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POETAS 72. Gonzalo Rojas I (Perdí mi juventud)

 
 


Se podría reducir la necrológica de Gonzalo Rojas a una sola frase, que sirviera de epitafio, así, sin mayores aspavientos: bajo sus versos yace un gran poeta. Que cada uno juzgue por sus versos el tamaño de su talento. Adelanto unos pocos versos que lo muestran y que pertenecen a dos poemas que recuerdo con gratitud. El primero, “Perdí mi juventud”, lo escribió en 1939 con 22 años y está inspirado en una experiencia personal que ya ha contado en alguna entrevista.Una noche fue a ver a su moza, una muchacha que le gustaba mucho, y se encontró con que la estaban velando. De aquel golpe, salieron unos versos narrativos, probablemente escrito a los pies del suceso mismo (el poema está fechado y señalado con el nombre exacto de la calle). El poema es tan bueno que todavía muchos andamos, junto al poeta, buscando “nuestra cabeza por el mundo” El segundo es un poema más tardío. Es un homenaje a Rimbaud, pero yo lo uso como homenaje a su poesía. Lo misma impresión que el talento de Rimbaud para la poesía le provoca a Rojas, nos la produce a nosotros su propio talento. (añado también un breve texto autobiográfico en relación con la poesía y la escritura, y el poema “SERMÓN DEL ESTALLIDO”, al que hace mención.)
 
 
 
*****

PERDÍ MI JUVENTUD

Perdí mi juventud en los burdelespero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre
reventada en el baile.

Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.
Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer, al mundo.


Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.
Allí, bella entre todas,
reinaba para sobre las nubes
de la miseria.
A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.
Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.


Y se me heló la sangre al verte muda,
rodeada por las otras,
mudo los instrumentos y las sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
copiaban en vano tu hermosura.
Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer; y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.


No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo oscuro de tu cuerpo
cuando te hallé acostada boca arriba,
y me dejaste frío en lo caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.
   



 *****


RIMBAUD

No tenemos talento, es que
no tenemos talento, lo que nos pasa
es que no tenemos talento, a lo sumo
oímos voces, eso es lo que oímos: un
centelleo; un parpadeo, y ahí mismo voces. Teresa
oyó voces, el loco
que vi ayer en el metro oyó voces.


¿Cuál metro, si aquí no hay metro? Nunca
hubo aquí metro, lo que hubo
fueron al galope caballos
si es que eso, si es que en este cuarto
de tres por tres hubo alguna vez caballos
en el espejo.
Pero somos precoces, eso si que somos, muy
precoces, mas
que Rimbaud a nuestra edad. ¿más?
¿todavía más que ese hijo de madre que
lo perdió todo en la apuesta? Viniera
y nos viera así a todos sucios, estallados
en nuestro átomo mísero, viejos
de inmundicia y gloria. Un puntapié
nos diera en el hocico


.
 *****


PALABRA PREVIA

Mucho inmerecido se medió en comercio portentoso con los poetas del mundo; dialogué los arcanos con Breton en la Rue Fontaine, con mao que alguna vez dijo: -“Deseo medirme con los dioses”-, bajé a las minas del carbón de Chile en el submar de Lota allá abajo con ese loco de Allen Ginsberg, vi el rostro de Vallejo entre las nubes de ese avión a 10 mil metros, discutí en mis infancias con Huidobro, dialogué largo con Neruda quien durmió tantas veces en mi casa; así y así habré visto a tantos, a Borges esa vez en Yale quien naturalmente no me vio, a Celan fantasmal en el minuto de saltar al Sena, o a Dario cuando se me apareció en plena adolescencia entre el gentío de Valparaíso allá por el 35. Pero ninguno nunca me fue más próximo en el plazo de mi respiro que este Octavio Paz, quien dijo el fundamento entre nosotros como nadie: parco y lúcido y adivino hasta el fin, desde la trasnparencia del rigor y el vaticinio. No hablamos mucho, pero dialogamos mucho, línea a línea, sobre la apuesta de ser, pues como dice Hölderlin: “Was bleibr aber, stiffen die Dichter”. “Pero lo  permanente, eso, lo fundan los poetas”. Muchas veces me han preguntado estos días en lo fosfórico de las cámaras de televisión y en las entrevistas -en Madrid, en Buenos Aires y aquí mismo en México- si la poesía viene de baja frente al ascenso de las mareas tecnológicas que no cesan hasta llegar a lo equívoco de la tecnolatría. Sí: la Palabra pedurará, como perdurará el silencio sin el cual no hay palabra. Porque hay que entrar en el callamiento para entender lo que es la palabra, el alfabeto del sonido con su armazón de sílabas. Los oficiantes del día no saben lo que es la sílaba progenitora, y apenas llegan al stop del fax. No quieren saber lo que es la sílaba, les basta con la vistosidad; y-en cuanto al ritmo- ¿qué será ritmo?
 
Pero la palara perdurará, salvo que los estragos de la clonación sigan envilenciendo el planeta. !Ni así! Lo ser es lo sido, y la tecnolatría pasará como las otras pestes. No hay que ser adivino. Se habrá oído decir, como dicen mis paisanos en El Renegado. Se habrá oído decir que la computación sabe más de las estrellas que la imaginación libérrima. Otra cosa es que los poetas de hoy debemos fisiquear y no metafisiquear, y estudiar biología, matemáticas y cuanta ciencia.
 
No volveré a los pormenores de esa vivencia única de los primerísimos años cuando -bajo el granizo torrencial encima de la remota casa huérfana- vi al relámpago y lo oí; sobre todo lo oí cuando uno de mis siete hermanitos dijo como un conjuro la palabra  primigenia en lo tetrasilábico y esdrújulo de su fulgor: RE-LÁM-PA-GO. Lo cierto es que contar de ese minuto  se me dio para siempre la revelación de la palabra, que pudo mucho más en mí que la cohetería toda del cielo.
 
Ya hombre, muchos años después vine a leer con cuidado a Heráclito y me fascinó el Fragmeto 64 que dice así: “Pero el relámpago gobierna la totalidad del Mundo”. Se impone de inmediato la conjetura: ¿puede la irrupción luminosa ofrecernos el dominio de la totalidad? Dejemos la respuesta a los filósofos. Lo más que puedo decir es que ese niño que fui yo -en esa noche de ese invierno de mi Lebu natal- recibió en lo centelleante del fenómeno la iluminación del TODO y, desde ahí, del instante. Porque parece haber sido que ese niño hubiera alcanzado a descubrir en el parpadeo algo así como la fijeza en un rapto casi religioso.
 
Más que geómetra equidistante, fui un anarca conforme al término esclarecedor del viejo Ernst Jünger. Disidente y nunca obsecuente, mi pasión ha sido  entonces la búsqueda. La búsqueda del absoluto. Por eso no fui el hombre de la adhesión total y estuve lejos del sectario. Ni me instalé con negocio alguno en cuanto a ortodoxia. Al negocio preferí el ocio, como todos los poetas. Así y todo, luché contra la injusticia, y creo haber colaborado en la construcción o la armazón de la Patría Grande. Por lo menos fuí un testigo de mi pueblo y de mi tiempo.
 
Alguna vez, allí por el 73 sombrío de los chilenos, pude haber desaparecido como tantos otros por orden de no sé quién, pero los dioses no lo permitieron.
 
Alumbrado de mí doy un salto hacia atrás  y entro por un instante en el destello de la infancia. Lo que de veras amas, no te será arrebatado. Voy corriendo en ese viento de mi niñez en ese Lebu tormentoso y oigo, tan claro, la palabra “relámpago”. “Relámpago”, “relámpago”. Y voy volando en ella, y hasta me enciendo en ella todavía. Las toco, las huelo, las beso a las palabras, las descubro y son mías desde los seis y los siete años; mías como esa veta de carbón que resplandece viva en el patio de mi casa. Es el año 25 y recién aprendo a leer. Tarde, muy tarde. Tres meses veloces en el río del silabario. Pero las palabras arden: se me aparecen con un sonido más allá de todo sentido, con un fulgor y hasta con un peso especialísimo.
 
Está bueno de soplo divino, ¿qué fue de la realidad? La cosa está aquí y esto está lleno de tumbas. De tumbas sin sosiego, Cyril Connolly. “Los poetas hablando de poesía nueva: chacales gruñendo en torno a un manantial seco”. Ay, la palabra, ¿qué hacemos con la palabra? Por una parte sí, y por otra parte no. Ponerla en tela de juicio, por lo menos. Lean por ahí mi Sermón del estallido: ahí está ese hueso de roer.
 
Con ochenta en las costillas y viente años en el corazón, hago mío el “Gaudeamus igitur juvenes dum sumus”: porque de veras hay mocedades y mocedades. Las veinteañeras y las octagenarias. Yo ando en el oxígeno fresco de las octagenarias desde el último diciembre.
 
Además, como todos los poetas, vengo simultanéamente del norte y del sur, del este y el oeste, y he vívido en muchos párrafos del planeta, de los hielos a los trópicos y de las cordilleras al mar.
 
Mexico, 1997.
 
 
*****


SERMÓN DEL ESTALLIDO

A lo que fue a parar la belleza madre que nos parió. ¿y la novela?
aparentemente los personajes
han llorado, se han ido, no quieren más.

Nadie quiere más, nadie
después del estallido.

Todo tan teatral. El funeral
del origen con pecado
y todo, la polvareda
de las estrellas, el lujo, el soplo
sobre las aguas.
Gloria a Quién ahora. ¿Y al Padre
que no es, al Hijo
que no vino, al Espíritu
que no habló,
al ruido?

Todo tan teatral,del átomo al
universo humeante, ¿y el logos?
Callemos, reptemos otra vez, comamos ruinas
en el Hoyo; lo ser
es lo sido.

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