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AFORISMOS Y CAVILACIONES 25 (Sobre el amor II)




Si, por hipótesis, alguien pudiera abordar a Dios para preguntarle por el secreto de su obra, probablemente  respondería que ese secreto reside en el amor. Es el descubrimiento de este secreto lo que empuja a Dante a inscribir en la puerta de su infierno “TAMBIÉN A MI ME CREO EL ETERNO AMOR”. Lo que le hace exclamar a Wilde en su infierno de la cárcel de Reading que el amor es la única explicación plausible para todo el dolor que encierra el mundo. Pero el hombre lo ignora y se extravía buscando el secreto de la vida. Haga lo que haga el hombre, todo lo hace por amor; incluso bajo la máscara del odio, no hay ningún hombre que no ame algún modesto ámbito de la creación. Pero el hombre se confunde de ámbito. Quisiera amarlo todo, pero tanto se ama a sí mismo, que odia tener que retirar de si y repartir entre otros seres el amor con que se ama. Mas uno no puede amarse sino en la medida en que ama todo lo otro. Cuanto más vastas regiones del mundo abarque y comprenda con su amor, más vasta será la región de su alma transida de ese amor. La condición para amar es la renuncia a amarse a sí mismo. Es olvidarse de sí para cumplir su cabal y feliz destino. Los seres nos hablan con nuestros mismos gestos, en un tono de voz mezclado con la nuestra, con la misma mirada con que nosotros les miramos, y parece que nos remedan y que tratan de decirnos: tú me hiciste a mi igual que yo te hice a ti. No hay destino que no esté inextricablemente unido al nuestro. Todo se ama y se atrae en su diversa medida, y el orden de atracción del universo está regido por esta ley de amor.
 
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El amor es la clave para comprender por qué la mayoría de nuestras vidas se hallan vacías Todo aquello que hacemos sin amor es insustancial y carece de importancia.
 
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Habría que ver el amor como una prolongación del narcisismo pero por otros medios, como un narcisismo que ha saltado por encima de la superficie que lo reflejaba, como una contemplación de uno en el espejo del otro, como una introspección de uno mismo en el fondo del otro. Uno ya no se contempla el propio ego, porque a través del amor, acaba trascendiéndolo. La única manera de llegar a ser uno mismo es la de transformarse en el otro y en lo otro, en el fondo en el que se inserta su propia imagen. Uno descubre así, por medio del amor a lo otro y a los otros, que desde su sola realidad no puede llegar a sí mismo, que no es autosuficiente, que sólo puede llegar a sí mismo perfilando su imagen en la superficie del otro y de lo otro, dejándose transformar en ese amar y ser amado. Que nos dejemos transformar por otro, que otro ponga la mano encima y nos moldee, esa es la mayor prueba de amor que es posible dar.
 
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Sólo el amor es capaz de transformarnos de forma adecuada, el resto de sentimientos nos transforman degradándonos. Ya sea ambición, envidia, lujuria o codicia.
 
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Querer el mal de un grupo humano determinado, solo porque difiere del grupo o país al que se pertenece, así comienza a instigarse y a incubarse el odio, hasta que por fin salta la chispa y ese voluntad de querer el mal de algunos se convierte en voluntad de realizarlo y se comienza a emplear la violencia: se ataca sus lugares de residencia porque se les quiere ver arder, sufrir, desaparecer. Y es que ese grupo discordante viene a representar el mal y se le quiere combatir hasta extirparlo. Pero el mal no se le puede combatir desde el odio, pues el odio siempre produce delirios y sólo nos deja ver el mal en todo lo que miramos: sólo desde el amor se puede combatir el mal, sabiendo que el amor es lo que nos permite contemplar el verdadero bien. Es, como nos recuerda Adorno, el poder de ver lo similar en lo diferente.


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El odio que trasciende al mundo es un amor invertido o pervertido, un amor que no se ha sabido dar, un amor que cifra negativamente el amor que no nos han dado, el que no nos hemos sabido dar a nosotros mismos.
 
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No debemos amar a los seres porque merezcan nuestro amor, sino que sabemos que son merecedores de nuestro amor porque los amamos. Para comprender porque debemos amar a un ser humano, es necesario poner antes el amor incondicionalmente. Por eso se dice que el amor es ciego. Si algo no admite el amor es la desconfianza. Requiere una fe ciega, independiente del resultado que obtengamos y de la respuesta que recibimos. Por eso el cristianismo insiste en la sobrehumana actitud de poner la otra mejilla. Es el gesto de apaciguamiento  que distingue a la persona amante. Y por eso nada hay tan ridículo como una persona amante. Sus respuestas no parecen humanas, pues ya ama a toda criatura y a todo cuanto le acontece y no sólo aquello que le es favorable o que despierta su interés.
 
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Amar al hombre incondicionalmente significa amarlo en su integridad, en sus aspectos más carenciales y caóticos, más feos y disarmónicos. Es el momento en que aceptamos a un ser humano tal cual es y lo asumimos,  y sólo en ese momento nos identificamos y sabemos que nosotros somos a la par que él, somos su semejante hermano, el que ya se con-funde con los otros.
 
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Apenas podemos saber nada de las otras cosas y de los otros hombres mientras no los amemos. Ese es el secreto que  permite retirar el velo que nos anubla las cosas. Sólo al amar a los seres comprendemos los secretos que les hacen ser como son.
 
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La indigencia del hombre va a persistir para siempre a lo largo de su destino, de su vida. El hombre va a necesitar en todo momento ser amado, recibir el amor, el reconocimiento, y toda su vida se va a convertir en un ansioso reclamo de amor. Pero el hombre puede evitar esta posición delicada y excesivamente dependiente si se afana en volcarse en el amor. Empeñándose en amar al ser humano y la existencia. Apenas necesita el amor de los demás porque ya porta consigo el caudal que necesita en su afán de dar amor a los otros. A fin de cuentas, este amor tiene que acabar  revertiendo en uno mismo. Pues es ley que quien es tratado con amor, acabe correspondiendo y entregando su amor.
 
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Toda nuestra desgracia está en que no sabemos cómo expresar el amor, lo expresamos mal, a veces de forma invertida, otras pervertidamente, y otras de forma torcida. Y es porque lo hemos aprendido de quienes no han sabido dárnoslo, que siempre estamos reclamando amor.
 
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La bondad es superabundancia de amor, perfecta expresión, en su ser, del amor al que apunta todo lo creado y que es aquello que lo constituye. Por eso, sólo podemos concebir la maldad como la carencia de ese amor, la incapacidad que tenemos para poder expresarlo.
 
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El mal, la desgracia en el mundo se encuentra en el hecho de que muchos hombres no consiguen ser amados tal como son -posiblemente porque la sociedad no acepta aquellas conductas que no sigue cánones ni estándares-, y entonces esos hombres que no son amados retienen justo en ellos la misma energía violenta y la misma fuerza con que otros les han despreciado; su odio es la réplica exacta de todo el odio recibido.
 
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La clave del mundo no es el querer –la voluntad a la que se aferraba Schopenhauer-, sino aquello que el hombre, acudiendo a un desciframiento más elevado de su espíritu y de la esencia del mundo, ha denominado Amor. Las cosas y seres se aman. Sólo pueden amarse en sí mismas, amando todas las demás cosas de las que son parte integrante, es decir, amando el todo. Lo aman en la medida y con arreglo a lo  que son y todo cuanto transpira el universo es amor. Cada cosa no recibe de su entorno otra cosa que amor. Este amor es libertad, libertad de que cada cosa exprese el amor que lleva dentro, que es su querer. Pero este querer traiciona el amor, al querer unas cosas y no querer otras. El querer deja de ser amor cuando no quiere  las cosas como son, cuando no  las asume como son, cuando quiere que las cosas sean de otra manera que como son. De ahí el odio: odiar significa no querer la cosa que es. Odio es no querer, pero el hombre confunde lo que quiere él, su amor propio, con lo que quieren las demás cosas y seres. Quiere que las cosas y seres sean como quiere él ser, con el ser que él les presta. Y es un amor equivocado que revierte en él. Revierte en él en forma de odio, de no querer.  Dejar que las cosas y los seres sean como quieren, esa es la clave para dejar expedita la vía del amor. Convertir nuestro querer ser en amor, es decir, convertir nuestro querer ser en querer las cosas como son y no como queremos que sean.
 
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El amor: sólo ama quien ya tiene esa fuerza. Pero para tener esa fuerza, es preciso amar. Hay una fuerza de signo contrario que es la resistencia a amar y que viene precedida por el odio y que sólo causa destrucción: en uno mismo y en el entorno. El odio como una debilidad que hay que padecer previamente para poder odiar. Pero para caer en esa debilidad, es preciso odiar´, etc.
 
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¿Qué es lo que aborrecemos de la realidad que percibimos? El propio aborrecimiento que ponemos en ella, nuestro propio disgusto, en suma los afectos que adherimos a las percepciones. Lo mismo ocurre con aquellas cosas que amamos: no podemos amar nada sin que nosotros haya colocado ese amor en la cosa amada. Es decir, hay que ver en aquello que puede resultar horroroso algo también digno de respeto y de amor.
 
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Lo que eleva la nobleza de los hombres es su trato cordial, el sentirse fraterno. Cuanto más fraternalmente se trata a un hombre, más noble se le vuelve, y esta nobleza hace a su vez que trate fraternalmente a los otros: el trato fraterno provoca un círculo virtuoso. Y al revés, lo que hunde a los hombres en el infierno y no les deja salir de su círculo vicioso es el trato cruel y despiadado. A los hombres se vuelven viles por la crueldad con la que son tratados.

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