viernes, 26 de mayo de 2017

LA PLAGA DEL PLAGIO O EL SÍNDROME DE SÍSIFO CANSADO

 
 


Ahora que acabo de enterarme de que una nueva ministra alemana ha sido cesada por plagiar un tesis doctoral, y ha sido despojada de su título –un año antes el mismo escándalo había envuelto a un ministro de defensa-, pienso que debo andarme con cuidado con lo que voy a decir, no vaya a ser que ya lo haya dicho otro, y que lo esté copiando yo sin darme cuenta, incluso que haya más ministros corruptos en otros países que hayan incurrido en el mismo vicio ministerial y se dediquen a perseguirme por haber intentado aprovecharme de sus tesis, o incluso por caricaturizarlos al defenderme yo de ellos con mis propias tesis. Incluso he tenido la tentación de buscar en internet lo que quería decir, cortarlo y pegarlo tal cual, que más da que ya lo haya dicho otro, si es parecido a lo que yo quería decir y es más docto que yo. Y entonces me acuerdo de Ortega y de Juan Ramón Jiménez, que les molestaba precisamente eso, el ser hombres parecidos, que esa era la mayor desgracia en la que podía caer un hombre: la de parecerse a otro. Me acuerdo de Juan Ramón Jiménez, que le disgustaba tanto el plagio, que se negaba a parecerse a sí mismo, de manera que continuamente se ocupaba de rehacer sus poemas, una y otra vez afilaba el mismo poema, tocando sin parar la rosa deslumbrante hasta hacerla florecer día a día en su papel pautado y, después de publicados los poemas, volvía a retocarlos a fin de poder mantener su obra viva y que no se muriese él en ella. Hasta el punto de que existen varias versiones de mi poema preferido de Juan Ramón Jiménez, “Mi sólo y otro”, y ahora mismo que quiero plagiarle no sé con cual poema quedarme, si con el que escribió primeramente en verso rimado, si con el que rehizo en verso libre más tarde, o con el que finalmente acabó retocando y liberó del verso, y ya lo dejo en pura prosa, que así es la rosa, porque no quería escribir nada que por asomo pudiera parecérsele, no quería “la desidia inmensa de haber sido !Qué fraude! Parecido ¡parecido!, con horas de placer y de comida, de salida, de juego, de dormida, de otro amor, además del grande, de reconocimiento de saludo jeneral”. Porque esto del plagio entre otras cosas tiene que ver con el reconocimiento de saludo jeneral. Algunos utilizan la cultura para que les reconozcan y todo el mundo les salude y les lluevan honores y les granicen títulos y les nieven posteridades y les florezcan laureles, aunque ya sepamos que hemos venido al mundo más muertos que vivos, y que sólo nuestras obras, cada una de ellas en sus instantes todos, son las que vivirán por los siglos de los siglos. Y junto a la medalla, el cargo y el honor, también el oprobio del plagio. El honor, que como ya decía Marco Aurelio, es el móvil humano más poderoso, capaz de mover los culos y los codos de los hombres hasta hacerles perder su naturaleza humana y volverles infrahombres. Y si no lo decía Marco Aurelio, lo digo yo, que no soy menos que Marco Aurelio, con todos mis respetos hacia ese “ecce homo” ejemplar y príncipe de la meditación. Porque esto del plagio, entre otras cosas, tiene que ver con el creerse menos que los otros, con el complejo de inferioridad ante la cultura, con el ver la cultura como un arma arrojadiza que se le arroja a los otros para obnubilarlos, y que se nos rindan, y que se nos abran la puertas giratorias mientras a otros la misma hoja los tumba de rodillas para que nos hagan las genuflexiones. O así parecen actuar quienes entienden la cultura con sentido patrimonial para poder engrosar luego su patrimonio personal.


Lo cierto es que la cultura nos pertenece a todos, y lo que ha dicho alguien debe ser reduplicado, hay que estar continuamente dándole voz, divulgándolo y amplificándolo para que no se apague la voz de quienes merecen ser escuchados. Cada vez que utilizamos una palabra, ya no es nuestra; las palabras fueron en un tiempo de otros que las crearon, y que les dieron su uso, y que nos las entregaron para que nosotros, a su vez, vivamos con ellas y con todo el mundo humano que encierran, para que no las dejemos morir y les insuflemos vida, y las transformemos, y demos así nuevo sentido a la cultura. Por eso nadie puede pretender ser original, pues cada vez que vamos a tomar la voz, ya hay muchas voces que hablan a nuestro través, ya hay muchos otros que han dicho lo mismo de otra manera. Pero es necesario volverlo a recordar con nuestra propia voz. Por eso Borges, que es uno de los escritores más geniales del siglo XX, es a la vez uno de sus más grandes plagiarios, porque sabía que lo que es digno de ser dicho ya no le pertenece a uno, sino a la tradición por la que se le ha dado voz, y por eso también estaba aquejado de esa divina esquizofrenia en la que uno ya no es uno, sino muchos otros, y por eso creía en los libros de arena, en cuyas páginas uno no vuelve a encontrar la página de la que se ha ido y que en vano trata de buscar, porque todas esas páginas son ya de todos y no son de nadie, y sabía que sus páginas no eran ya suyas ni le podrían salvar, porque “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición”. Y tal vez porque se sintió completamente abrumado por la lectura de tantos libros, especialmente abrumado por la lectura del quijote, se le ocurrió inventar a uno de los personajes más absurdos y enigmáticos de la literatura, como fue Jean Pierre Menard, ese apócrifo escritor simbolista francés que decide reescribir el quijote palabra por palabra, -literalmente, sin cambiar ni un solo acento, ni siquiera el punto final-, mediante el estudio del castellano antiguo del siglo XVII y algún otro libro cuya lectura azarosa le predestinase a ser el escritor del quijote del siglo XX. Un nuevo Cervantes apodado Jean Pierre Menard, tan anacrónico como moderno, y no menos importante que el escritor al que trataba de plagiar de la manera más ardua y original posible. Y es que Borges sí que sabía plagiar. Coloca así Borges en nuestro mundo uno de sus famosos objetos fantásticos; estoy convencido que si ese quijote llegara a caer en mis manos, cambiaría mi vida irremisiblemente, tal vez hasta transportarme al siglo XXIII, o acaso me volviese loco y saldría al mundo para encontrar el aleph, poder mirar a su través y encontrarme yo también en su interior escribiendo la palabra aleph en una entrada de apeiron; para encontrar ese disco de Odín que sólo tiene un lado y que ya no podré encontrar porque cayó del otro lado que ya no verá nadie; o tal vez para meterme en la biblioteca de Babel y encontrar ese libro que Nietzsche nunca llegó a terminar porque se volvió loco al saber que aún lo está escribiendo todavía. Porque, como en el Quijote, los libros todavía conservan la virtud de volvernos locos para así salvarnos de la cordura con que nos contamina el mundo que hay fuera de los libros. Leer bien los libros que nos importan es una manera de reescribirlos, cada relectura es una nueva reescritura; cada libro no nos habla desde su tiempo, si no desde un tiempo nuevo -que es la “alephfiana” intersección entre el suyo y el nuestro-, o mejor dicho, en fecundo diálogo con todos los tiempos, incluso los venideros que ya se nos vienen encima, ya que los libros no están muertos, van deviniendo, son colosos que van ascendiendo a la altura de nuestro tiempo, conversan con nosotros, se enriquecen y nos enriquecen, son espejos vivientes que nos reflejan y resuelven el enigma que cambiantemente somos.
 
“Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mí me enorgullecen las páginas que he leído”, dijo también en otro poema Borges. Y lo más curioso es que era verdad, porque qué pobre se hubiera sentido Borges si se hubiera conformado con leer sólo las páginas que hubiera escrito, sabiendo que encima las habían escrito otros que no eran él. En esa distinción que hace Borges entre la lectura y la escritura va ya implícita una distinción moral que atañe a la actitud ante la cultura. Porque hay una distancia enorme entre jactarse y enorgullecerse. Quienes se jactan de su cultura, o ante la cultura, no les mueve otro sentimiento que el del desprecio por aquellos hombres que considera inferiores y a quienes tacha de ignorantes, no dándose cuenta de que su actitud misma ya es fruto de la ignorancia. El que, en cambio, se admira de la grandeza del conocimiento humano y de todo el esfuerzo de la civilización, no puede dejar de concebirse como un humilde obrero de la cultura, y se siente orgulloso de la propia humanidad y reconoce su pequeñez ante la obra humana. Tal vez, entonces, resulta que los que plagian sólo se pueden redimir de ese glorioso anonimato en que consiste la labor creadora de la cultura, plagiando las obras que han escrito otros, a fin de reconocerse por fin en las obras ajenas, sintiéndose creadores al usurpar la personalidad de otro. Tal vez el que plagia lo hace finalmente por inconsciente gesto de altruismo, porque las cosas más retorcidas que llegamos a hacer siempre las hacemos inconscientemente, que es la única manera en que podemos explicar nuestros gestos de pesadilla. Igual eso es lo que le ocurre a la ministra alemana que acaba de dimitir, que no se enorgullece de las páginas que ha leído y prefiere jactarse de los libros que han escrito otros. Habría que pensar que los creadores de la cultura comienzan primero amándola desaforadamente, y que tal es el amor loco que le profesan, que cometen la perversión de fornicar con la cultura, con el arte y con la vida, para así poder engendrar nuevas obras de arte y de cultura y de vida, como un regalo de amor que se le hace a la persona amada. Aunque creo que esto se lo he plagiado a Platón inconscientemente, pero a saber a quien se lo plagió Platón, si acaso vio su idea claramente modelada en algún aleph, en algún claro ideario. Porque quien ama la cultura no se conforma con amar la cultura, ama a los hombres y mujeres cultos que la hicieron posible, y a los que no fueron tan cultos y la fomentaron con su cotidiana, amorosa labor proletaria de querer cumplir con la obra bien hecha, aunque no sean más que los propios zapatos a los que se aplica un zapatero; y al amar la cultura, ama a la vez a todos los hombres y mujeres que gozaron de ella, ya fuesen sus creadores o sus destinatarios. Y luego están los filisteos, los que no saben amar la cultura porque son incapaces de amor en el más amplio sentido de la palabra, y lo que aman es que a ellos les amen, aunque no sea más que aprovechándose del amor que han tenido otros por la humanidad y por la cultura, y ven la cultura no como un medio de llegar a ser mejores hombres y mujeres para poder amar más a las mujeres y los hombres, sino como un medio de elevarse hacia el poder y de conquistar honores.
 
Cultura es aquello que nos queda cuando olvidamos todo lo que hemos aprendido, dijo otro escritor francés, de cuyo nombre no quiero acordarme, no vaya a ser que me acusen de plagio, búsquelo usted mismo en la red (que qué curioso es eso, lo que significa en latín la palabra plagio, cuyo significado he plagiado también yo de algún diccionario: “trampa o red con la que uno caza o es cazado”, que es por donde han sido cazados los ministros plagiarios). La cultura es, pues, una escalera que nos permite elevarnos a comprensiones más altas. Una vez que hemos subido por ella tenemos que arrojarla. O tiene la función –como también atribuyera Wittgenstein a la filosofía- de mostrar a la mosca la salida por el cuello de la botella. Los que no aman la cultura no ven en ella más que una cucaña por la que trepar al poder, y en vez de adquirir por medio de ella una altura de miras, se dedican a esgrimir la cucaña como un cetro con el que atizarnos. O utilizan la cultura como una trampa para atrapar a las moscas y dejar que nos asfixiemos más en el interior de la botella. Lo grave del caso de la ministra alemana es que ha sido la encargada de diseñar los sistemas educativos; durante 17 años esa ministra alemana que no ama la cultura, ni el sistema educativo, se ha dedicado a diseñar sistemas educativos a su imagen y semejanza. No se puede ver en el plagio más que un signo de nuestro tiempo, ese tiempo en el que los brokers se enriquecen especulando y plagiando el dinero que es patrimonio de todos, en que los bancos copian y se apropian de todos los derechos de autor que los ahorradores han ido acopiando con el sudor de su frente. Esos derechos de autor que son los más pisoteados de la tierra, porque el dinero tiene siempre la misma cara acuñada, y es fácil de plagiar y está marcado, y ya tiene dueño, y para los demás sólo dejan filtrar por los sumideros la calderilla, la moneda falsa. La cultura del plagio es la cultura de la falsedad, del que quiere aparentar que sabe, porque no es capaz de saborear, de aprovecharse del saber de los demás, más bien prefieren explotarlo y ordeñarlo. Tal vez es ésta la enfermedad de los que no aman la cultura, aún ocupando los más altos puestos institucionales, no ver que la cultura es un organismo vivo donde se van depositando todas las energías espirituales de la humanidad. Para éstos, la cultura es cosa muerta, algo que está en la letra y no en el espíritu, y que por tanto puede copiarse letra a letra, sin lesionar el propio espíritu.
 
Cultura también tiene el sentido dialéctico de ir ascendiendo hacia toda genealogía -y a la vez sumergiéndose- para revivir y revitalizar aquellos momentos espirituales que fueron originales, traer de nuevo a la vida lo que ahora nos parece muerto, hacer que las soluciones que en otro tiempo dieron los hombres a sus problemas nos sirvan para solucionar nuestros problemas. Dice Ortega que lo valioso culturalmente no tiene que valer de una vez para siempre, pero tiene que valernos a nosotros de una forma nueva, tiene que estar reverberando en nosotros, tenemos que hacerlo consciente, sacar a la superficie y a la conciencia lo que vale sólo en nosotros a modo inconsciente. En eso consiste la tarea de rescatar la cultura: traer a la consciencia nuestros saberes y potencias, a la vez que se cuenta con la experiencia vital de la historia humana. No se trata de reproducir, de copiar, de plagiar, o de memorizar, sino que tenemos que rememorizar, hacer “anámnesis”, tenemos que recrearla en nosotros mismos, tenemos que reinventarla, tenemos que incorporarla, hacerla viva, traducir a nuestro dialecto moderno lo que está dicho en un lenguaje arcaico, vestir con nuevos símbolos lo que tiene un ropaje simbólico ya apolillado. Tarea de sastre de quien tiene que vestir a un rey siempre desnudo y destronado –y al que siempre hay que decir que está desnudo- y que no tiene nada de tarea ornamental. Si hacemos caso del mito del paraíso perdido, lo primero que hicieron Adán y Eva después de comer del fruto del árbol de la ciencia fue cubrir su vergüenza con una hoja de higuera. Es la actitud del que ya sabe algo y tiene vergüenza por no saber casi nada. El primer gesto cultural es siempre el de vestirse, el de protegerse de la intemperie, porque la cultura es lo que media entre el hombre y su propia intemperie. El recurso al plagio en nuestra cultura significa caer en el peligro del que nos advertía Ortega, que es convertir la cultura en algo momificado, en algo que se nos vuelve mostrenco y pesado, y que es como un fardo y como una condena, como esa roca que en su castigo tiene que transportar Sísifo haciéndola rodar cuesta arriba hacia la cima de una montaña, por haber sido castigado por los dioses. Pero en realidad a Sísifo, que con su roca podría empuñar el emblema espiritual del hombre, no le importa subir esa roca, no le pesa tanto como parece, porque es una roca que está viva. Es la roca con la que Sísifo se va modelando, en la que va plasmando la forma espiritual en que él consiste, todos sus anhelos, sus intenciones, sus propósitos. Al plagiar lo que otros hombres han hecho, renunciamos a lo que tiene la cultura de labor creadora. Ortega diría que la figura del plagiario es la figura del que renuncia a su propia perspectiva, la del que renuncia a reabsorber su propia circunstancia y se coloca en la “atopía”, en un lugar absurdo, desplazado de todo tiempo y lugar, desorientado. La función de la cultura sería entonces para Ortega la de incitarnos u obligarnos a encontrar una orientación dentro del confuso laberinto que es nuestro mundo, la de apremiarnos a encontrar un sentido a nuestra circunstancia y a nuestro tiempo. Se trata de encontrar la voz propia. El plagiario es un ventrílocuo, alguien que oye voces y las repite de un modo esquizofrénico, porque es incapaz de reintegrar su personalidad, porque es incapaz de encontrar una personalidad en la cultura, no es ya capaz de ver su fisonomía y se conforma con la fisonomía de una máscara. Al no tener perspectiva, el plagiario no puede ordenar su mundo y se le aparece todo como un caos. Y al verse rodeado de caos -como todos nos vemos rodeados-, en vez de ponerse a nadar, el plagiario hace un ademán absurdo, es decir, responde generando más caos y se pone a fingir que está nadando hacia la costa, o bien se monta sobre una ola creyendo que la ola misma es su tabla de salvación. Ortega diría que el plagiario, el falsario es el que ya no es consciente de que es un náufrago, deja de chapotear y se hunde en el fondo. En el fondo de la confusión, de la barbarie y de la estupidez. Es claro donde conduce el plagio como síntoma cultural: hacia la decadencia de la cultura. Todo momento histórico que desatiende su labor cultural desemboca en pura catástrofe, precisamente por su incapacidad de dar solución a su realidad problemática. Puesto que la vida es algo problemático con lo que hay que manejarse –sigo interpretando y plagiando a Ortega-, al arrumbar la cultura como algo decorativo y obsoleto, el hombre se queda sin su herramienta y se hace incapaz de dar soluciones, porque se queda sin su potencia creativa, que está hecha de complejidad cultural, que no es algo que el hombre tenga en su mano como facultad bruta, sino algo que tiene que afinar y refinar constantemente. “El hombre tiene dentro de si una misión de claridad en la tierra”. Al despojarse de la cultura, el hombre no sólo se queda sin claridad para la solución de los problemas, sino que se queda a la vez sin misión, sin tarea, y todo lo que el hombre hace a partir de ahí es ya capricho del destino, ocurrencia. O dicho en palabras de Heráclito, otro antiguo oscuro al que procuro plagiar, pero al que también interpreto y traigo: Cuando el hombre se desentiende del logos –cuando el hombre no se desvela por encontrar la inteligencia que da orden a las cosas- vive como sonámbulo, como en sueños: eso es el plagiario, un autómata, alguien que realiza actos sin ser él su dueño, porque se mueve a impulsos, como siendo movido mediante hilos, alguien que repite voces que él mismo no ha ordenado, voces apagadas a las que no ha podido insuflar vida, ni traer a la superficie de la conciencia para convertirlas en voz propia. Alguien que por no contar con su cultura, que por no hacer contar la cultura, vive como un bárbaro dentro de la cultura. La figura del plagiario es la del imitador y la del bárbaro, alguien que se conforma con copias porque no le interesa el original, alguien que sólo quiere un título universitario para colgarlo en una pared del recibidor con el que impresionar a las visitas, alguien que confunde el culo con las témporas, el medio con los fines. La figura del plagiario es la figura del bárbaro, porque al desentenderse de su vida cultural, espiritual, ya sólo es capaz de vivir su vida espontánea, que es la más parecida a la de un bruto. Sólo puede vivir ya la vida materialmente, y por eso cree que reproduciendo la materia puede vampirizar el espíritu. Pero es al revés, sólo reproduciendo y recreando el espíritu de la cultura puede dar materia a su humanidad. El que vive materialmente, el falsario, vive como un fantasma, se desmaterializa y es ya incapaz de encontrar su forma humana. Y si quienes nos están ordenado el sistema educativo son espiritualmente sosias o bárbaros, su diseño del sistema educativo no puede ir dirigido más que a convertir a los ciudadanos en brutos o replicantes. El despojo del sistema educativo de su contenido humanista y su transformación en mero saber técnico y utilitario no puede tener otra conclusión que el embrutecimiento de la cultura. Es la actitud de ese personaje de una película de Woody Allen que hace un agujero en el escaparate de una joyería con el fin de robar un diamante, y acaba echándose a correr con sólo el fragmento de cristal que ha efraccionado. Para Ortega, la vida ha de ser culta y la cultura ha de ser vital. Desde el momento en que se corta el cordón umbilical que nos une con la humanidad entrañada en la cultura, se trastorna la ecuación, y entonces la cultura se convierte en algo muerto y la vida se vuelve más inculta. Es decir, la civilización está, como siempre lo ha estado, en peligro de volverse salvaje, en peligro de barbarización. Para Ortega, la vida existe simplemente para ser vivida, sólo por ella misma, sin someterse a instancias ajenas, ni siquiera para someterse a la beatificación de la cultura. El problema es que en una época esencialmente inculta –la figura del ministro de educación como un plagiario es claro síntoma-, una vida despojada de cultura resulta ser menos vida, es vida insuficiente que corre el peligro de volverse anémica, algo que ocurre cuando la cultura se toma como algo ortopédico y se emplea a modo de puño americano para abrirse paso y lograr promocionarse socialmente; no como algo que hay que hacer vivo y convertirlo en órgano necesario, metabolizarlo, incorporarlo, hacerlo nuestro. Habría que preguntarse que es lo que delata una época en que los ministros de educación se vuelven plagiarios, a qué grado de subversión está llegando una civilización en que los ministros se hacen serviles, y son incapaces de dotarse de su propia autoridad, y necesitan investirse de la autoridad de otros, “honoris causa” mediante. Y caen a la vez en el mayor peligro que el hombre puede caer, que es el envilecimiento, el encanallamiento. ¿Qué empieza a ocurrir en el mundo cuando los que mandan se convierten en canallas?. ¿Qué ocurre cuando un ministro de educación, o de defensa, incurre en la más prototípica forma de falsedad, que es el plagio?, es decir, ¿qué ocurre cuando los que mandan arrastran vidas fraudulentas y se niegan a vivir de una manera auténtica, y son auténticos impostores que no pueden promulgar más que leyes impostoras?. Este fenómeno extendido a toda la vida política, el de la corrupción, tiene precisamente su origen en que los que nos gobiernan son auténticos impostores; carecen de toda autoridad, y en vez de gobernar para el pueblo que les ha delegado, gobiernan para todo el entramado de poderes políticos y económicos al que auténticamente representan, que es la única autenticidad que les da relieve. Es decir, son hombres de paja, sucedáneos, figuras que están en lugar de otros, que son los que verdaderamente mandan, y que son los más impostores, los verdaderos plagiarios; o como nos manifiesta el vocablo latino “plagiarius”, del que procede la palabra en castellano: “son los que compran a un hombre libre como esclavo”. ¿ Que ocurre cuando el sistema entero se convierte en una fina telaraña de latrocinio y de formación de brutos y de esclavos, en un sistema de usurpaciones e imposturas? ¿Qué pasa cuando el sistema capitalista entero se queda sin cabeza por perseguir nada más que el capital?
 
Decía Goethe que la naturaleza es un libro abierto para quien sepa leerlo. Lo mismo que se predica de la naturaleza se podría hacer extensivo a todo el sistema de nuestro complejo mundo, en que como siempre andamos perdidos. Pero ¿qué pasa cuando el sistema educativo prescinde de su labor “paidética” y se comienzan a clausurar los libros y a embotar las herramientas que poseemos para leerlos?. ¿Que pasa cuando una sociedad comienza a volverse analfabeta funcional y es incapaz de interpretar su mundo porque se ha cortado el cordón umbilical con los otros mundos históricos, con anteriores interpretaciones, con antiguos modos de saber y de entender el mundo. Nada es menos parecido a un cementerio que una biblioteca. Encerrado en su torre y rodeado de libros, Quevedo consigue vivir en conversación con los difuntos y escuchar con sus ojos a los muertos, y logran estos muertos fecundarle sus asuntos y hablarle despiertos al sueño de su vida. Yo creo que también Quevedo plagiaba a Heráclito, o tal vez es que Quevedo estaba loco y se creía contemporáneo de Heráclito, e incluso se encerraba con él en esa torre y, después de mantener íntimo diálogo, se dedicaba a divulgarnos sus oscuros oráculos, en forma de “soy un fui, y un será y un es cansado”. Porque ya se sabe que los buenos libros acaban volviendo locos a sus lectores y les liberan de la gris cordura del mundo externo, para volverse esquizofrénicos y danzar al compás de una compleja polifonía. Nada se parece menos a un cementerio que el depósito de la cultura que es la tradición, lo que no quiere decir tradicionalismo, ya que romper con la tradición resulta ser también una de las maneras más profundas de dialogar con ella, pero los momentos históricos más emancipatorios han sido también los más eclécticos, o los más comunicativos con los otros momentos históricos. Pocas cosas nos ayudan más a vivir despiertos y a dar nuevo sentido a nuestras vidas que la obra de la cultura, que ese diálogo con la tradición y con todos los muertos que nos vuelven vivos. Cada época tiene la misión de desentrañar la tradición, de traer toda la obra cultural de la humanidad delante de sus ojos y descifrar el lenguaje espiritual en que ha sido forjada, que es su propio lenguaje, el lenguaje en el que hacemos las preguntas que la misma tradición nos ha formulado para que nosotros podamos continuar respondiendo y seguir preguntándole a otros. “Yo he venido al mundo para despertar a otros”, decía Petrarca aludiendo a la misión que daba sentido a su tarea, en palabras que tanto gustaban a Giovanni Papini -otro de esos muertos egregios que sería bueno rescatar-. ¿Pero quienes vinieron a despertar a Petrarca, que a su vez despertó a Giovanni Papini? ¿Quiénes vendrán a despertarnos del pesado sueño en que vivimos? ¿Y seguiremos siendo opio y modorra para otros, o vendrán otros que se apoyen en nuestra vigilia y despierten también del sueño del que al fin nos hemos despertado?
 
Si cada generación no se encarga de descifrar el álgebra en que está cifrada la cultura, ésta se hace improductiva y se vuelve un arma en manos de analfabetos. Sin reconstruir y entender el alfabeto con el que está compuesta la cultura, y sin el diálogo con otros tiempos pretéritos y con otras culturas, es imposible entender e interpretar el mundo en que vivimos, ni crear ninguna producción cultural de fuste, ya sea artística, jurídica, ética, política o científica. Sin una profunda comprensión de lo que es la cultura y la historia, los hombres están condenados a vivir en medio de su cultura de una manera bruta, artificial. Aunque la cultura parezca un órgano artificial, su falta de uso nos condena a vivir una vida desnaturalizada, una vida que por estar desorientada de toda coordenada de espacio y tiempo, no logra interpretar el sentido de la obra que se representa, ni puede desempeñar bien su papel, ni consigue asignar una tarea para su tiempo. Si el hombre acaba reduciendo la cultura a la ciencia y a la técnica, preteriendo su plano humanista, podrá llegar a explicarlo todo, pero sin comprender nada, o por lo menos sin comprender de qué materia está hecha su complejidad cultural y humana. Y entonces estaremos condenados a llevar una existencia absurda, que es ese tipo de existencia al que, según Albert Camus, estaba condenado a llevar Sísifo en medio de su castigo. Sísifo representa para Camus el héroe absurdo por antonomasia, pero al reafirmar el absurdo del mundo, no dándole la espalda, logra dar felicidad y nueva sentido a su tarea. Y es que cada generación y cada época tiene como destino la labor de dar sentido a su tiempo por medio de las herramientas epistemológicas y técnicas que tiene a su alrededor. Si esas herramientas comienzan a embotarse por no darle el verdadero uso, la voz de su tiempo comienza a ensordecerse y el contorno de su mundo comienza a opacarse. Y comienza a vivir a sordas y a ciegas, a tontas y a locas. Cada generación, en su relevo, tiene que retomar todos los saberes anteriores, todos los símbolos y mitos, todas las formas culturales y artísticas, todas las imágenes del mundo con que ha contado la humanidad, y hacerlas hablar de nuevo; tiene que enriquecer toda la tradición anterior, incluso tiene que conocer la historia de todos los errores, de todas las “imago mundi” fallidas, para no incurrir en nuevos fallos, o incluso para saber cómo es posible vivir en un mundo fallido. La imagen del mundo que una época tiene sobre sí puede haber, a la postre, resultado fallida, pero toda existencia histórica tiene ya de por sí algo de fructífera, y su conocimiento también a nosotros nos resulta fructífero. Si por instrucción insuficiente se rompe la continuidad de esa cadena cultural, si se rompe el diálogo con toda la tradición, el momento cultural de una época se convierte en un monólogo, que es precisamente el medio comunicativo predilecto de los que viven en un mundo autista o de los que han perdido la cordura.
 
Y es que la cultura en nuestro tiempo parece adolecer del síndrome de Sísifo cansado. Camus tomó el mito de Sísifo y lo reinterpretó según su propia circunstancia. Es decir, Camus interpreto el mito de Sísifo para su propia vida y para su propio mundo, en una epoca marcada por el existencialismo y las dos guerras mundiales. Cada época debería tener su reinterpretación de los mitos, y para cada persona debería reportarle el mito un significado singular. No está escrito en ninguna parte cuál sea la interpretación de los mitos. El mito está hecho, nos dice Camus, para animar la imaginación. Es la manera que tiene Camus de concebir la cultura como algo vivo, como algo que tiene ánima, como obra viva del espíritu que tenemos que asimilar y que incorporar para que nos reanime y nos llene de contenido. El mito como creación es una forma arquetípica en que el hombre entiende su realidad y que le ayuda a comprender mejor su mundo y a orientarse en él. Pero la riqueza del mito, como la de cualquier creación cultural de valor, es inagotable, nunca está cerrada, y cada generación y cada persona ha de sumergirse en ese maremágnun que es el mito o la creación cultural, pescar su hondo significado dentro de él y reinterpretarlo de nuevo. Lo mismo es extensible a la cultura. Ha de enfrentarse a toda la tradición, a toda la sustancia cultural de la humanidad y cotejarse con ella, valorar todos las épocas y todos los saberes, tomar partido y perspectiva, y de esa forma darse una personalidad y una fisonomía propia, que no es la misma que la personalidad del bruto que toma partido dándole la espalda a la cultura y viviendo desde una posición adánica o, lo que es lo mismo, desde una posición bárbara, desde la figura del falsario y del plagiario. La humanidad se ve siempre ante la tarea de hermeneutizar la cultura, de retinterpretar de nuevo los símbolos y los mitos y todo el repertorio de conocimientos; tiene que contar con todos sus saberes y darles nueva forma y significado, hacer valer de nuevo todo lo que valió para otros tiempos, como el neoplatonismo reinventó a Platón, como el renacimiento resucitó a los clásicos, como Copernico astronomizó con nuevos números la matemática armonía de los pitagóricos, como los románticos revalorizaron la edad media, como los surrealistas reaccionaron ante el realismo que les precedió, reinterpretándolo a su modo salvajemente civilizado. Cada época se configura tomando una nueva perspectiva histórica y cultural respecto a toda su tradición mediante un diálogo que trata de ser fructífero. Y la tarea es hercúlea. Más colosal a medida que la historia va refluyendo y que la humanidad va envejeciendo. Pero sería lamentable que una humanidad que envejece, y que va perdiendo las energías de su propia espontaneidad, tuviera que descontarse de su propia experiencia y tirase toda su cultura por la borda.
En su castigo, Sísifo no se desprende de la roca que ha de arrastrar hacia el ápice de la montaña. Porque su tarea no es hacerla descender por la pendiente, cosa que pudiera ocurrir si Sísifo se desprendiese de la Roca. Si eso ocurriera y Sísifo renunciara a su tarea dejando caer la roca, habría tomado el rábano por las hojas y la roca rodaría al revés pendiente abajo, en vez de empujarla rodando cuesta arriba, como le obliga su tarea. Nunca llegará a rodar, en cambio, por ese otro lado de la pendiente que le aguarda como tierra prometida una vez corone la montaña que está condenado a subir. Ese ideal es el cebo que los dioses ponen a Sísifo para que no se desaliente en su tarea de subir la roca. Sísifo tiene que subir la roca hasta la cima y echarla a rodar por el otro lado de la pendiente, ese es el fin de su tarea, siempre inacabada, inacabable. Pero los dioses son crueles en sus castigos, y Sísifo nunca llega a coronar la cima: la roca se le zafa de la espalda, o bien se le escapa de las manos, y sale rodando otra vez por el lado inconveniente. Y otra vez tiene que  volver a cargar con la mole escurridiza. Para Camus – véase su ensayo titulado “El mito de Sísifo”-, el castigo de Sísifo representa el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra y por el desprecio a la muerte, entre otros muchos sentidos que no se desvelan aquí para mantener el suspense del lector curioso. Es la interpretación del mito que hace un hombre apasionado de la vida, como era Albert Camus, la interpretación del mito con el que el que muchos nos educamos, y que nos hubiera gustado plagiar. Voy a tratar de plagiarlo y de reinterpretarlo. Su relato del mito es inmejorable: yo me limito a describir los hechos. Sísifo revela ciertos secretos de Zeus – nada trascendentes, comete sólo la indiscreción de divulgar un enredo de Zeus con alguna de las doncellas a las que siempre andaba acechando- y, como venganza, ordena a su hermano Hades, el dios de los infiernos, que le arroje al tártaro. Pero Sísifo, hijo de Eolo, y como su propio hijo Ulises, famoso por sus astucias, engaña a Hades, y como si fuera un escapista, le coloca unas esposas en las muñecas con la excusa de enseñarle su mecanismo, y le mantiene preso en su propia casa durante varios días, intervalo durante el cuál la muerte queda sin ocupación en la tierra, y hasta los cadáveres de los decapitados se pasean como pollos sin cabeza. Hasta el propio Ares, dios de la guerra, se queda sin cometido y tiene que contemplar cómo los campos de batalla se llenan de guerreros tan inmortales como él, y tiene que intervenir y liberar a Hades, y vuelve a mandar otra vez a Sísifo al tártaro. Pero antes de su viaje al tártaro, Sísifo da sus ultimas instrucciones a su esposa Mérope: Camus nos refiere que “le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública”. Lo que astutamente le da ocasión para preparar la coartada genial que le permita volver otra vez a la tierra. Cuando llega a la casa de Hades le dice a Perséfone, la mujer de éste, que tiene que volver a la tierra para vengar la afrenta y enterrar el cadáver que no ha enterrado su mujer. Porque sabido es que Sísifo era un auténtico donjuán que engañaba a todas las mujeres, especialmente a Perséfone, quien sólo podía reinar en el tártaro durante tres meses, para regresar a la tierra durante los nuevos siguientes meses del año. Así que Sísifo era tan astuto que se aprovechó de su nostalgia y comprensión, y Perséfone le dejo marchar. Y Sísifo incumple su promesa de volver y ya no regresa a la penitenciaria; se trata de una película que ya hemos visto muchas veces, una película llena de comicidad, en que el prófugo aprovecha su permiso para escapar y darse la gran vida. Camus nos cuenta que Sísifo, “cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la sombra infernal”. Hasta que tuvo que intervenir Hermes, el mensajero de los dioses, el policía olímpico, el conductor de las almas al Hades; lo busca, lo captura, lo lleva de vuelta a prisión. Por su osadía, Sísifo es condenado entonces a un castigo ejemplar, que bien podría convertirse en metáfora de la labor que ha de llevar a cabo el hombre en medio de la cultura, o mejor dicho, con el peso de la cultura sobre sus hombros. Los jueces de los muertos, Minos, Éaco y Radamantis le muestran una inmensa mole y le ordenan llevarla rodando cuesta arriba hasta la cima de una montaña, para que luego la eche a rodar por la otra ladera. Cada vez que está a punto de coronar su tarea, el peso le hace retroceder, la mole se desmorona cuesta abajo y tiene que volver a comenzar su obra. Con precisa expresión, Camus dice que su roca es su cosa, es decir, su roca es su asunto, su realidad. No tiene más remedio que bregar con ella. Lo que no nos advierte Camus es que esa roca tiene la forma exacta en que se había metamorfeseado Zeus en un episodio inmediatamente anterior, para poder esquivar al dios fluvial Asopo, quien le perseguía por haber secuestrado y violado a una de sus hijas. Así pues, la roca que hace rodar Sísifo es una roca a la manera de Zeus, una hierofanía, la forma en que un dios o lo sagrado se manifiesta y se inscribe en una realidad hecha de piedra. Es decir, Sísifo es condenado a cargar con el peso de los dioses, a quienes ha engañado. El peso que ha de cargar Sísifo es sobrehumano, pero en su esfuerzo Sísifo aspira de alguna manera a homologarse con los dioses, y eso le hace su tarea más liviana. En su castigo, Sísifo ha penetrado en otra esfera y deja de ser un héroe para convertirse en dios, al cargar sobre sí el peso de las leyes que hasta entonces eran obra de los dioses. Tampoco se nos dice nada acerca de las características de la inmensa mole que ha de subir Sísifo a la montaña, pero hemos de imaginar que cada vez que la piedra echa a rodar cuesta abajo, en su crueldad, los dioses la hacen rodar a modo de bola de nieve que va acreciéndose, de manera que cada vez que tiene que subir otra vez la roca a la montaña, esa roca va gravitando más pesadamente, se le va haciendo cada vez más inmensa y fatigosa, más inmanejable, cada vez se le va cayendo con más facilidad. Los mitos gustan de la paradoja. La paradoja es la forma en que ellos expresan la compleja riqueza que encierra la vida humana y las leyes cósmicas; expresa los límites de una existencia inagotable que hace coincidir a los contrarios. En su ascenso a la montaña, la roca que acarrea Sísifo se va haciendo más ingrávida gracias al ímpetu que la sostiene, al vigor que le aporta. Todo lo que asciende es volátil. En su descenso, en cambio, la roca va arrastrando el propio material de la montaña, y se va haciendo cada vez más inhumana, hasta que, al llegar a la sima, se acaba fusionando con la propia tierra. Cada vez que Sísifo retoma su roca, su tarea se asemeja a la de Atlante -condenado a sostener sobre sus hombros la bóveda celeste-, porque todo lo que desciende tiene la gravedad de lo que es insoportable, de lo que tiene que empezar de cero y ser reconstruido desde sus propias ruinas. En las sucesivas caídas de Sísifo, hay algo que muere, pero algo que muere a modo de ave fénix, para volver a resurgir de sus cenizas con cada nuevo levantamiento. Y sin embargo, Sísifo no parte de la nada, ni su labor será una “creatio ex-nihilo”: regresará para crearse a sí mismo a partir de sus cenizas, que todavía conservan el rescoldo y la memoria de lo que fue un día llama viva. Sísifo está condenado a subir la roca para siempre. Pero aquí siempre no significa eternamente. La eternidad es cosa de dioses. Contra lo que se pudiera pensar, los dioses no son crueles con sus castigos: sólo ponen a lo humano en su sitio. No les castigan; les impone a los hombres la tarea según su propia naturaleza y medida. Los dioses son eternos, pero la eternidad de las tareas que imponen a los hombres ha de cumplirse dentro de los límites humanos, y ajustada a sus propias coordenadas. Al secuestrar a Hades y obligar a cerrar el tártaro a los muertos, Sísifo logra liberar lo humano de la muerte, pero también del peor castigo con que los dioses amenazan a los hombres, que es el temor a los infiernos. Los dioses castigan a Sísifo por haber puesto en entredicho las leyes con que los jueces de los muertos juzgan las obras de los hombres. Al igual que Prometeo, Sísifo es castigado por su rebeldía luciferina y por haber conquistado para los hombres el duro camino de la libertad, que ha sido ganada con la revelación de las leyes que él mismo se promulga. Sísifo hace inmortales a los hombres, pero los hombres no pueden lograr su inmortalidad más que en su propia condición humana, que no puede cumplirse sino por medio de una laboriosa tarea. Los hombres descendientes de Sisífo serán ya para siempre seres tanatófagos: sólo podrán alcanzar su inmortalidad a condición de alimentarse de los muertos, quienes transfunden su propia sabiduría, a la vez que les infunden su espíritu inmortal. Sólo la carne del hombre muere; los dioses ya nada podrán contra su espíritu. Y los hombres han ganado a los dioses su pulso contra la muerte. Cada vez que Sísifo arrastra su roca cuesta arriba, la roca va creciendo, va transformándose, y el propio Sísifo se va transformando con ella, va envejeciendo con ella, se hace carne con ella y se entusiasma con ella. Resucita con ella, se vuelve inmortal gracias a ella. El hombre sólo puede hacerse inmortal regenerándose, y para regenerarse tiene que seguir alimentándose de todos los muertos que han ido dejando su huella en la faz de la tierra por medio del espíritu humano. De ahí la veneración que va a sentir el hombre por sus antepasados, el culto a la muerte y a los muertos, que es la madre de toda filosofía, la musa que inspira los albores del arte, y el misterio que abrazan todas las formas religiosas. Sísifo se regenera por medio de la memoria, recordando que cada caída de la roca inscrita en tiempo es una caída diferente. Y Sísifo aprende tanto de su ascenso como de su caída. Si Sísifo interpretara la tarea como un castigo de los dioses, ya hace mucho tiempo que hubiera arrojado la roca y se habría condenado a un castigo peor, que es el de subir la ladera sin roca alguna, habría subido la ladera ocioso, tal vez silbando, sin tener sentido su ascenso, más bien habría tomado alguna tarea plana, algo por debajo de sus propias posibilidades y fuerzas, algo que le hiciera escapar a su destino; o tal vez habría coronado por fin la montaña sin su mole para encontrar que arriba, en la cima, le aguardaba una cantera de piedras todavía más vulgares que la que estaba condenado a subir en su tarea. Y tal vez se le hubiera venido encima , como un alud, toda la cantera, con su peso inhumano sepultando su obra ya para siempre. Cada vez que los hombres escapan al castigo de los dioses, los dioses condenan a los hombres con más fieros castigos. Pero Sísifo no se siente castigado. Su piedra es su cosa, es su cantera. Sísifo sabe que al fin esa piedra es su tarea, y que su tarea es metamorfosearse en esa piedra, y al fin engañar también a los dioses, y confundirse con la propia montaña con que ya va haciéndose paisaje. Si se toma esa inmensa mole como un objeto, si la realidad de esa piedra plástica en que Sísifo ha de convertirse, se toma como una cosa; si acaba, en fin, reificando esa piedra, e ignorando que la piedra es su obra humana y viva, la piedra acabaría sepultando a Sísifo. Pero Sísifo observa el castigo como una hermosa tarea, como la tarea de irse labrando en piedra con la fuerza misma que le transmite la piedra. Cada vez que la piedra retorna a la base, vuelve a empezar de nuevo, pero no eternamente. Su labor es para siempre mientras siga siendo Sísifo, pero está sometida al influjo del tiempo, que siempre deja huella. Cada vez que Sísifo vuelve a caer, cuenta con la memoria y la sabiduría de los ascensos anteriores, y recibe, al mismo tiempo, el vigor y el ímpetu de la partida. Sísifo tiene que transportar una nueva piedra, que es la misma vieja piedra de siempre; el mismo Sísifo no es eterno y, cada vez que vuelve a subir de nuevo, se regenera y muda de piel; y en vez de ser pesada, la piedra se hace alada, pues en su inacabable tarea es libre de poder ingeniárselas, de disponer de sus poderes taumatúrgicos, y es libre de plasmar en esa piedra unas alas, y hacerse aéreo, planear ligeramente hacia la cima de la montaña; o puede plasmar su propio vacío en su tedio y su bostezo, e impotente arrojar la piedra, y arrojarse él hacia el vacío con la piedra; o no ver más que en la piedra un grave y rodar pesadamente como si fuese una roca, una cosa más entre las cosas, que ha perdido ya su figura humana y se ha convertido en cosa. Los dioses castigan a los hombres por su desmesura, pero siempre de acuerdo a la mesura humana. Tal vez el castigo parezca eterno y su tarea monótona, pero la condena de Sísifo está hecha de tiempo humano; tiempo revocable, a diferencia del inhumano tiempo de los dioses, que es eterno y no deja espacio al albedrio; tiempo mágico que puede redimir en cada instante presente, modificando el sentido de todo su pasado, a la vez que rediseña los cursos de un futuro siempre cambiante y renovado; su propio destino, ya del de los dioses liberado, está hecho de la misma libertad con que alza la roca hacia lo alto de la montaña.
 

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