viernes, 2 de junio de 2017

POETAS 107. Jaime Sabines I (La señal)

 
 


Jaime Sabines Gutiérrez (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 25 de marzo de 1926 – Ciudad de México; 19 de marzo de 1999) fue un poeta y político mexicano, reputado como uno de los grandes exponentes de la lírica mexicana. Su padre, Julio Sabines, había nacido en el Líbano; pronto emigró con sus padres y sus dos hermanos a Cuba y, ya trasladado a México, entró a formar parte de la revolución de ese país en 1914. La figura del padre, al que más tarde dedicara el libro de poemas “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, fue clave para su vocación por la poesía, pues se había empeñado  en inculcar en el hijo el gusto por la literatura. La madre, Luz Gutiérrez, procedía de una familia de tradición militar, y su abuelo llegó a ser gobernador de Chiapas. En 1945, Jaime Sabines se traslada a la Ciudad de México con la idea de estudiar medicina, carrera que deja sin concluir cuando entiende que su verdadera vocación es la literatura. Regresa a su tierra natal, pero enseguida vuelve a la Ciudad de México para ponerse a estudiar Literatura en la UNAM. Un grave accidente acaecido a su padre en 1952 obliga a Jaime Sabines a volver a la casa familiar. En Txula entra en contacto con un grupo de escritores y poetas que iban a tener gran importancia para su formación, además de los abundantes poetas clásicos y modernos que nutrieron sus lecturas. De esta época datan sus dos primeros libros de poemas, donde ya es fácil reconocer su voz propia y en donde se hallan presentes los dos temas más arraigados en su obra: la vida y la muerte. Los libros son “Horal”, 1950;  y “La Señal”, 1951. En Txula entra a trabajar en el negocio familiar ejerciendo una actividad como vendedor de ambulante de telas que más tarde llegaría a tachar como “la más antipoética actividad del mundo”. A la vez que se dedica a este oficio, para él humillante, comienza a leer con fruición el romancero español, a los clásicos y a Juan Ramón Jiménez. Más tarde ampliaría su repertorio con lecturas de García Lorca, de Cesar Vallejo, Pablo Neruda y Miguel Hernández. En 1953 se casa con Josefa Rodríguez Zebadúa, con quien tendrá 4 hijos. En 1954 publica el libro de poemas “Tarumba”. A pesar del prestigio que el libro alcanzó fuera de su país, la tibia acogida que tuvo en México decepcionó a Sabines. La muerte del padre en 1961 sume al poeta en un abatimiento profundo del que logra salir escribiendo uno de los libros más doloridos de la poesía mexicana: “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines”. Julio Sabines decidió adoptar la forma del soneto porque era la más adecuada para contener la emoción de una muerte que en los primeros días la sintió como propia, según llego a declarar más tarde. Este libro tuvo una continuación tres años después, en 1964: la escritura de este poemario le ayudó finalmente a quitarse la muerte de la cabeza y a salir de la sensación de soledad que le había dejado la desaparición del padre. Paralelamente a su vocación de poeta, y fiel a su ideario político, decide inmiscuirse en la política, y en 1976 gana un escaño como diputado federal por Chiapas, representando al Partido Revolucionario Institucional (PRI) . En 1988 es elegido diputado en el Congreso de la unión. Su carrera estuvo acompañada de multitud de reconocimientos a su obra, destacando el Premio Nacional de Ciencias y Artes lingüísticas y Literatura en 1983. Jaime Sabines definió su poesía como un largo testimonio de vida. Poeta que nunca renunció al compromiso social, incluso al matiz político, buscó la comunicación con los lectores a base de hacer crónica de la vida cotidiana de una forma sencilla y espontánea. Poeta hondo, dolorido, casi un metafísico de la pena, la solidaridad con la desgracia y la miseria humana ennoblece y da profundidad a su poesía. En alguna ocasión, cuando se le invitaba a que hiciese una reflexión sobre lo que para él significaba la poesía, la llegó a considerar sobre todo como un destino: “un poeta es una gente descarnada, es decir una persona que va por el mundo sin piel, con la carne viva. Por lo tanto las cosas que suceden le afectan más que a otros”. Para Sabines el perfil más reconocible de la poesía era su vivencia humana: “el poema no tiene más que una medida, su autenticidad”. Por tanto, era importante que el poeta no escribiera nada más que sobre aquello que hubiera vivido: “todo lo que se haga al margen de la experiencia emocional será una construcción verbal, juego entretenido, pero no poesía”. En el fondo de estas palabras late la suspicacia que le provocaba la poesía de Octavio Paz: “No me gustan los poemas –dijo en cierta ocasión, sobre Paz- donde no se ve al poeta ni al hombre. Pura construcción, pura objetividad sin mancha y sin trato”. Sin embargo, Octavio Paz, que sí apreciaba la poesía de Jaime Sabines, llegó a dejar una semblanza bastante atinada de la relevancia del poeta para la lírica mexicana: “Jaime Sabines es uno de los mejores poetas contemporáneos de nuestra lengua. Muy pronto, desde su primer libro, encontró su voz. Una voz inconfundible, un poco ronca y áspera, piedra rodada y verdinegra, veteada por estas líneas sinuosas y profundas que trazan en los peñascos el rayo y el temporal. Mapas pasionales, signos de los cuatros elementos, jeroglíficos de la sangre, la bilis, el semen, el sudor, las lágrimas y los otros líquidos y sustancias con que el hombre dibuja su muerte –o con los que la muerte dibuja nuestra imagen de hombre”.


Lento, amargo animal
Que soy, que he sido,
Amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
Que en la primera generación del hombre pedía a Dios.

Amargo como esos minerales amargos
Que en las noches de exacta soledad
-maldita y arruinada soledad
Sin uno mismo-
Trepan a la garganta
Y, costras de silencio,
Asfixian, matan, resucitan.

Amargo como esa voz amarga
Prenatal, presubstancial, que dijo
Nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
Que murió nuestra muerte,
Y que en todo momento descubrimos.

Amargo desde dentro,
Desde lo que no soy
-mi piel como mi lengua-,
Desde el primer viviente,
Anuncio y profecía.

Lento desde hace siglos,

Lejano, lejos, desconocido.

Lento, amargo animal
Que soy, que he sido.

(“Horal”, 1950)
 


SOMBRA. NO SÉ. LA SOMBRA

Herida que me habita,
El eco.
(Soy el eco del grito que sería.)
Estatua de la luz hecha pedazos,
Desmoronada en mí;
En mí la mía,
La soledad que invade paso a paso
Mi voz, y lo que quiero, y lo que haría.
Este que soy a veces,
Sangre distinta,
Misterio ajeno dentro de mi vida.
Este que fui, prestado
A la eternidad,
Cuando nací moría.
Surgió, surgí dentro del sol
Al efímero viento
En que amanece el día.

Hombre. No sé. Sombra de Dios
Perdida.
Sobre el tiempo, sin Dios,
Sombra, su sombra todavía.

Ciega, sin ojos, ciega
-no busca a nadie,
Espera-,
Camina

(“Horal”, 1950)
 



UNO ES EL HOMBRE.

Uno no sabe nada de esas cosas
Que los poetas, los ciegos, las rameras,
Llaman “misterio”, temen y lamentan.
Uno nació desnudo, sucio,
En la humedad directa,
Y no bebió metáforas de leche,
Y no vivió sino en la tierra.
(La tierra que es la tierra y es el cielo,
Como la rosa rosa, pero piedra).

Uno apenas es una cosa cierta
Que se deja vivir –morir apenas-
Y olvida cada instante, de tal modo
Que cada instante, nuevo, lo sorprenda.

Un es algo que vive,
Algo que busca pero encuentra,
Algo como hombre o como Dios o yerba
Que en el duro saber lo de este mundo
Halla el milagro en actitud primera.

Fácil el tiempo ya, fácil la muerte,
Fácil y rigurosa y verdadera
Toda intención de amor que nos habita
Y toda soledad que nos perpetra.

Aquí está todo, aquí. Y el corazón aprende
-alegría y dolor- toda presencia;
El corazón constante, equilibrado y bueno,
Se vacía y se llena.

Uno es el hombre que anda por la tierra
Y descubre la luz y dice: es buena;
La realiza en los ojos, y la entrega
A la rama del árbol, al río, a la ciudad,
Al sueño, a la esperanza y a la espera.

Uno es ese destino que penetra
La piel de Dios a veces,
Y se confunde en todo y se dispersa.

Uno es el agua de la sed que tiene,
El silencio que calla nuestra lengua,
El pan, la sal, y la amorosa urgencia
De aire movido en cada célula.

Uno es el hombre –lo han llamado hombre-
Que lo ve todo abierto, y calla, y entra.
(“Horal”, 1950)




EL LLANTO FRACASADO

Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado,
Hueco como un tambor al que golpea la vida,
Sin nadie pero solo,
Respondiendo las mismas palabras para las mismas cosas siempre,
Muriendo absurdamente, llorando como niña, asqueado.
He aquí este que queda, el que me queda todavía.
Háblenle de esperanza,
Díganle lo que saben ustedes, lo que ignoran,
Una palabra de alegría, otra de amor, que sueñe.

Todos los animales sobre la tierra duermen.
Sólo el hombre no duerme.
¿Han visto ustedes un gesto de ternura en el rostro de un loco dormido?
¿Han visto un perro soñando con gaviotas?
¿Qué han visto?

Nadie sino el hombre pudo inventar el suicidio.
Las piedras mueren de muerte natural.
El agua no muere.
Sólo el hombre pudo inventar para el día la noche,
El hambre para el pan,
Las rosas para la poesía.

Mortalmente triste sólo he visto a un gato, un día, agonizando.
Yo no tengo la culpa de mis manos: es ella.

Pero no fue escrito:
Te faltará una mujer para cada día de amor.

Andarás, te dijeron, de un sitio a otro de la muerte
Buscándote.
La vida no es fácil.
Es más fácil llorar, arrepentirse.

En Dios descansa el hombre.
Pero mi corazón no descansa,
No descansa mi muerte,
El día y la noche no descansan.

Diariamente se levantan los montes, el cielo se ilumina,
El mar sube hacia el mar,
Los árboles llegan hasta los pájaros.
Sólo yo no me alumbro, no me levanto.

Háblenle de tragedias a un pescado.
A mí no me hagan caso.
Yo me río de ustedes que piensan que soy triste,
Como si la soledad o mi zapato
Me apretaran el alma.

La yugular es la vena de la mujer.
Allí recibe al hombre.
Las mujeres se abren bajo el peso del hombre
Como el mar bajo un muerto,
Lo sepultan, lo envuelven,
Lo incrustan en ovarios interminables,
Lo hacen hijos e hijos…
Ellas quedan de pie,
Paren de pie, esperando.

No me digan ustedes en dónde están mis ojos,
Pregunten hacia dónde va mi corazón.

Les dejaré una cosa el día último,
La cosa más inútil y más amada de mí mismo,
La que soy yo y se mueve, inmóvil para entonces,
Rota definitivamente.
Pero les dejaré también una palabra,
La que no he dicho aquí, inútil, amada.

Ahora vuelve el sol a dejarnos.
La tarde se cansa, descansa sobre el suelo, envejece.
Trenes distantes, voces, hasta campanas suenan.
Nada ha pasado.




PUEDO DECIERLES una cosa por los que han de muerto de amor,
Por los enfermos de esperanza,
Por los que han acabado sus días y aún andan por las calles
Con una mirada inequívoca en los ojos
Y con el corazón en las manos ofreciéndolo a nadie.

Por ellos, y por los cansados que mueren lentamente en
Buhardillas y no hablan,
Y tienen sucio el cuerpo, altaneros del hambre,
Odiadores que pagan con moneda de amor.

Por éstos y los otros, por todos los que se han metido
Las manos debajo de las costillas
Y han buscado hacia arriba esa palabra, ese rostro,
Y sólo han encontrado peces de sangre, arena…

Puedo decirles una cosa que no será silencio
Que no ha de ser soledad,
Que no conocerá ni locura ni muerte.

Una cosa que está en los labios de los niños,
Que madura en la boca de los ancianos,
Débil como la fruta en la rama,
Codiciosa como el viento:
Humildad.

Puedo decirles también que no hagan caso de lo que yo les diga.
El fruto asciende por el tallo, sufre la flor y llega al aire.
Nadie podrá prestarme su vida.
Hay que saber, no obstante, que los ríos todos nacen del mar.

(“Horal”, 1950)





LOS AMOROSOS

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
El más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
Los amorosos son los que abandonan,
Son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
No encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
Porque están solos, solos, solos,
Entregándose, dándose a cada rato,
Llorando porque no salvan el amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
Viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
Siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
No esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
Siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
Los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
También como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
Porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
Y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
Y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
Sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
Temblorosos, hambrientos,
A cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
De las que aman a perpetuidad, verídicamente,
De las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
A tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
La muerte les fermenta detrás de los ojos,
Y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
En que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
A mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
A arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
Una canción no aprendida.
Y se van llorando, llorando
La hermosa vida.

(“Horal”, 1950)
 





DEL CORAZÓN DEL HOMBRE

He mirado a estas horas muchas cosas sobre la tierra
Y sólo me ha dolido el corazón del hombre.
Sueña y no descansa.
No tiene casa sobre el mundo.
Es solo.
Se apoya en Dios o cae sobre la muerte,
Pero no descansa.

El corazón del hombre sueña
Y anda solo en la tierra
A lo largo de los días, perpetuamente.

Es una mala jugada.

(“La señal”, 1951)
 
 



DE LA ESPERANZA

Entreteneos aquí con la esperanza.
El júbilo del día que vendrá
Os germina en los ojos como una luz reciente.
Pero ese día que vendrá no ha de venir: es éste.

(“La señal”, 1950)





DEL DOLOR

Había sido escrito en el primer testamento del hombre:
No lo desprecies porque ha de enseñarte muchas cosas.
Hospédalo en tu corazón esta noche.
Al amanecer ha de irse. Pero no olvidarás
Lo que te dijo en la dura sombra.

(“La señal”, 1951)
 
 



DE LA NOCHE

En la amorosa noche me aflijo.
Le pido su secreto, mi secreto,
Le interrogo en mi sangre largamente.
Ella no me responde
Y hace como mi madre, que me mira los ojos sin oírme.

(“La señal”, 1951)
 
 



DE LA ILUSIÓN

Escribiste en la tabla de mi corazón:
Desea.
Y yo anduve días y días
Loco y aromado y triste.

(“La señal”, 1951)
 
 



DE LA MUERTE

Enterradla.
Hay muchos hombres quietos, bajo tierra,
Que han de cuidarla.
No la dejéis aquí,
Enterradla.

(“La señal”, 1951)
 
 



DEL ADIÓS

Nada se dice.
Acude a nuestros ojos,
A nuestras manos, tiembla, se resiste.

Dices que esperas –te esperas- desde entonces,
Y sabes que el adiós es inútil y triste.

(“La señal”, 1951)
 
 
 

EN LOS OJOS ABIERTOS DE LOS MUERTOS

¡Qué fulgor extraño, qué humedad ligera!
Tapiz de aire en la pupila inmóvil,
Velo de sombra, luz tierna.
En los ojos de los amantes muertos
El amor vela.
Los ojos son como una puerta
Infranqueable, codiciada, entreabierta.
¿Por qué la muerte prolonga a los amantes,
Los encierra en un mutismo como de tierra?
¿Qué es el misterio de esa luz que llora
En el agua del ojo, en esa enferma
Superficie de vidrio que tiembla?
Ángeles custodios les recogen la cabeza.
Murieron en su mirada,
Murieron de sus propias venas.
Los ojos parecen piedras
Dejadas en el rostro por una mano ciega.
El misterio los lleva.
¡Qué magia, qué dulzura
En el sarcófago de aire que los encierra!

(“La señal”, 1951)
 
 



LOS HE VISTO EN EL CINE,

Frente a los teatros,
En los tranvías y en los parques,
Los dedos y los ojos apretados.
Las muchachas ofrecen en las salas obscuras
Sus senos a las manos
Y abren la boca a la caricia húmeda
Y separan los muslos para invisibles sátiros.
Los he visto quererse anticipadamente, adivinando
El goce que los vestidos cubren, el engaño
De la palabra tierna que desea,
El uno al otro extraño.
Es la flor que florece
En el día más largo,
El corazón que espera,
El que tiembla lo mismo que un ciego en un presagio.

Esa niña que hoy vi tenía catorce años,
A su lado sus padres le miraban la risa
Igual que si ella se la hubiera robado.

Los he visto a menudo
-a ellos, a los enamorados-
En los zaguanes de la noche,
En las aceras, sobre la yerba, bajo un árbol,
Encontrarse en la carne,
Sellarse con los labios.
Y he visto el cielo negro
En el que no hay ni pájaros,
Y estructuras de acero
Y casas pobres, patios,
Lugares olvidados.
Y ellos, constantes, tiemblan,
Se ponen en sus manos,
El amor se sonríe, los mueve, les enseña,
Igual que un viejo abuelo desengañado.

(“La señal” 1951)
 
 



EN MEDIO DE LAS RISAS y testigo del llanto,

Oyendo y viendo gentes remotas a mi lado,
En una soledad sin palabras ni gestos,
Acaso solo y triste, me doy cuenta, me hablo.
Por este no morirme me estoy muriendo a diario.
Desde mi cuerpo grito noche a noche, me espanto
De que sean míos mis brazos,
De que yo sea mi cuerpo, tan ajeno, tan largo.
El dolor de mi espalda no es mi dolor. ¡Qué amargo
El endulzar las horas con libros sabios!

Podría estar aquí si no estuviera
En un hombre sin labios.
Me aproximo a la tinta cuando escribo llorando.
Hace una hora estuve en un Café, en la calle,
En un colegio del que mejor no hablo.
Ayer fui al cine. Antier
Me quedé en mi cuarto.
Todos hacen que viven o que mueren,
Yo hago que hago.

Hablo de este dolor y de esta ausencia,
De tu dolor y de tu ausencia es que hablo.
De tu pleito de anoche con tu hermano,
De tu tristeza, huérfano, de tu disgusto, enamorado,
De tu esperanza, pobre, de tu ternura, desgraciado.
Hablo de todo lo que tiene origen
En este estar aquí desesperado-
Y hablo también de lo que no lo tiene
Y nos zozobra dentro, y nos golpea
Como un pájaro ciego enajenado.

Mi sangre es sangre de hombre
Y yo no la compré ni la regalo.
Cae gota a gota de mi lengua
Cuando hablo
Porque tengo la lengua en mi quijada
Clavada con un clavo.
Pero mi sangre abunda,
Viene de todos los desamparados,
De todos los que no esperan nada esperanzados.

Terribles, largos días, breves años,
Sin casa nunca, sin descanso.
El corazón golpeándome en las manos,
Los ojos sumergidos en un vaso con noche,
Sobre el buró, mirando.
Y otra vez el rebelde y el manso.
Y el buscarse entre extraños
Que se visten de uno y hablan como uno a ratos.

Quizá yo soy este dolor de muelas
En la cara del diablo.

Detrás de todas las ventanas vacías
Que ven pasar de noche el viejo del espanto
Yo soy como una vela enmudecida
En las manos de sombra del milagro.

(“La señal”, 1951)


 
 
TÍA CHOFI

Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi,
Pero esa tarde me fui al cine e hice el amor.
Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta
Con tus setenta años de virgen definitiva,
Tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.
Hiciste bien en morirte, tía Chofi,
Porque no hacías nada, porque nadie te hacía caso,
Ya no tenías que hacer y a leguas se miraba
Que querías morirte y te aguantabas.
¡Hiciste bien!
Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos
Porque te quise a tu hora, en el lugar preciso
Y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple;
Pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.
¡Te siento tan desamparada,
Tan sola, sin nadie que te ayude a pasar la esquina,
Sin quien te dé un pan!
Me aflige pensar que estás bajo la tierra
Tan fría de Berriozábal,
Sola, sola, terriblemente sola,
Como para morirse llorando.
Ya sé que es tonto eso, que estás muerta,
Que más vale callar,
¿pero qué quieres que haga
Si me conmuevas más que el presentimiento de tu muerte?
Ah, jorobada, tía Chofi,
Me gustaría que cantaras
O que contaras el cuento de tus enamorados.
Los campesinos que te enterraron sólo tenía
Tragos y cigarros,
Y yo no tengo más.
Ha de haberse hecho el cielo ahora con tu muerte
Y un Dios justo y benigno ha de haberte escogido.
Nunca ha sido tan real eso en lo que creíste.
Tan miserable fuiste que te pasaste dando tu vida
A todos. Pedías para dar, desvalida.
Y no tenías el gesto agrio de las solteronas
Porque tu virginidad fue como una preñez de muchos hijos.
En el medio justo de dos o tres ideas que llenaron tu vida
Te repetías incansablemente
Y eras la misma cosa siempre.
Fácil, como las flores del campo
Con que las vecinas regaron tu ataúd,
Nunca has estado tan bien como en ese abandono de la muerte.
Sofía virgen, antigua, consagrada,
Debieron enterrarte de blanco
En tus nupcias definitivas.
Tú que no conociste caricia de hombre
Y que dejaste llegaran a tu rostro arrugas antes que besos,
Tú, casta, limpia, sellada,
Debiste llevar azahares tu último día.
Exijo que los ángeles te tomen
Y te conduzcan a la morada de los limpios.
Sofía virgen, vaso transparente, cáliz,
Que la muerte recoja tu cabeza blandamente,
Y que cierre tus ojos con cuidados de madre
Mientras entona cantos interminables.
Vas a ser olvidada de todos
Como los lirios del campo,
Como las estrellas solitarias;
Pero en las mañanas, en la respiración del buey,
En el temblor de las plantas,
En la mansedumbre de los arroyos,
En la nostalgia de las ciudades,
Serás como la niebla intocable, hálito de Dios que despierta.
Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia,
Con una cruz pequeña sobre tu tierra,
Estás bien allí, bajo los pájaros del monte
Y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo

(“La señal”, 1951)
 
 



CON GANAS DE LLORAR, casi llorando,
Traigo a mi juventud, sobre mis brazos,
El paño de mi sangre en que reposa,
Mi corazón esperanzado.

Débil aquí, convaleciente, extraño,
Sordo a mi voz, marcado
Con un signo de espanto
Llego a mi juventud como las hojas
Que el viento hace girar alrededor del árbol.

Pocas palabras aprendí
Para decir el raro
Suceso de mi estrago:
Sombra y herida,
Lujuria, sed y llanto.

Llego a mi juventud, y me derramo
De ella como un licor airado,
Como la sangre de un hermoso caballo,
Como el agua en los muslos
De una mujer de muslos apretados.

Mi juventud no me sostiene, ni sé yo
Lo que digo y lo que callo.
Estoy en mi ternura
Lo mismo que en el sueño están los párpados.
Y si camino voy como los ciegos
Aprendiéndolo todo por sus pasos.

Dejad aquí. Me alegro. Espero algo.
No necesito más que un alto
Sueño, y un incesante fracaso.





LOS DÍAS INÚTILES son como una costra
De mugre sobre el alma.
Hay una asfixia lenta que sonríe,
Que olvida, que se calla,
¿Quién me pone estos sapos en el pecho
Cuando no digo nada?
Hay un idiota como yo andando,
Platicando con gentes y fantasmas,
Echándose en el lodo y escarbando
La mierda de la fama.
Puerco de hocico que recita versos
En fiestas familiares, donde mujeres sabias
Hablan de amor, de guerra,
Resuelven la esperanza.
Puerco del mundo fácil
En que el engaño quiere hacer que engaña
Mientras ácidos lentos
Llevan el asco a la garganta.
Hay un hombre que cae días y días
De pie, desde su cara,
Y siente que en su pecho van creciendo
Muertes y almas.
Un hombre como yo que se avergüenza,
Que se cansa,
Que no pregunta porque no pregunta
No quiere nada.
¿Qué viene a hacer aquí tanta ternura fracasada?
¡Díganle que se vaya!

(“La señal”, 1951)
 
 



ES UN TEMOR DE ALGO, de cualquier cosa, de todo.
Se amanece con miedo.
El miedo anda bajo la piel, recorre el cuerpo
Como una culebra.
No se quisiera hablar, mirar, moverse.
Se es frágil como una lámina de aire.
Vecino de la muerte a todas horas,
Hay que cerrar los ojos, defenderse.
Se está enfermo de miedo como de paludismo,
Se muere de soledad como de tisis.
Alguien se refugia en las pequeñas cosas,
Los libros, el café, las amistades,
Busca paz en la hembra,
Reposa en la esperanza,
Pero no puede huir, es imposible:
amarrado a sus huesos,
Atado a su morir como a su vida.
Ha de aprender con llanto y alegría.
Ha de permanecer con los ojos abiertos
En el agua espesa de la noche
Hasta que el día llegue a morderla las pupilas.
El día le dará temores, sueños,
Alucinadas luces y caricias.
No sabrá preguntar,
No ha de querer morirse.
Obscuramente, con la piel, aprende
A estar, a revivirse.
Sobre sus pies está,
Es todo el cuerpo que mira en los espejos
Para conocerse, el que miran las gentes,
Como lo miran.
Él se saluda en el cristal sin dueño,
Se aflige o se descansa,
Se da las manos una a otra para consolarse.
Oye su corazón sobre la almohada
Frotándose, raspando como tierra,
Aventándole sangre.
Es como un perro de animal,
Como un lagarto, como un escarabajo, igual.

Se recuerdan los días en que somos un árbol,
Una planta en el monte,
Hablando por los poros silenciosamente.
Llenos de Dios, como una piedra,
Con el Dios clausurado, perfecto, de la piedra.

Uno quisiera encender cuatro cirios
En las esquinas de la cama, al levantarse,
Para velar el cadáver diario que dejamos.
Ora por nosotros, mosca de la muerte,
Párate en la nariz de los que ríen.

Tenemos, nos tenemos atrás, en nuestra espalda,
Miramos por encima de nuestros hombros
Qué hacemos, qué somos.
Nos dejamos estar en esas manos
Que las cosas extienden en el aire
Y no vamos, nos llevan
Hora tras hora a este momento.

Vida maravillosa que vivimos,
Que nos vive, que nos envuelve
En la colcha de la muerte.
Salimos, como del baño, del dolor,
Y entramos a las cosas limpiamente.
Dulce cansancio del reposo,
El sol vuelve a salir y el hombre sale
A que lo empuje el viento.
(Vuelvo a plancharme el rostro en el espejo,
Bozal al corazón, que ya es de día.)

Hijo soy de las horas, hijo ciego,
Balbuceante, mecido en un obscuro pensamiento.
No soy éste o el otro, soy ninguno,
Qué importa lo que soy, mano de fuego,
Llanto de sólo un ojo, danza de espectros.
Hígado y tripas soy, vísceras, sangre,
Corazón ensartado en cada hueso.
De paso voy, pero no al paso
Del reloj o del sueño,
No con mis pies o con los pies de nadie,
No lo sé, no lo quiero.
Me apagan y me encienden, me encendieron
Como una flor en el pecho de un muerto,
Me apagaron como apagar la leche
En los ojos dulces del becerro.
Fumo, y es algo ya. Bebo,
Como mi pan, mi sal y mi desvelo,
Me dedico al amor, ejerzo el canto,
Gano mujer, me pierdo.
Todo esto sé. ¿Qué más?
Guerra y paz en el viento,
Palomas en el viento de mis dedos,
Tumbas desde mis ojos,
Yerba en el paladar de este silencio.

Hablemos poco a poco. Nada es cierto.
Nos confundimos, apenas si alcanzamos
A decir la mitad de esto o aquello.
Nos ocurren las cosas como a extraños
Y nos tenemos lejos.
He aquí que no sabemos.
Sobre la tierra hay días ignorados,
Bosques, mares y puertos.

(“La señal”, 1951)

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