa es lo que se reflexiona y otra cosa es lo que se práctica. Queda dicho que algo de ficticio y forzado hay en estas reflexiones, pues el que las hace anda muy lejos de mostrar el cuidado al que se intenta hacer referencia. Así que tampoco hay que tomárselas en serio. Eso suponiendo que fueran reflexiones en serio. Pero de alguna manera hay que calificarlas.
¿Qué diferencia hay entre la filosofía y la espiritualidad? Es en su libro “La hermenéutica del sujeto” donde Foucault trata de responder a esta pregunta. “Llamamos filosofía a la forma de pensamiento que se interroga acerca de lo que permite al sujeto tener acceso a la verdad, la forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los limites del acceso del sujeto a la verdad. Pues bien, si llamamos filosofía a eso, creo que podríamos llamar espiritualidad la búsqueda, la practica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en si mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad. Se denominar espiritualidad, entonces, el conjunto de esas búsquedas, practicas y experiencia que pueden ser las purificaciones, las ascesis, las renuncias, las conversiones de la mirada, las modificaciones de la existencia, etcétera que constituyen, no para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el precio a pagar por tener acceso a la verdad.” El sujeto, pues ha de transformarse, ha de hacer un trabajo sobre sí mismo que le capacite y le haga digno de iluminarse.
¿Pero estuvo estuvieron alguna vez imbricadas la filosofía y la espiritualidad? En el libro antes mencionado Foucault analiza el principio primordial que caracterizó la actitud filosófica a lo largo de casi toda la cultura griega, helenística y romana, desde Sócrates y Platón hasta Epicuro: se trata del epimeleia heautou” (inquietud de si). Como dice el mismo Epicuro, “todo hombre debe ocuparse día y noche y a lo largo de toda su vida de su propia alma”. Pero si este era el principio rector que guiaba a los filósofos en la antigüedad clásica, ¿por qué ocurre que en un momento dado este principio rector deja de ser guía? “¿Cuál fue la causa –se pregunta Foucault de que esta noción “epimeleia heautou” (inquietud de si) haya sido, a pesar de todo, pasada por alto en la manera como el pensamiento, la filosofía occidental, rehizo su propia historia? ¿Cómo pudo suceder que se atribuyera tanto valor al “gnothi seauton” (conócete a ti mismo”) y se dejase de lado esta noción de inquietud de si con la que se acuñó una serie de fórmulas como “ocuparse a sí mismo”, “cuidar de sí”, “retirarse hacia sí mismo”, “retrotraerse en sí mismo”, “complacerse en si mismo” etc.?
La línea de investigación que abre Foucault en su curso de 1982 es lo suficientemente inquietante como para que se sigua indagando. Pero dejando a un lado a Foucault, cabe insistir en lo que significa este principio de inquietud. Pues no basta con inquietarse, o con desasosegarse. Este debe ser un paso preliminar a un sentir y obrar superior que debería manifestarse luego. Uno se inquieta y al inquietarse se da cuenta de que ya está buscando algo de lo que carece, de que ya está haciendo los preparativos para partir a algún otro lugar que es distinto del que ya moraba. El “epimeleia heautou” los latinos los tradujeron por “cura sui”. Si uno acepta esta traducción se da cuenta de que el “cura sui” está comportando ya una actitud radicalmente distinta al “inquietarse de si”, al preocuparse por si. “Preocuparse por sí”, por ejemplo, no es más que un paso previo a la verdadera ocupación que va a venir después: el estado interior que debería aparecer en lo más profundo nuestro y desde el que vamos a contemplarnos y a contemplar el mundo. Esta nueva actitud debería ser el cuidado. Si el epimelia heautou se traduce en su versión latina como “cuidado de sí” cobra entonces nuevo sentido. Pues el cuidado de sí es un cuidado que al cuidarse a sí, al poner todo el cuidado en sí, repercute e irradia alrededor suyo. Pues nadie puede “cuidar de sí” si en sus relaciones con los otros y con todo lo que le rodea no pone cuidado, pues es en esas acciones con las que obra respecto a los otros con las que el hombre se va ahormando de carne y hueso y va cobrando la figura que es. Entonces el hombre se da cuenta de que cualquier punto externo a él es una ilusión; no es más que una señal para opere su trabajo espiritual en sí mismo. No puede dejar de observar que todo cuanto acontece en su interior esté afectando con irradiación de onda a todo cuanto es externo. Ha de cuidar no sólo su obra, sus actos y sus hechos, sino también sus pensamientos. O podría decirse: ha de cuidar precisamente sus pensamientos, y todo lo que acontece en su espacio anímico, porque este es el único centro visible desde el que van a irradiar todos los actos del hombre. Pensar ya es una manera de estar en el mundo, es la manera de estar según lo que se piensa del mundo. Precisamente la palabra cuidar desciende del vocablo latino cogitare. Pero este cogitare del que viene el cuidar-se es un cogitare muy distinto al cogito del que parte Descartes, cuyo cogito no es un cuidarse sino un cogito epidérmico e intelectual. Si uno pone cuidado en lo que hace y en lo que piensa, está a la vez cuidando de todo lo demás, de los objetos y las personas que le rodean. Pone el cuidado, es decir, trata a las cosas con el cuidado debido, las trata con delicadeza extrema, las mima, las acaricia, les infunde el amor del que es capaz, las acoge en su propio seno, las hace suyas precisamente porque las trata como si fueran suyas. Pero sabe que no son suyas. El cuidado de sí debería implicar un abandono de sí. Uno trata a los seres y las cosas como si fueran suyas porque uno mismo sabe que no se pertenece a sí. Y por lo tanto no se apropia de las cosas, sino que las fomenta y les de toda la libertad de la que puede gozar. Les da todo su cuidado, es decir, las abona para que fermenten y crezcan. Pero sólo se les puede ofrecer a los otros seres y cosas esa libertad cuidando de ellos, pensándolos con la corrección que se merecen. Simplemente los cuida, trata a las cosas con el culto necesario, con la delicadeza suprema.
Pero tratar a los seres y cosas con el culto que se merecen, que eso es el cuidado de sí, no significa cultivarse a sí y cultivar las cosas. Aquí ya se está observando una distancia esencial entre el “cuidado de sí” y “el cultivo de sí”. El cultivo de si implica un culto a sí mismo. Es un culto que no se prolonga a las demás estancias. Nace y muere dentro de sí e implica un culto al yo. En cuanto que todo lo otro no constituye un caldo de cultivo del que ese yo se puede alimentar, nada de lo que es ajeno puede interesarle. Lo ajeno le interesa sólo de una manera egoísta. Cuida de unas determinadas cosas en la medida en que esas cosas pueden cultivarle, son su cultivo. Otro proceder muy distinto es el que toma el cuidado de sí. Sabe que para hacer su labor tiene que cuidarlo todo. Que no puede cuidar la obra que es su vida sino cuida con cuidado extremo de los seres y cosas con los que le ha tocado hacer su obra. Su obra que es solamente el cuidado de sí. En el cultivo de sí el fin justifica los medios; en el cuidado de sí sólo se puede alcanzar el fin al que se está destinado en cada uno de los medios que se está poniendo, en cada instante de tiempo, con cada ser que le está tocando y con cada cosa que está tocando.
Pero está actitud a la que se debería orientar el hombre para hacer una obra digna de su propio ser es una actitud que ha de ser aprendida, experimentada. Es una actitud que tiene que ser forjada. Todavía no se sabe qué formas puede adoptar este “cuidado”, ni que consecuencias se pueden desprender de este cuidado, ni qué clase de hombres puede engendrar. Está por definir todavía este cuidado. Si bien a lo largo de la historia “el cuidado de sí” ha cobrado su propia forma, cada época histórica lo ha de interpretar y ensayar a su propia manera. Se abren entonces las incógnitas correspondientes que hay que tratar de despejar ejecutando la propia vida con cuidado ¿Cómo se puede llevar a cabo este cuidado de sí? Porque sobre el cuidado de sí, sobre esta actitud que sería necesario adoptar para transformarnos y transformar el mundo que nos rodea, apenas sabemos nada y convendría saberlo todo. Y basta mirar levemente de soslayo alrededor nuestro para ver que el mundo que nos rodea se halla en todos los sentidos –exceptuando el tecnológico y quizás por eso mismo- cada vez más descuido, y en su descuido nos arrastra inexorablemente consigo.
Yo aventuro una de las muchas formas posibles en que se puede acoger este cuidado. En castellano existe la expresión “estar de cuidado” para indicar que uno está de muerte, que uno se encuentra tan gravemente enfermo que está en peligro de muerte. Uno está de cuidado porque se ha ido descuidando previamente. Estar de cuidado, pues, constituye un “memento mori”, una meditación sobre la muerte a la usanza en que lo hacían los estoicos. Pero más que tratarse de una meditación se trata más bien de un estado en el que se sabe que todo peligra en sí y alrededor de sí. Es el estado en el que el hombre toma conciencia física de que puede perderlo todo, de que la vida es algo frágil y que tanto su vida como el mundo humano que le ha dado ser corre un peligro de extinción y de muerte. Pero no sería un ”memento mori” morboso, sino salutífero. Con la meditación sobre el peligro de muerte uno acaba matando lo que ya estaba muriendo en él. Lo que ya estaba más muerto que vivo, lo que valía la pena de matar a fin de estar más vivo. Es el momento en que uno se da cuenta de que hay que andarse con cuidado, cuidado que nos va a poner en alerta ante la presencia de la muerte –metafórica- que nos acecha, dejándonos más vivos y más conscientes que antes.
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