Durante mucho tiempo el autor tuvo esta página sobre la mesa de su escritorio. La tuvo como una página en blanco, esperando a ser escrita. Ni siquiera había alumbrado el título, ahora ya desplazado definitivamente a la cabecera de esta página, pues ¿cómo iba a colocar un título que aún no correspondía a un folio en blanco, un título que debía esperar a la conclusión del texto para llegar a ser definitivo? Y sin embargo, al autor le gustaba barajar los títulos antes de empezar a escribir sus textos e incluso a veces le llegaba la ocurrencia mientras los estaba escribiendo. Llamar por su nombre al texto que había de nacer le evocaba un sinfín de imágenes, y las imágenes iban despertando un caudal de palabras que luego ya no podía detener. Cuando veía que el título ya no se ajustaba a la materia del texto que estaba urdiendo, lo cambiaba; a veces, tanto lo cambiaba que el nuevo título no conseguía hacer recordar al viejo. ¿Y si luego resultaba que el título, ya clausurado con el final del texto, traía a su vez una riada de nuevos títulos que debían colocarse en otros páginas o folios, ya fueran antes o después? ¿Y si todo ese maremágnum de nuevos títulos estuviese ya cambiando el sentido del texto y modificando el título? ¿Y si nunca se pudiese acabar el título de colocar, ni el texto de completar? ¿No se estaría siempre escribiendo de nuevo el texto, modificando el título, escribiendo el texto, modificando el título…? El nuevo título solía hacer mención a alguna deriva que recientemente había irrumpido en el texto, pero resultaba que aquella intromisión ya estaba de alguna manera desbaratando el texto, e incluso creando nuevos textos paralelos, todavía en blanco, lo que podía hacer que el título se tambalease y se acabase desmoronando junto con todo el texto, ahora otra vez en blanco. Debido a todas estas mudanzas, el autor sentía que andaba tejiendo en el aire con palabras al viento, pues cada vez que cambiaba el título, iba modificándose el sentido del texto, a veces, incluso, en el mismo momento en que lo tachaba. ¿Y cómo iba a escribir aquel texto si ya había comenzado a mudar su sentido? El autor pensaba que tendría que ir retocando el texto conforme el sentido se fuera insinuando de un modo u otro, y dejarse guiar por ese rumbo titubeante y movedizo que no paraba de modificar el título, incluso creando varios títulos a la vez, lo que acaso prohijaría nuevos textos. Podía ocurrir que no cambiase más que una coma, un signo de interrogación, o acaso no fuera más que el paréntesis en que ahora colocaba (el titulo) (y que hacía, a la vez, entreverar todo el texto aún no nato entre unos paréntesis provisionales que, tal vez, luego hubiera que quitar). ¿Y si fuera, simplemente, que se le había ocurrido colocar la letra del título en bastardilla? La bastardilla también repercutiría sobre el texto; no se podía modificar la tipografía del título y pensar que el texto iba a continuar inalterable. Era como si la bastardilla fuera la nueva máscara que el título adoptaba para interrogar al texto, que ahora interpretaría, a su vez, que también él tendría que tomar otra máscara para mimetizarse y colocarse en bastardilla o en negrita, lo que tal vez abriese en el mismo texto otro punto de giro que acabaría modificando el título. Incluso cualquier signo extravagante incluido en el texto, cualquier espacio en blanco, cualquier errata inadvertida podría ser capaz de dar un vuelco al título, lo que provocaría, a su vez, un alud de nuevos signos, otras eratas, más espacios en blanco… Por supuesto, todos estos cambios en el seno de sus textos provocaban en el autor algunas convulsiones. Se desalentaba y le venían ganas de retorcer los papeles que se traía entre manos. Por eso, últimamente, acababa dejando un folio en blanco encima de su escritorio, acaso con la idea loca, que no se atrevía siquiera a confesarse a sí mismo, de que el texto se fuese escribiendo solo. Y por eso no se atrevía ni a escribir el título. Ni siquiera se atrevía a pensar en la suerte de texto que podría reflejarse en aquel folio cuando dejara de estar en blanco y se convirtiera después en página. “¡Que se escriba solo!”, se decía a sí mismo cuando pasaba cerca de su escritorio, “dejémoslo ahí que dormite un buen tiempo sobre la mesa”, pensaba, “dejémoslo que sueñe y que se vaya escribiendo solo”. Naturalmente, esto que se decía el autor cuando pasaba al borde del texto que estaba incubando, allí, sobre el escritorio, no se lo decía de una forma literal, ni siquiera premeditada, sino que lo hacía de una manera que estaba más allá de las palabras y de las meditaciones. Eran, más bien, cosas que los textos dicen al escribirse, se decía. Y de esta manera había empezado a comprender que no podía dejar que pasaran muchos días más sin atravesar aquel folio en blanco. Pues veía que, si seguía dejando aquel folio en blanco encima de la mesa, su vida se alteraría extremadamente, tal vez, incluso, quedase suspendida. El autor, a veces, cuando quería reflexionar sobre lo que estaba ocurriendo en su entorno, gustaba de asomarse a la superficie de aquel folio, aún libre de mácula, y contemplar cómo había ido mudando su vida en los últimos días. Y pensaba, mientras intentaba traspasar con los ojos aquella blancura impenetrable, que su vida había ido transformándose en aquel pedazo de papel que todavía no había empezado a ser escrito y que, sin embargo, se iba escribiendo a cada instante. Y el autor sabía que iba a llegar ese momento crucial en que tendría que deslizar su pluma sobre la superficie de aquel folio, tendría que mancharse, que abrir surcos y remover allí, hincar la pluma en lo hondo, diseminar la tinta; y tenía miedo ya de lo que pudiera brotar de aquel papel y de lo que reflejaría aquel espejo, pues sabía que fuera lo que fuera aquello que escribiese, arrastraría la semilla de algo que no vivía en el papel, algo venido del otro margen, trasplantado desde aquella vida que tanto había cambiado desde que el folio estaba sin tocar. Y tenía miedo de lo que pudiera brotar de allí, de lo que ya estaba brotando en su vida misma. Y sólo había una manera de acabar con la maldición de aquel folio en blanco, sólo un modo de acabar con el sortilegio y abortar aquel texto maldito que había estado sembrando sin querer en aquella página en blanco. Por todo esto, el autor estaba ahora empuñando la pluma y escribiendo sobre lo alto de aquel folio un título cualquiera, unas pocas palabras que pudieran congelar un instante de su vida movediza, cualquier ardid que por fin le permitiese dar el salto y traspasar el margen del papel y, a la vez, le remitiese a otra página anterior o posterior, al otro margen del papel, al otro tiempo donde el autor está escribiendo ahora UNA ACOTACIÓN A PIE DE PÁGINA en UNA PÁGINA EN BLANCO dentro de UNA PÁGINA EN BLANCO CON UNA ACOTACIÓN A PIE DE PÁGINA…
Jorge Guillén nace en Valladolid en 1893, donde realiza sus primeros estudios hasta que se traslada a Madrid para comenzar la carrera de Filosofía y letras. En esta ciudad comienza a la vez una estrecha relación con la residencia de Estudiantes, en donde más tarde conocerá a alguno de los miembros más destacados de la generación del 27. Entre 1909 y 1911 viaja por Suiza e Italia. Desde 1917 a 1923 sucede a su amigo Pedro Salinas como lector de español en La Sorbogne. Es en uno de esos frecuentes viajes que hace por Europa conoce, en la localidad de Trégastel (Bretaña), a la que más tarde será su primera mujer, Germaine Cahen, con la que tendrá dos hijos. Al año siguiente de obtener en 1924 su doctorado en Madrid con una tesis sobre Góngora, ocupa la catedra de literatura en la Universidad de Murcia hasta el año 1929, y allí funda junto a unos amigos la revista “Verso y Prosa”. Es también, durante este periodo, cuando comienza a mandar a revistas sus p...
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