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SREBRENICA: EL GENOCIDIO QUE NUNCA EXISTIÓ.


 
 
 
!Alto! !Deténganse aquí!  !No pasen de largo! El tiempo no se puede parar, pero la Historia sí. Lo que ha ocurrido alguna vez,  sigue ocurriendo para siempre. Así también ahora. No podemos dejar que el tiempo nos arrolle y vuelva a echar en el olvido lo que ocurrió en Srebrenica.

¿Y si resulta que hubiera ocurrido ayer? Los muertos de la matanza de Srebrenica, digo. ¿Y si los hubieran matado ayer, si no hubiera pasado más de veinte años? ¿Y si los están matando ahora? ¿No es eso lo que hace la Historia, traer de nuevo los acontecimientos cada vez que se los rememora? No podemos resucitar a los muertos de Srebrenica, pero podemos hacerlos comparecer. Incluso podemos juzgar a sus asesinos. ¿No es eso lo que estamos haciendo, juzgando a sus asesinos como si estuvieran cometiendo sus crímenes ahora, a la vista de todos? Como entonces, cometiendo los soldados serbios sus criminales actos a la vista de todos, sin que nadie moviera un dedo ni pareciera enterarse.

Alto! !Deténganse aquí! En la noticia de la semana pasada. Se ha juzgado a un hombre. Se llama Ratko Mladic. Lo ha juzgado el Tribunal Penal Internacional de la Haya. Como todos los grandes criminales, dice hallarse enfermo. Ha puesto trabas. Ha buscado el aplazamiento del juicio. Ha dado gritos. Ha amenazado. Ha insultado a los jueces con un índice acusador y ha blandido su puño. Ha sido expulsado de la sala y ha escuchado su sentencia en otra contigua. Y se le ha condenado  a cadena perpetua. 8000 muertos de una tacada -entre otros muchos- que no pesan sobre su conciencia, pero sí sobre su condena. 8000 muertos. Pero ¿qué fue lo que pasó?


Los hechos sucedieron entre el 11 y el 15 de julio de 1995, en el corazón de Europa -a unos cuantos kilómetros de Viena- y en plena Guerra de los Balcanes, en una de las cinco guerras que durante la década de los 90 desmembró la antigua Yugoslavia, en medio de proclamas nacionalistas y mensajes de odio que llevaba siglos larvándose. En una Bosnia que hasta entonces había sido ejemplo de cómo un mosaico de culturas, religiones y razas puede mantenerse en pie sin sucumbir al odio y convertir una ciudad como Sarajevo en una de las ciudades más cosmopolitas de Europa. Ocurrió en Srebronica, una ciudad bosnia de 30.000 habitantes, cerca de la frontera serbia y bañada por el río Drina. Durante dos años las tropas serbias  comandadas por el general Mladic habían estado asediando la ciudad con unos bombardeos sin cuartel y con las dificultades de haber sido convertido el enclave, en el que se agolpaban miles de refugiados bosnios musulmanes, en zona protegida por la ONU. En Srebronica, donde había un retén de 400 cascos azules holandeses cuya misión era proteger a la población civil con uñas y dientes y a cara de perro. En el corazón de Europa, poco antes de llegar al siglo XXI y en una de las guerras más televisadas de la era moderna. Ocurrió la matanza más atroz cometida en Europa desde la II guerra mundial. Eso es lo que se musita maquinalmente: 8000 muertos, la mayor matanza; genocidio, dictamina la sentencia del tribunal de la Haya.

Y los cruentos hechos ocurrieron entre la  pusilanimidad de todas las potencias europeas, de la OTAN, de la Comunidad Europea, de la ONU, de los cascos azules que miraron para otro lado, de la opinión pública, que no quería opinar ni hacer preguntas, y también bajó la cabeza ante algo que cualquier observador de la situación podía ver de forma evidente: que se iba a producir una limpieza étnica sin testigos. Y tal vez más ominoso que el silencio de entonces, sea el silencio de ahora, que apenas pasa de puntillas sobre la mayor matanza de Europa desde la segunda guerra mundial. Su triste asesino ha sido juzgado, pero fuera del tribunal de la Haya, que ha condenado al asesino por casi diez espeluznantes cargos, casi nadie parece querer juzgar los hechos. Nadie quiere recordar que lo que se ha juzgado esta semana ocurrió en el corazón de Europa no hace tanto. Que podría volver a ocurrir en esta confusa Europa que se anda batiendo en retirada. Entre los numerosos cargos de asesinato, terror, secuestro y actos inhumanos, Mladic ha sido declarado culpable  de haber conspirado para que los musulmanes bosnios desaparecieran de Bosnia Herzegovina con el fin de lograr un territorio serbio homogéneo. Mladic, a la cabeza de las tropas serbobosnias, entró en Srebrenica, impidió la entrada de ayuda humanitaria para aplastar la población, y en una acción cerebralmente premeditada, y bajo la excusa de desenmascarar a criminales de guerra, separó a los hombres de las mujeres y se los llevó de Srebronica en un viaje sin retorno. Así dice, más o menos, la sentencia.

El mayor criminal de Europa -un asesino carismático, según un diplomático americano-, ahora condenado por genocidio, por destruir, total o parcialmente a un grupo étnico racial o religioso -en este caso los musulmanes serbobosnios-, permaneció fugado y escondido durante 16 años, al parecer a unos pocos kilómetros de Srebrenica, sin que las autoridades, llamadas interpol y servicios de inteligencia del mundo mundial, tuvieran la más ligera idea de donde se podía estar escondiendo un criminal a cuya cabeza se le había puesto una recompensa de 10 millones de dólares. Así que grande debió ser la presión de los familiares de las víctimas y de la sociedad civil para que al final cayera tan custodiada cabeza. Así que se puede considerar un milagro que por fin haya sido juzgado y condenado el mayor criminal de la historia de Europa desde hace 70 años.

El mayor criminal de Europa, bajo la complacencia de todas las potencias de Europa y la ignorancia de sus ciudadanos,  que miraban para otro lado mientras televisaban su propia guerra europea, entró por fin el 11 de julio de 1995 en Srebrenica, con la sola oposición de un breve bombardeo irrisorio de las fuerzas de la OTAN, y se llevaron a 8000 varones, entre ellos niños y ancianos, bajo la excusa de que tenían que interrogarlos para dar con los soldados del ejercito bosnio que se camuflaban entre el personal civil. Y nunca más se volvió a saber de ellos; no se supo qué preguntas se les realizó en el interrogatorio, ni cuántas balas fueron precisas para acabar con sus vidas. Sólo se sabe que Mladic había comentado que no permitiría el movimiento de fugitivos hacia zonas bajo control del gobierno de Sarajevo sin antes investigar a los hombres para localizar a los miembros de las fuerzas armadas; sólo se sabe que cumplió su palabra, puesto que entre los muertos de la matanza debió sin duda localizarse cualquier soldado que se encontrara camuflado. Expeditiva solución para encontrar a soldados camuflados. Para encontrar una aguja en un pajar, se prende fuego el pajar y se limpia de paja étnica todo el paraje.

Pero hay que centrarse. 8000 muertos son muchos muertos para cuatro días. 8000 desaparecidos son la mitad de los desaparecidos en Argentina durante una dictadura que duró años. No nos dejemos marear por las cifras y por las grandes palabras que se hacen pequeñas -genocidio, limpieza étnica- y centrémonos en los trescientos hombres que los cascos azules holandeses entregaron a la muerte.

Los cascos azules holandés que estaban acuartelados en las inmediaciones de Srebrenica, como garantía militar de que la ciudad era zona de exclusión de los bombardeos, enclave protegido como un salvoconducto para los musulmanes bosnios que así podían sentirse a salvo de la muerte. Los cascos azules holandeses hacia  los que, como una tabla de salvación, habían acudido  5000 bosnios musulmanes huyendo del horror de los bombardeos y de la entrada a saco en la ciudad de las tropas serbias, que habían puesto fin a un asedio de dos años. Los cascos azules holandeses que, cuando llegaron las tropas comandadas por el asesino Mladic a reclamarle su ración de muerte, entregaron al monstruo 300 hombres, ancianos y niños, para ser interrogados bajo la excusa de que tras la piel de un niño o de un anciano podría ocultarse acaso un feroz soldado con piel de cordero. 300 hombres, ancianos y niños, que no volvieron jamás, a diferencia de los acobardados cascos azules que volvieron indemnes a su país. 300 hombres que ahora no deberían estar rebuscando sus familias entre las numerosas fosas comunes en las que se escondieron sus huesos.

Los hechos fueron los siguientes: las tropas serbias, comandadas por el asesino Mladic, luego de tomar la ciudad, se aproximaron al acuartelamiento de los cascos azules en Srebrenica, expurgaron a  los hombres de las mujeres, y se llevaron a trescientos hombres, ancianos y niños,  después de que Mladic diera a los cascos azules su palabra de honor de asesino de que nunca les iba a pasar nada; nada más que un interrogatorio para saber quiénes eran los soldados asesinos que se ocultaban entre los niños y los ancianos. Se llevaron a trescientos varones, ancianos y niños, en camiones a una población vecina.  Desde allí, al anochecer, durante cualquiera de los cuatro días que duró la matanza, los transportaron  en un convoy de camiones y autobuses a un paraje sin determinar y, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, los empujaron al suelo para que así no pudieran escapar, mientras los despiadados soldados serbios descargaban el cargador de sus rifles de repetición durante minutos que debieron durar horas.

Fueron varios minutos de horror con disparos a mansalva, gritos de terror entre la balacera. Horas de espanto mientras los soldados serbios arrancaban de las manos de los soldados holandeses a los musulmanes varones, y los arrancaban de sus mujeres, madres e hijas, mientras éstas gritaban de horror bajo la certidumbre de la despedida final. Días de horror mientras los musulmanes bosnios se veían hacinados a la intemperie aguardando un interrogatorio que no se produciría jamás, mientras eran conducidos a los campos donde iban a ser fusilados, y más tarde a las fosas comunes donde iban a ser depositados, y más tarde removidos de esas fosas para ocultar sus huesos desperdigándolos en otras fosas distintas donde no pudiera encontrarlos nadie.

Y tan bien hizo su trabajo el hombre que ha sido juzgado esta semana, que veinte años después aún siguen sus familiares buscando los huesos que no aparecen; veinte años después aún quedan 2000 muertos todavía sin identificar; como es el caso  de Nedzad Avdic, que aún no ha identificado a su padre entre los huesos exhumados de las numerosas fosas en las que se intentó ocultar los cadáveres. A Nedzad se lo llevaron en un camión en unos de aquellos días -en los que aún tenía 17 años- a un campo junto a otros compañeros musulmanes capturados, también le vendaron los ojos y las manos y le dispararon una bala en el estomago de la que se recuperó de milagro y resucitó de entre los muertos. Mientras lo ejecutaban, Nedzad pensó: "voy a morir y mi madre no va a saber nunca ni cómo ni dónde". Y en efecto, su madre sí supo, pero no su padre ni los dos tíos que fueron asesinados en Srebrenica, en la mayor matanza ocurrida en Europa desde hace 70 años. Nedzad pudo regresar a Srebrenica de la muerte. Pero muchos no volvieron. Nedzad, antes de escapar medio desmayado y despavorido, pudo contemplar el pavor de un campo sembrado de cuerpos chorreantes que unos minutos antes aún palpitaban de vida.

Ahora Srebrenica sigue siendo una ciudad de Bosnia, pero ha quedado diezmada a la mitad de sus habitantes y durante muchos años sólo quedaron los vecinos de origen serbio, que se apropiaron de las casas y los terrenos de los musulmanes en estampida. Los serbios que mayoritariamente residen ahora en Srebrenica viven en una realidad aparte en plena era de la postverdad. Se niegan a reconocer que el genocidio tuvo lugar, a pesar de ser el genocidio mejor documentado de la historia del mundo. En la escuela de Srebrenica, donde acude a estudiar el hijo de Nedzad, se adoctrina con extraño convencimiento de que los hechos no ocurrieron como se dice. Ojalá hubiera sido así y nada hubiera ocurrido en Srebrenica. Cuando a algunos musulmanes se les ocurre la peregrina idea de regresar  a Srebrenica, son recibidos hostilmente por sus vecinos serbios, que todavía quieren repetir la matanza y gritan que los van a matar. El actual alcalde nacionalista de Srebrenica ha proclamado cínicamente a los cuatro vientos que, a pesar de la terca evidencia de todos los restos exhumados y demás pruebas documentales, solo aceptará el genocidio cuando se demuestre que es verdad.  Murieron, sí, unos cuantos musulmanes, pero son -debe pensar el alcalde- gajes de la guerra. Y no es que el alcalde sea un fanático nacionalista que ha perdido sus cabales, sino que el 70% de los serbios aún niega que aquello fuera un genocidio. Autoridades serbias, como el presidente de la serbia Republica de Srpska, siguen insistiendo en que Srebrenica, como antes lo fuera la horrible estafa del holocausto judío, es el mayor engaño del siglo XX. Y efectivamente, engaño, durante mucho tiempo, fue. Se engañó a la ONU, se engañó a la OTAN -y ambas nos engañaron a nosotros-, se engañó a los cascos azules holandeses, hoy condenados como responsables civiles de aquella matanza, se engañó durante 16 años a las policías de todo el mundo, que fueron incapaces de encontrar al genocida Mladic, se engañó a la opinión pública, que durante dos meses no supo nada de Srebrenica, a pesar de que debía ser un secreto a gritos silenciado por las autoridades internacionales, y se sigue engañando a los familiares de los muertos, que aún siguen buscando el suficiente número de huesos para poder celebrar un funeral digno.

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