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Tengo que hacer
una confesión: no me gustan las confesiones. Prefiero no escarbar en mi vida
privada. Sin embargo, sí me gusta escarbar en las vidas ajenas. A veces leo biografías sobre gente célebre y,
si me resulta interesante su vida, sigo hurgando en ella hasta desentrañar
algunas cosas desagradables. Agradables no se suelen encontrar muchas. Tengo
que hacer otra confesión. Soy un escritor, pero no escribo. Esta paradoja tiene
fácil explicación, pero no la daré aquí, o sólo diré que escribir significa desenterrar
todas las desvergüenzas y lanzarlas al aire, propalarlas, que se entere todo el
mundo de quién es uno o quién se esconde detrás de uno. Y de momento sólo diré que yo no soy nadie,
si acaso un escritor, un escritor de tesis. Elaboro tesis sobre la realidad o
sobre la vida de los otros, luego esbozo un plan para escribir una novela que
las contenga. Finalmente me conformo con ese esbozo, pues una novela podría
llevarme demasiado tiempo concluirla, y a mí lo que me gusta es seguir
elaborando tesis, es decir, desenmascarar al personaje y pasar enseguida al
siguiente esbozo. Para ello, para
elaborar las tesis que voy elucidando, me veo obligado a leer ingentemente. He
dicho que me gusta leer biografías sobre famosos y luego interpretar sus vidas,
hurgar en ellas. La última vida sobre la que he hurgado ha sido la de Lev
Tolstoi. A veces tantas vidas ajenas me abruman, pero lo importante es que la
tuya propia no llegue nunca a abrumarte. Uno se alivia de la gravedad de su
propia vida cuando se pone a escribir sobre otros. El caso es no notar su
vacío. Todavía no he llegado a ninguna conclusión sobre la vida de Tolstoi, aún
no sé si su vida estaba llena o vacía. Lo que sí sé es que Tolstoi se empeñó en
vivir una vida grandiosa, porque le gustaba hacerlo todo a lo grande. Tengo
sobre esto una tesis para una novela sobre Tolstoi, pongamos que es la
primera tesis de una larga serie: Tolstoi era un loco que se creía
Tolstoi. Su locura consistía en creerse muy grande. Se creía tan grande que, a
veces, llegaba a delirar. Esta es la primera tesis para esa eventual novela.
Toda la vida de Tolstoi se puede comprender como el resultado de un gran
delirio de grandeza. Confesaré, de paso, que yo me comparo con Tolstoi,
como me comparo rápidamente con cualquiera de los hombres sobre cuyas vidas
leo, ya se trate de Alejandro Magno o de Leonardo da Vinci. Ahora mismo me creo
tan grande, por lo menos, como Lev Tolstoi. Yo también padezco delirios de
grandeza. Yo también podría ser Lev Tolstoi.
2
Segunda
tesis: Todo el delirio de grandeza que acometía a Tolstoi residía en su ansía
de perfeccionarse, cosa que no me extraña, pues nada de lo que yo pueda
escribir me parece lo bastante perfecto, y al final acabo lanzando todo a la
papelera. Pero volvamos a Tolstoi, con el que, a menudo, me gusta compararme,
incluso por su manía de perfección. A
todas horas quería perfeccionarse sin fin, fuera lo que fuera que tuviera entre
manos. Lev Tolstoi empezó a tener entre manos una pluma y mucho papel. Con
veinticinco años comienza a usar ese papel y a emborronarlo con todas las
historias que se va imaginando. Siempre le faltaba papel. Se quería
perfeccionar tanto, en su tarea de escritor, que no habría papel en este mundo
para dar fin al ansia de perfeccionamiento de Tolstoi por medio de la
escritura. Uno de sus biógrafos, Stefan Zweig, lo dice de otra manera: se
podrían reforestar de nuevo los bosques de Yasnaia Poliana, donde tenía su
residencia, si todo el papel empleado para imprimir los recuerdos sobre Tolstoi
se convirtiese de nuevo en árboles. Lev Tolstoi se perfeccionó demasiado
precozmente en esto de la escritura. Con cuarenta años acaba “Guerra y paz”.
Con cuarenta y dos comienza a escribir “Ana Karenina”. No para de hacer que
talen árboles para escribir en ellos. Ningún escritor puede llegar tan lejos
escribiendo tan deprisa. Con cuarenta años ha llegado a la cima de la
perfección y ya nadie le puede disputar la fama. No tiene igual. Ya sólo le
queda morirse y comienza a pensar en el suicidio. Pero resulta que no está
solo, y que tiene una mujer, y que ya va por el quinto hijo. Entonces Tolstoi
sufre una crisis. Y descubre algo que le horroriza. Sus novelas son demasiado
buenas. Pero las novelas de los otros son casi todas malas. En su labor de
escritor, ha trabajado tanto interiormente, que su mundo se ha vuelto demasiado
rico. Y, sin embargo, ¡cuán pobre es el mundo con el que se encuentra fuera!
Por donde quiera que mire, sólo ve miseria y estupidez. Y él es tan
inteligente... Y el mundo tan corrupto, que hiere su alma pura. Así que ahora
que Tolstoi ya no tiene ninguna historia entre manos, se dispone a arreglar el
mundo. Quiere abrir los ojos de la gente y volverla lúcida. Quiere señalarles
donde está el mal y que todos se vuelvan buenos, de una vez por todas. Entonces
Tolstoi decide volverse predicador. Seguirá escribiendo, sí, y no lo hará nada
mal, incluso novelas, muchas novelas. Pero ya lo único que le interesa es
predicar a través de la escritura. He dicho que Tolstoi tenía una mujer. No he
dicho su nombre. Se llamaba Sofia Andréievna y era dieciséis años más joven que
su marido. Y lo amaba hasta la locura. Si Tolstoi estaba loco de grandeza,
Sofia estaba loca de amor. Pero en realidad amaba sobre todo a Tolstoi, al gran
escritor de “Guerra y paz”. Si hubiera querido casarse con un predicador,
habría ido a una iglesia a buscarlo. Pero por la época en que se conocieron,
Tolstoi no visitaba iglesias. Frecuentaba los prostíbulos y las salas de juego.
Contraía cuantiosas deudas y algunas enfermedades venéreas. Pero, con cincuenta
años, Tolstoi ha acabado sus dos grandes novelas y se ha quedado ocioso. ¿Qué
le queda ya por hacer? Convertirse en un predicador; señalarle al mundo que el
camino emprendido por la civilización conduce al abismo. A finales de siglo,
con apenas cincuenta años, Tolstoi comienza a predicar y Sofia comienza a odiar
a los predicadores. Justo en esa época, Sofia comienza a aborrecer A Tolstoi.
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No hay otra cosa
que se le parezca más al amor que el propio odio, lo saben todos los
moralistas. Mientras Sofia Andréievna amaba a Tolstoi, Tolstoi amaba a Sofia
Andréievna. Cuando Sofia comienza a cogerle manía a Tolstoi, Tolstoi empieza a
aborrecer a su mujer. El odio y el amor se contagian con la misma intensidad y
se vuelven recíprocos con una facilidad pasmosa. Podría ser la eterna historia
de todas las historias de amor. No hay historia de amor que mil años dure y que
no acabe convirtiéndose en una lenta historia de odio. “Todas las familias
felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz tiene un motivo para
sentirse desgraciada”. Esta célebre frase, con la que Tolstoi abre su novela
“Ana Karenina”, podría también constituir una tesis para una novela sobre su
vida. Ningún escritor puede huir de estar escribiendo siempre la historia de su
vida. Así que ya sabemos que la familia de Tolstoi no se parecía a ninguna otra
y tenía un motivo para sentirse desgraciada. Hemos comenzado hablando del odio,
pero lo que envenena a la familia de Tolstoi es, precisamente, lo contrario: el
amor. Tolstoi comienza a tener un gran problema a ojos de su familia. Se vuelve
un predicador y comienza a difundir en sus escritos el amor universal. Se
convierte en un apóstol del amor: tenemos que amarnos los unos a los otros
hasta hartarnos, proclama con su nuevo acento cristiano. Tenemos que amar
incluso a las personas que más odiamos. A medida que Tolstoi se prepara para
amar a todo el mundo, a los tontos y a los locos, a las ancianitas y a los
niños, a los pobres y a los ricos, Tolstoi comienza a sentir un inusitado odio
por su mujer y por su familia. Tolstoi no para de escribir libros y proclamas
en los periódicos, haciendo un llamamiento al amor universal, a la falta de
amor de una sociedad que mantiene al pueblo en la pobreza; se vuelve entonces
revolucionario, ataca a los poderes, comienza a meterse con el zar. Predica la
abstinencia, el vegetarianismo, la pobreza, el pacifismo, la desobediencia
civil…; comienza a tener una horda seguidores, que vienen a visitarle a su casa
porque quieren conocer a este nuevo apóstol del amor y de la revolución.
Quieren vivir como él, montar comunas para llevar la misma vida que lleva él en
Yasnaia Poliana. Muchos se llevan un chasco cuando lo ven vivir a cuerpo de
rey, tomando el té en porcelana fina, fumando y comiendo carne y rodeado de una
extensa servidumbre a su servicio, con cocheros, cocineros, jardineros y
médicos privados. Un estudiante rumano, que se había castrado después de leer
su “Sonata a Kreutzer”, se escandaliza y comienza a llorar cuando descubre que
su apóstol de la castidad vive rodeado de una cohorte de hijos. Su familia no
se extraña. Si ellos supieran…, piensa Sofia; ella sabe que su mayor pecado es
el de la carne y la lujuria. Predica la abstinencia sexual, pero al mismo
tiempo convierte a su mujer en una fábrica humana de parir hijos -once veces y
le parecen pocas-, es la única que sabe que Tolstoi solo piensa en fornicar,
pero se tiene que callar. Todo el mundo quiere seguir a Tolstoi, menos su
propia familia. Todo el mundo ama a Tolstoi, pero su mujer le ha cogido manía. Tercera
tesis para una novela sobre Tolstoi: cuanto más lejos llega a extender su amor
Tolstoi, más le odian los que están más cerca, y más difícil se le hace amar a
su propia familia. Tolstoi quiera amar incluso a su mayor enemigo, pero
Tolstoi comienza a comprender que tiene al enemigo en casa y que no consigue
negociar con él.
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Llegado a este
punto tendría que decir que comprendo, que comprendemos a Tolstoi. Todos somos
Tolstoi, especialmente yo, que tanto afán pongo en parecerme a él; el problema
es que estamos condenados a ser nosotros mismos y a apechugar con ese yo que a
todos nos cuesta llevar cargado a las espaldas. Pero volvamos a Tolstoi,
¿Quién, alguna vez, no ha tenido un arrebato de amor por todo quisque y, nada
más tenerlo, comienza a pelearse con el primero que se encuentra en frente, con
su propia pareja al despertarse al día siguiente, por ejemplo, por haberse
dejado toda la noche encendida la luz de la cocina, o por haber tirado la
ceniza del cigarro sobre la alfombra más preciada? Pero esta no es la historia
de mi vida. Se trata, más bien, de acercarse a la vida de Tolstoi, aunque aquí
siempre será la vida de Tolstoi repercutiendo en mí. Yo también he tenido esos
arrebatos de amor. El primero, con veinticinco años, me duró tres meses, el
mundo se vuelve tan bonito y plácido, que uno siente que se ha comido un tripi.
Pero el tripi deja de surtir su efecto y la gente comienza a comportarse con
uno de la misma forma odiosa de siempre. Y uno también se vuelve odioso. Quiere
volver a amar todo como lo amaba antes, la armonía perfecta, la luna de miel
entre el hombre y el mundo. Pero la expulsión del paraíso ya se ha puesto en
marcha y uno no puede regresar al edén. Pues para eso hay que llegar a ser una
especie de santo, como lo quería ser Tolstoi, y eso sólo está al alcance de
gigantes como él. Los demás, de ordinario, sólo somos pigmeos y nos debemos
conformar con encaramarnos a los hombros de estos gigantes. Tolstoi también se
tomó su tripi con veinticinco años, también tuvo su luna de miel con el mundo.
Lo registra en el diario que empezó a escribir con diecinueve años. Forma parte
del ejército ruso, de un destacamento en la guerra del Cáucaso, es oficial,
estamos en el año 1850, un día entra en una taberna con sus jóvenes amigos
oficiales, se ponen a beber vodka como cosacos, hablan un poco de todo, de las
cosas de la guerra, pero también de lo que hará cada uno cuando llegue la paz y
vuelvan a sus casas. La conversación da un giro repentino de borrachos, se
ponen a hablar de política, luego de religión, y entonces es cuando a Tolstoi
le llega la revelación, una idea inmensa a la que está dispuesto a consagrar
sus días: quiere fundar una nueva religión; las que ya hay, le parecen
atrasadas, el hombre muy por debajo de sí mismo, Cristo le parece un gran
hombre, pero no el hijo de Dios. Todos somos hijos de Dios, piensa Tolstoi,
sobre todo él mismo; y, entonces, el gran hombre comienza a sentirse el
primogénito de Dios. Y, en realidad, Tolstoi ya no dejará de hablar de Dios en
ningún momento. Todos los hombres tenemos alguna vez la revelación que pueda
llegar a convertir nuestra vida en una gran vida. También yo una vez tuve la
mía. Lo malo es que no tenemos fe cuando nos llega; lo malo es que hacemos
oídos sordos, que no somos tan grandes como Tolstoi, aunque lo pretendamos; lo
malo es que no queremos comenzar a crecer y tenemos miedo de que nuestra altura
llame enseguida la atención y vengan a cortarnos la cabeza. Tolstoi tuvo su
revelación, tuvo fe en ella y actuó en consecuencia. Creíamos que Tolstoi
estaba haciendo literatura, pero no nos dimos cuenta de que estaba haciendo
religión por otros medios: quería conseguir la unión de todos los hombres. Lo
que más le debió doler fue no conseguir la de su familia. Igual hay que leer de
nuevo a Tolstoi. Esta sería otra tesis para interpretar a Tolstoi: Tolstoi
no es un escritor, es un iluminado que tiene la manía de escribir. ¿Pero
ambas cosas no son la misma?, se preguntará alguno. Efectivamente, en los
grandes escritores las dos cosas acaban coincidiendo, no se puede ser un gran
escritor y no estar iluminado. Los escritores mediocres siempre tienen pocas
luces o tienen las luces que les aporta su siglo. Es decir, la buena literatura
brilla por su ausencia. Lo dice Tolstoi poco después de acabar “Guerra y Paz” y
de entrar en crisis. “Existe una literatura de la literatura: cuando el objeto
de la literatura no es la vida misma, sino la literatura de la vida, y esa
literatura de la literatura es el 999/1000 de todo lo que se ha escrito, y
resulta falsa y mala.”
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He dicho que soy
escritor, si bien no escribo. No he contado que yo también estuve casado, al
igual que lo estuvo Tolstoi con una mujer a la que llegó a aborrecer porque le
impedía vivir la vida que él hubiera querido vivir. Durante la época en que yo
estuve casado, yo dejé de escribir en el cuaderno del diario que llevaba
conmigo desde los dieciocho años, porque no quería que mi mujer hurgase en él y
se enterase de mi vida secreta, aunque pude mantener a salvo otro diario
digital bien encriptado en las tripas del ordenador. Durante esa época yo no
paré de escribir cuentos, pero jamás le leí ninguno. Quería mantener mi vida
secreta libre de toda sospecha. Un día escribí un cuento, gané un premio, el
cuento se hizo público y yo se lo tuve que dedicar y dárselo a leer. Ya no era
el dueño de mi cuento; había dejado de pertenecerme. Me había quedado desnudo y
ya no tenía vida secreta. Los demás lectores no tienen ninguna importancia
porque, al no conocerte, se piensan que todo lo que escribes te lo has inventado.
Pero ¡cómo te conocen los lectores que viven contigo!, a esos sí que no los
puedes engañar. El cuento versaba sobre una pistola, envuelta en una bufanda,
que había aparecido en el trastero de nuestra casa. ¿creía la mujer del
protagonista que había cometido un atraco con ella o que pensaba asesinarla?
Por supuesto, nada de lo que contaba era verdad, pero tampoco nada era mentira.
Así es la vida del escritor, hecha de medias tintas, de verdades y mentiras a
partes iguales. Cuando estás con un escritor, nunca sabes si te vacila o si te
está hablando en serio. Mi mujer siempre creyó que yo había robado esa pistola
y que la había escondido dentro de un cajón en el armario de nuestro trastero,
y que me dedicaba a atracar bancos o a traficar con armas o a quitarme de en
medio a la gente que me molestaba. Mi mujer llegó a pensar que me molestaba y
las cosas empeoraron mucho a partir de ahí. Aunque en el cuento yo trataba de
exculparme, no me creyó inocente del hecho de que apareciera una pistola de
verdad en nuestro trastero. Y es que cuando la gente tiene una idea de quien es
uno, es muy difícil llegar a ser otro. Tantas verdades y mentiras, sin ningún
concierto, contamos a lo largo de nuestra vida, que ni yo mismo puedo recordar
si esa pistola la coloqué ahí o el culpable es alguien salido de unos de mis
cuentos. El caso es que la pistola estaba en el cuento y la pistola también
apareció en el trastero de nuestra casa. Las dos cosas a la vez eran demasiada
coincidencia. Un poco antes de que publicase ese cuento, mi mujer se metió en
el ordenador y se puso a leer las cosas que yo escribía a escondidas. No
demasiado, porque no le gustaba leer mis cosas y tampoco me tomaba en serio
como escritor. Me enteré de aquella intromisión en mi intimidad cuando me dijo
que yo me transformaba en mis escritos y que no me reconocía, porque parecía
otro: un extraño. Entonces fue cuando me pregunté quién era yo, si el hombre
que convivía con mi mujer y que sólo ella conocía, o el desconocido que tenía
una vida secreta a la que daba rienda suelta por medio de la escritura. Creo
que mi mujer tenía celos del escritor que había en mí. Creo que yo envidiaba el
tipo de vida secreta que podría llegar a vivir aquel escritor. Esta podría ser
una tesis para esa eventual novela que aquí esbozo. El escritor es ese tipo de
hombre que sólo puede vivir su vida auténtica exponiendo su vida secreta por
medio de la escritura. El escritor es el que vive la vida que no pueden vivir
los demás -o el que vive la de todos los demás-, pero para eso tiene que arriesgarse
a mostrar lo que los demás no quieren mostrar. Y ha de pagar un alto precio por
romper con ese tabú. Tolstoi era un gran escritor y tuvo que pagar un precio
desorbitado por romper con los tabúes. Fue excomulgado por el santo Sínodo, fue
censurado por los censores rusos, que no le dejaban publicar sus escritos. Fue
vigilado por la policía zarista, que no se fiaba de sus ímpetus
revolucionarios. Pero, sobre todo, fue excomulgado del seno de su propia
familia, que, en realidad, nunca le perdonó a Tolstoi que se hubiera atrevido a
ser un escritor de verdad. Nadie perdona a los escritores cuando se ponen a
decir sin cortapisas todo lo que piensan. Y lo que piensan también afecta a su
propia familia; a ésta en primer lugar. Y entonces es cuando hay que ponerse a
hablar de nuevo de Tolstoi. O, mejor dicho, hay que ponerse a hablar de los
diarios que Tolstoi comenzó a escribir con diecinueve años. Porque el motivo de
la tragedia que comienza a caer sobre la vida de los Tolstoi podría decirse que
comienza con los diarios de Tolstoi. Y esta sería la quinta tesis. Todas las
familias felices se parecen unas a otras, pero la culpa de que la familia de
Tolstoi no tenga ningún parangón, la culpa de la desgracia que cayó sobre los
Tolstoi, la tiene la manía que tenía Tolstoi de pasarse todo el día escribiendo
sin parar, sobre lo humano y sobre lo divino, pero especialmente sobre su
faceta más humana y sobre todos los intríngulis de su familia. La culpa de
todos los males de Tolstoi hay que ir a buscarla en sus diarios.
6
He dicho que no
me gustan las confesiones, pero tengo que confesar que alguna vez yo también
quise destruir mis diarios. En algún momento comprendí que podían incriminarme
demasiado. Si uno vive solo, la cosa no importa mucho, su vida íntima sólo a él
le atañe. Pero ¿qué pensarán las personas junto a las que vives de lo que tú
piensas sobre ellas? ¿Y qué pensarán de tu vida secreta? ¿la podrían soportar
del mismo modo que uno mismo la tolera y hasta se acostumbra a ella? ¿No sería
mejor no escribir nada que pueda afectar a nuestros seres queridos? ¿Y no
ocurriría así que acabaríamos por no escribir nada de nada? Sabemos que casi
todos los diarios escritos por los escritores son falsos. Curiosamente, es uno
de los pocos géneros donde la censura no aplica sus tijeras, porque el escritor
ya se encarga de hacer el trabajo sucio por su cuenta. Además, los censores
sólo se preocupan de incordiar a los escritores vivos; los muertos les parecen
inofensivos, y los diarios póstumos que suelen encontrarse no los consideran de
su jurisdicción. En algún momento, Tolstoi no sólo pensó en quemar sus diarios,
sino que se vio obligado a llevar más diarios, diarios que él llamó secretos y
que fueron escritos para su propio consumo. Actuaba igual que el contable que
tiene que proteger su empresa de una inspección fiscal y se ve obligado a
llevar una doble contabilidad para que sus cuentas sigan cuadrando. Todos los
miembros de su familia querían leer sus diarios, sus once hijos y su mujer. Por
lo visto, no se conformaban con sus novelas, querían más; su vida más íntima se
había convertido en un secreto a voces, y esto le hacía daño, predisponía a
toda la familia en su contra y encima pervertía la escritura de sus diarios. Es
lo que se llama autocensura. Si un escritor quiere contarlo todo y llegar
lejos, ha de esquivar la censura a toda costa. Especialmente la propia. No
puede castrar la imaginación, pero tampoco puede amputar la verdad. Ha de ser
honesto. "Hay que trabajar con honestidad, poner en juego todas las
fuerzas; después que escupan en el altar”, escribía Tolstoi en el diario, al
inicio de su carrera. Pero Tolstoi comprendió enseguida que la honestidad se
paga cara. Puede costar un divorcio, incluso antes de haberse casado. Tal fue
el caso de Lev y de Sofia. Tolstoi acaba de regresar de un viaje de varios
meses por Europa y enseguida conoce a las hermanas Bers, que son hijas de un
comerciante rico de Moscú. Al principio corteja a las dos hermanas, sin saber
con cuál quedarse. Finalmente se enamora de Sofia. Estamos a principios de 1862.
Muy poco tiempo después se casan. Tolstoi tiene treinta y cinco años y Sofia
diecinueve. Lev Tolstoi se ha enamorado tanto de Sofia Andréievna Bers, que
parece enloquecer; el diario, por esa época, cambia constantemente de tono, las
frases se abrevian hasta hacerse telegráficas, los vuelcos de sentimiento son
constantes, surgen varias voces que vacilan, se recriminan, se encomiendan a
Dios. Primeros síntomas de una personalidad doble, triple que empiezan a
manifestarse en Tolstoi. ¿Quién es Tolstoi? Quiere pegarse un tiro, declararse:
el 23 de septiembre, finalmente, se casan. La víspera de la boda, Tolstoi se da
cuenta de que ya no podrá escribir el diario para sí. Que detrás de su diario
habrá siempre unas pupilas que van copiando lo que Tolstoi deja por escrito. En
la antevíspera de la boda, el 19 de septiembre de 1862, Tolstoi había dado a
leer el diario a su prometida. No quiere tener ningún secreto. Y entonces Sofia
penetra en el mundo secreto de Tolstoi, el del fornicador de burdeles, bebedor
compulsivo, manirroto en el juego, asesino oficial con escopeta en la guerra. Y
Sofia sabrá que el primer hijo que tenga ya no será el primer hijo de Tolstoi.
Ataque de celos de por vida hacia una campesina con la que tendrá que toparse,
año tras año, en la aldea. Y su mundo virginal se manchará antes de la noche de
bodas. Algo se ha roto para siempre, escribirá en su diario Sofia Andréievna. Y
el desgarrón seguirá abriéndose. Sobre todo, por culpa de los diarios. Esta
podría ser otra de las tesis para una novela sobre Tolstoi: ni el escritor más
libre del mundo –como podía ser Tolstoi- está libre de la censura. Estos son
los dos peores tipos de censura. La de uno mismo y la de la propia familia.
Tolstoi pagó un alto precio por intentar saltarse las dos.
7
Durante toda su
vida Tolstoi no hizo otra cosa que escribir. Primero escribió voluminosas
novelas ejemplares, seguía escribiendo su diario, luego deja de escribir en el
diario durante los muchos años de redacción de sus grandes novelas, y luego
llega la gran crisis y ya no quiere escribir novelas. De repente, descubre que
el mundo anda al revés y lo quiere enderezar. Y no deja títere con cabeza. La
literatura no sabe educar, la ciencia es un modo de conocimiento erróneo que
pervierte la vida de los hombres, la política es el instrumento con el que los
poderosos esclavizan al pueblo. La religión ha llegado a convertirse en un
engañabobos para corromper el mensaje original y seguir ejerciendo el engaño y
la violencia. Han pasado muchos años de silencio, cientos de hojas en blanco
por su diario, meses enteros empleados en jugar a las cartas, montando a
caballo o paseando y pensando en quitarse de en medio. Vuelve a tomar la pluma,
pero no sólo para escribir novelas; ahora quiere escribir sobre arte y
política, sobre ciencia y religión. Escribe artículos y cartas abiertas en los
periódicos, publica panfletos, redacta tratados, lee a los grandes sabios y
hace antologías de la sabiduría universal, pierde el gusto por los relatos y
escribe cuentos populares inspirados por el folklore, crea editoriales para
difundir la cultura al pueblo. ¿Alguien piensa que ha abandonado la literatura?
No, sigue escribiendo obras literarias, a veces novelas cortas, otras veces un
poco más largas. Y sigue llevando la cuenta de su diario. Durante toda su vida
no hacía otra cosa que escribir. ¿Hacía alguna cosa más? Si, Tolstoi se
convierte en un predicador y trata de predicar con el ejemplo. Aprende griego y
traduce los evangelios y trata de desempolvar el mensaje original; aprende a ser
un zapatero y se hace sus propias botas; aprende a ser un campesino y se hace
su propio azadón y se pone a cavar la tierra; se hace vegetariano y se prepara
su propia comida. Quiere vivir de forma autosuficiente, sin servir a nadie, ni
que nadie le sirva a él, pero, sin quererlo, cada vez hay más gente que empieza
a depender de Tolstoi y que sueña con servirle, y comienza entonces a crearse
un séquito que trata de vivir igual que él. Algunos van en peregrinación a su
casa para recibir sus instrucciones. Otros montan comunas agrícolas siguiendo
sus doctrinas. Otros se vuelven revolucionarios y comienzan a hacerse
peligrosos. Lenin escribe un libro sobre Tolstoi y lo titula “El espejo de la
revolución”. La culpa de todo lo malo que pasa en Rusia la tiene un loco que se
cree Tolstoi. El zar comienza a vigilarle; Tolstoi también vigila al zar. De
repente, Tolstoi ya no es un escritor; es el enemigo público número uno.
¿Y qué hace
Sofia Andréievna mientras tanto? Todo lo que tenía que haber hecho Tolstoi y
que dejaba de hacer, porque Tolstoi no hacía otra cosa que escribir o servir a
su propia causa. En primer lugar, pare hijos sin cesar, hasta en once
ocasiones; también entierra alguno por el camino, mientras guarda un duelo de
años sin escribir en su diario; los
amamanta a todos por exigencia de Tolstoi,
les da clases de piano, de matemáticas, de lengua, de francés, les
tricota y zurce su ropa; se encarga,
además, del mantenimiento de la despensa, de que no falte ni la sal ni el
azúcar, ni los huevos ni la mantequilla; se encarga también de las reformas de
la casa, de dar las órdenes al cocinero, al jardinero y al cochero, atiende a
las visitas, acude al banco y al abogado, a veces entra en los tribunales, administra cicateramente el dinero que despilfarra
su marido ante las ávidas manos de los solicitantes que vienen a sablearle, se
encarga de la edición de sus obras, de pedir a los censores que hagan la vista
gorda, viaja a Moscú para entrevistarse con el zar y rogar que conceda la
publicación de sus obras completas, puestas ya bajo la lupa del mismísimo zar,
que anda cada vez más amoscado. ¿Alguna
cosa más le queda por hacer? Si, además, pasa a limpio los borradores de
Tolstoi –con "Guerra y paz", hasta ocho borradores-, copia con mano
hábil la letra ilegible de sus diarios, traslada al papel las cartas que le va
dictando, los artículos para los periódicos. Además, tiene tiempo para escribir
su propio diario y encima con buen estilo. Es la mujer de Tolstoi, la madre de
los hijos de Tolstoi, la secretaria de Tolstoi y la administradora de los
bienes de Tolstoi. Pero de pronto, cuando Tolstoi está a punto de cumplir
sesenta años, se convierte en un predicador. Quiere dar los derechos de autor
al pueblo, ceder todos sus bienes a sus hijos, arrendar gratis sus fincas y
prescindir de su antigua secretaria para colocar a una de sus hijas, mucho más
fiel, en principio, que su mujer. Su esposo ya no confía en ella y ella se vuelve
celosa de sus hijas. De pronto ha caído en desgracia y se convierte en una
espía peligrosa en la casa de los Tolstoi. No le deja leer sus diarios, ni que
copie sus novelas, ya no tiene bienes que administrar, sus hijos han crecido, a
Tolstoi ya no le interesa la cama, y esta mujer, que hasta hace poco era la
lugarteniente de Tolstoi y la encargada de recordarle que era mortal, deja de
ser madre y esposa, secretaria y administradora. De repente, se ha quedado sin
su lugar en el mundo. Y, mientras tanto, al lugar del mundo donde vive Tolstoi
no deja de llegar gente de todas partes. Esta podría ser otra tesis para una
novela sobre Tolstoi: un escritor no puede hacer otra cosa durante toda su vida
que escribir y que vivir para escribir. Y para ello necesita alguien que le
guarde las espaldas. Pero todo guardaespaldas de un escritor se convierte en su
espía y en su confidente y, a fuerza de guardarle las espaldas, se vuelve
celoso del mundo que reclama al escritor, y, en vez de abrirle las puertas, se
las va cerrando en torno para que el mundo no penetre en él.
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Ya digo que yo
soy un escritor que no escribo, pero hubo un tiempo en que yo tampoco cesaba de
escribir, un tiempo en que también estaba casado y casi no tenía tiempo para
levantar la vista del ordenador, ni para ver cómo, mientras yo tecleaba en la
máquina o no paraba de leer libros, mi mujer hacía la compra, cocinaba la
comida y fregaba los platos, barría, ordenaba la casa, solucionaba todos los
asuntos de intendencia por el teléfono con la habilidad de una recepcionista,
se las entendía con los fontaneros, los electricistas y los arreglos de la
comunidad, inspeccionaba las facturas, iba al banco, hacía los pagos, se
encargaba, en suma, de todo lo que yo no me encargaba, además de ir a la
oficina al mismo tiempo en que lo hacía yo. Ahora que vuelvo a estar soltero,
vuelvo a tener la casa desordenada, malcomo en restaurantes de tercera, a duras
penas puedo ocuparme de mis asuntos y, tengo tal desbarajuste en mi propia vida
y en mi casa, que apenas logro emborronar un folio. Eso sí, el mundo exterior,
del que mi mujer se empeñaba en protegerme, guardándome las espaldas, lo tengo
permanentemente abierto, ahora que ella me ha abandonado, y me parece
terriblemente tedioso, por mi puede seguir esa puerta tapiada; el escritor es
alguien que necesita de la vida, pero el mundo sobre el que escribe más bien se
guarda tras esas puertas y poco tiene que ver con el que aguarda fuera. Esta
podría ser otra tesis para una novela sobre la vida de Tolstoi. Da igual que el
escritor se convierta en un libertino o en un santo, el guardaespaldas siempre
te protegerá del libertinaje o de la santidad. El escritor tiene que escribir y
convertirse en cada uno de sus personajes, pero ni más ni menos. En algún momento, Tolstoi se convierte en una
especie de santón y Sofia Andréievna trata de protegerle de la santidad,
especialmente de los discípulos del presunto santo, que, de repente, acuden a
mansalva a su casa y que, a juzgar por el diario de Sofia, era toda gente rara
y desagradable, histéricos y locos, bobos y necios, falsos y taimados, no
importaba que entre esa gente también se encontrase Romain Rolland y Rilke y
Gandi. Hay momentos en que un determinado lugar en la tierra se puede convertir
en el centro del universo, sólo por la fuerza del poder que una sola persona
hace irradiar. En algún momento el zar de Rusia comprendió que su palacio de
invierno había dejado de ser el centro del universo ruso para desplazarse a la
finca de Yasnaia Poliana, donde se había recluido Tolstoi. Y es en ese mismo
momento cuando, además, el zar comienza a recibir cartas de Tolstoi pidiéndole
que desista de su política asesina, primero por medio de cartas abiertas en los
periódicos, luego mandándoselas personalmente por medio de emisarios: no a la
pena de muerte, no a la nueva esclavitud de nuestro tiempo, no al servicio
militar obligatorio, no a la mordaza con la que pretenden callarle. Cada vez que el zar dictaba una ley o
decretaba algo, salía una voz distinguida que se ponía a gritar "NO",
todo lo más alto que podía. Y se convierte en vox populi lo que ya estaba
comenzando a ser un secreto a voces: el auténtico zar de Rusia se había mudado
a Yasnaia Poliana.
9
Ya hemos dicho
que Tolstoi es un loco que se cree Tolstoi. Un auténtico megalómano. Por
supuesto, en ese tipo de locura también cursa el síntoma de creerse el zar de
Rusia. Tolstoi se levanta por la mañana, un día como tantos de los últimos
veinte años de su vida, se asea, desayuna, se asoma al balcón, echa una mirada
fuera y ve un montón de solicitantes que comienzan a asediarle pidiéndole las
cosas más variopintas, quieren hablar con él, palparle y sobarle, se echan a
llorar en sus brazos, le piden consejo, le animan a que lidere la revolución en
marcha. Pero no sólo tiene acólitos; este tipo ha llegado a ser tan odiado como
el propio zar. Muchos vienen también para insultarle, le mandan cartas
amenazantes. Este panorama, que podría estar sacado de alguna pesadilla de
Tolstoi, es la escena cotidiana que todos los días se representa delante de su
vista cada vez que se pellizca y vuelve a abrir los ojos cada mañana. Tolstoi
no está soñando. Se ha convertido en el otro zar de Rusia y tiene que dar
audiencia, contestar a las cartas de los solicitantes, hacer llegar el dinero
que continuamente le mandan por correo para las causas más altruistas: desde
socorrer a los necesitados por las hambrunas hasta atender a los enfermos en
los hospitales. Y, además, tiene que seguir escribiendo. El hombre que se ha
desprendido de todo su dinero porque le quema en las manos, no para de recibir
dinero de todos los lugares del mundo, a pesar de que, al mismo tiempo, no cesa
de publicar cartas en los periódicos pidiendo que le releven de tamaña
responsabilidad. El pueblo ruso quiere que el escritor Tolstoi administre sus
bienes, justo cuando el conde Tolstoi ha renunciado a los suyos. Hay que ser
muy indulgentes con Tolstoi. ¿Quién no
se creería el mismo Zar de Rusia, el Papa de Roma o Napoleón Bonaparte si una
mañana te levantas encontrándote este panorama? Pero ¿qué clase de zar es este
Tolstoi que, al mismo tiempo, es vigilado continuamente por los censores y por
los agentes de policía que le envía a su casa el otro zar de Rusia? Este hombre
es un nuevo zar que ha tenido que hacerse con una guardia pretoriana para que
le protejan. Ahora ya no le vale con tener a Sofia Andréievna de
guardaespaldas. El mundo que ésta protegía se ha hecho demasiado grande y se le
ha ido de las manos. Ahora es todo un nuevo mundo, que está comenzando a
crecer, el que debe ser protegido. Y todos sus guardaespaldas acaban por sufrir
las secuelas del peligroso mundo que Tolstoi se ha fabricado. Colocarse en el
centro del mundo por tener un gran ombligo tiene sus consecuencias y acaba
salpicando a todas las personas que están en su entorno. Sus seguidores montan
comunas y son perseguidos, los directores de los periódicos donde publica ven
cerradas sus rotativas, sus editores van a la cárcel, sus secretarios tienen
que salir al destierro. Milagrosamente, como protegido por un aura de santidad,
Tolstoi es el único personaje del drama que no sufre ningún rasguño. Alguno
pensará: se ha medido en batalla con el zar y está ganando. Pero no nos
engañemos, no es ésta la batalla que le interesa ganar a Tolstoi. Tolstoi es
mucho más ambicioso y no tiene un pelo de tonto. Si sólo hubiera querido
medirse con el zar, su cabeza no hubiese tardado mucho tiempo en rodar. Tolstoi
es un megalómano y está sorprendido de todo lo que pasa a su alrededor, y, en
realidad, no entiende nada, pues, al mismo tiempo, un megalómano piensa que
nada raro le pasa, por muy grande que pueda volverse su mundo. Alguien podría
pensar que estamos ante un caso vulgar de megalomanía. Pero nada de eso;
Tolstoi es un megalómano muy refinado, no puede evitar sentirse sorprendido de
que Dios haya elegido a una criatura repugnante para hablar a los hombres a
través de ella. Su caso es un caso muy complejo. Tiene todos los defectos y en
un grado muy alto, y pasa a enumerarlos: envidia, codicia, avaricia, lujuria,
vanidad, ambición, orgullo, maldad… Y todos estos defectos los tiene en un
grado mucho mayor que la mayor parte de la gente. O, por lo menos, eso dice.
Pero entonces ¿dónde está la clave para que un tipo así quiera convertirse en
santo? Lo desvela el propio Tolstoi en una de las entradas de su diario: su
única salvación es que él lo sabe y lucha. Novena tesis para una novela
sobre Tolstoi. El escritor Tolstoi no quiere medirse con el zar; su megalomanía
le hace ver que eso es “peccata minuta”. Tolstoi es mucho más ambicioso.
Tolstoi aspira a medirse con Dios o con alguno de sus hijos más señalados. Dios
y amor, estas son las palabras que con más frecuencia se repiten en su diario.
No se puede comprender a Tolstoi sin hablar del amor.
10
Pero tampoco se
puede hablar de Tolstoi si no comenzamos por el principio, un lugar por el que
podía haber empezado yo si esto fuera una biografía al uso sobre Tolstoi, sólo
que esto no es más que un esbozo para una novela de tesis en donde he comenzado
hablando de mí mismo. Si esto fuera una biografía clásica, habría que empezar
por el principio, tal vez haciendo un retrato externo de Tolstoi. Pocas
personas fueron más fotografiadas que Tolstoi en su época; también fue
superfilmado, también archigrabada su voz por gramófono hasta la extenuación.
Dejaré que esos retratos de Tolstoi, siempre vestido invariablemente de mujik,
con gesto adusto, con larga barba blanca y mirada inquisitiva, hablen por mí.
Uno puede comenzar a contar su propia vida por el principio, pero también por
el final, tal como hacen muchos. Podríamos haber empezado por el final de su
vida, para así tener que volver al principio, y luego a ver si nos vuelve a
llevar al final o adónde nos lleva. Hemos dicho que Tolstoi se quiere medir con
el zar, ningún rival le parece demasiado grande para él. Con veinticinco años
escribe un libro ficticio de evocaciones que titula “Infancia, adolescencia y
juventud”. Justo por esos días escribe en su diario: “me han dicho que el zar
ha leído el libro y ha llorado”. Esta será ya la primera vez que comienza a
confrontarse con el zar. Primero le gana su corazón y le hace llorar. Más tarde
buscará aterrorizarle para dar un golpe de efecto y quitarle la poltrona.
Tolstoi tiene veinticinco años, pero ya quiere escribir sus memorias mucho
antes de hacerse viejo: otro síntoma de megalomanía. En estas pseudomemorias
evoca un niño al que está cuidando su preceptor, le va a despertar por la
mañana y ve que unas lágrimas arrasan sus ojos. El preceptor le pregunta por qué
llora y el niño le contesta que ha tenido una pesadilla. Ha muerto mama y la
llevan a enterrar, le refiere. Pero el niño tiene mucha imaginación y sabe
mentir, incluso se tiene que inventar sus propios sueños. También Tolstoi se
tendrá que inventar a su madre, de la que no tenía ningún recuerdo. La madre
muere cuando Tolstoi tenía tres años. Con siete pierde al padre. No llegará a
tener ningún recuerdo de su madre y, seguramente por eso, los recuerdos que
nunca tuvo le vienen a visitar tanto durante los últimos años, poco antes de
cumplir los ochenta. Mientras, el niño crece, hereda como primogénito la
propiedad de Yasnaia Poliana y el título de conde, se educa ambiciosamente
tratando de aprenderlo todo, comienza a escribir
novelas y quiere hacerse inmortal; va a la guerra del Cáucaso, viaja por toda
Europa buscando una filosofía pedagógica digna de Rusia, funda una escuela
popular a su regreso, se casa con Sofia y tiene una caterva de hijos, escribe
“Guerra y Paz” y le parece poco, y sigue escribiendo, pero ahora sobre arte
y política, sobre ciencia y religión;
comienza a creerse que es el zar y el pueblo ruso también queda hipnotizado,
eso le parece poco y comienza a competir con Jesucristo, que resulta que no es
el hijo de Dios -quizás piense que lo sea él-, funda un nuevo cristianismo
basado en el amor: pretende convertirse en el vicario de Dios aquí en la
tierra, aprovechando que su hijo oficial ha dejado de serlo por decreto suyo.
Tiene 80 años y es el hombre más famoso del mundo. ¿Le falta algo? Si, le falta
amor. Estamos en el otoño de 1907, faltan tres años para que se fugue de su
propia casa. Como todas las mañanas, se levanta, arregla la habitación, se hace
sus gachas de avena cocida y, antes de ponerse a escribir, sale a dar un paseo
temprano. Es un anciano de estatura baja, pero fornido, en buena forma, anda
siempre un tanto cabizbajo y meditabundo, avanza por una alameda de abedules y
nogales, mira al suelo y entonces tiene una revelación este hombre que todas
las mañanas tiene alguna. Distingue sobre el barro la huella de un pie femenino
y entonces piensa en ella, en el cuerpo de su madre, pero, por más que lo
intenta, no consigue representárselo; siente que, si representa el cuerpo de su
madre, la profanaría, pero, al mismo tiempo, experimenta una sensación sublime.
Piensa en lo maravilloso que sería experimentar, en su relación con hombres y
mujeres, la sensación que ha experimentado. Días más tarde se siente solo,
aislado, piensa que nadie lo quiere; cada vez que se pone a hablar de su madre,
se le saltan las lágrimas. Se siente igual que un huérfano y necesita que un
cuerpo le estreche entre sus brazos, que le dispense amor. Piensa en su madre y
es incapaz de representarse su cuerpo, pero, cada vez que Tolstoi se siente
desfallecer y siente que no es amado, le basta sentir que su madre le estrecha
entre sus brazos para resurgir de sus cenizas lleno de nueva vida. Cada uno
tiene sus truquillos, pero los megalómanos tienen trucos grandiosos. Y encima
les dan resultado. Esta podría ser otra tesis y no la menos importante: El
hombre que predicaba el amor entre los hombres nunca lo tuvo. Tal como confiesa
Sofia en su diario, nunca supo lo que era el amor; no, por los menos, con una
mujer de carne y hueso. El hombre que predicaba el amor se tuvo que inventar el
amor para poder seguir viviendo. Cuanto menos amado se siente un hombre, más
necesita el amor. Y si no lo tiene, se lo acaba inventando.
11
Ahora quizás
comienzo a darme cuenta de porque estoy escribiendo una serie de tesis sobre la
vida de Tolstoi. Uno escribe para desnudarse, para hacer de forma ficticia lo
que no se atreve a hacer en su mundo real. Ya lo decía Kafka, escribir es
desnudarse ante los fantasmas que le esperan a uno ávidamente. Al contemplar su
cuerpo desnudo, siquiera sea ficticiamente, el escritor descubre sobre su
propio pellejo algunos aspectos en los que no había reparado. En mi caso,
escribir sobre Tolstoi, hace que me vea con trece años, o mejor, me hace ver a
mi padre hace cuarenta años, encontrarme con el fantasma de mi padre que me
estaba esperando ávidamente. Está sentado en un sofá del salón leyendo un
libro, los dedos de la mano izquierda han dejado de estar tiznados por la
nicotina, se le ha caído todo el pelo y su cara amarillenta ya ha empezado a
tener el aspecto del cadáver en el que pronto se convertirá. Jamás hasta
entonces había yo visto a mi padre leyendo un libro sentado en un sofá, uno de
esos gruesos libros rojos que forman parte de una colección que ha comprado a
plazos para su hijo y que todavía siguen vírgenes en su papel de celofán. El
lomo ostenta el título de” Obras inmortales”, y debajo aparece el nombre de
Tolstoi sobre una columna en dorado coronada de laurel. Le pregunto quién era
Tolstoi, pero su respuesta no me satisface; tal vez es que pienso que yo se la
podré llegar a dar mejor. Le pregunto qué novela está leyendo y me contesta que
“Resurrección”. Se estaba comenzando a hacer sus últimas preguntas, sólo que
demasiado tarde. Y ahora veo que recuerdo a mi padre, pero que lo recuerdo
bastante mal, y, sin embargo, recuerdo mejor al padre que me tuve que inventar
cuando años más tarde me fui a estudiar a Santiago, donde también él había ido a
estudiar antes de la guerra civil. Me encontraba sólo y, tal vez porque me
había leído todas aquellas obras inmortales que empezó a desenfundar mi padre,
yo ya no creía en nada, estaba desesperado y, además, comenzaba a plantearme
también algunas cuestiones, la cuestión que, según Albert Camus, es la más
importante de la filosofía: juzgar si la vida vale la pena vivirla. Entonces
fue cuando me tuve que inventar a mi padre, un fantasma que me acompañaba y al
que estaba a punto de desilusionar, sentía que me vigilaba, que le desagradaría
ver el espécimen en el que me iba a convertir y trataba de hacer todo lo
posible por no decepcionarle. Tal vez aquella fantasía acabó por salvarme la
vida. Pero incluso los padres inventados se acaban también extinguiendo y
tenemos que inventarnos otras entidades para seguir viviendo. Tolstoi se tuvo
que inventar a su madre, pero aquello no le bastaba, la recordaba muy mal o no
la recordaba en absoluto, no se la quería representar porque podría profanarla
y, además, Tolstoi era muy ambicioso, no le bastaba con tener al lado el
fantasma de una madre muerta, no le bastaba con tener a media humanidad de su
parte, quería tenerla entera, quería tener a Dios. Y entonces se inventó a
Dios. Primero leyendo su palabra original en la biblia, aprendiendo griego,
luego refutando todos los falsos dogmas del cristianismo, polemizando con las
autoridades, inventándose un nuevo cristianismo, más bien de corte ácrata. Pero
no le bastaba con eso; eso lo podía hacer un hombre cualquiera, con unas pocas
luces. Había conseguido conocer intelectualmente tan bien a Dios, que los popes
vieron en él a un competidor y lo excomulgaron. Así que quería conocer a Dios
de otra forma, de una forma más directa, sin intermediarios. Un hombre tan
megalómano como Tolstoi no puede admitir intermediarios ni vicarios. Y entonces
comenzó a ver a Dios por todas partes. El amor que le daba su madre imaginaria,
cada vez que no se sentía querido, ya le parecía poco, y necesitó sentir el
amor que le podía dar Dios. La mente intelectual de Tolstoi era brillante, pero
era mucho más brillante su imaginación. Y en vez de aplicarla a sus novelas,
comenzó a aplicarla en su vida cotidiana. Comprendió que a Dios sólo se le
podía conocer a través del amor, ese era el único órgano para conocerlo. Y
comenzó a afinar ese órgano atrofiado. Cuando su órgano estuvo afinado, comenzó
a tener visiones, comenzó a ver que, entre él y los hombres que acudían a su
casa para hacerles peticiones, no había ninguna diferencia. Sus visiones eran
cada vez más bestias. Allí donde mirase, se veía a sí mismo. ¡Y cómo se le
parecían todos! Parecía una broma, incluso le daba risa lo mal que algunos
intentaban asemejarse a Tolstoi. Comenzó a ver que cualquier hombre podía ser
Tolstoi, o, mejor dicho, comprendió que cualquier hombre con el que se
encontrase era la viva representación de Dios. Hay que amar a los semejantes,
concluía taxativamente; y para eso lo mejor es hacer que los demás se parezcan
a uno, asemejárselos. Y esta podría ser otra tesis más. En un momento de su
vida Tolstoi sólo se relaciona con Dios y quiere que le dejen tranquilo.
Descubre que los hombres y mujeres con los que se tiene que relacionar son el
principal apoyo para lograrlo, pero también su principal obstáculo. Cuando está
de buen humor, y ama a los seres humanos sin ninguna reserva, se siente divino.
Pero Tolstoi es un bipolar de libro y tiene muchos altibajos, a veces el ánimo
se le cae por los suelos y se siente humano, demasiado humano. A veces siente
que hay hombres y mujeres a quienes le encantaría odiar.
12
No es posible
contar una buena historia de amor como una historia eternamente de amor. Sería una falsa historia de amor. A veces se
cuenta mejor como una historia de odio, de peleas y desencuentros, de gritos y
besos. A veces la persona que más amas es, a la vez, la que más odias. Muchas
veces, Sofia Andréievna se convirtió en la persona que más odiaba Tolstoi. Le
impedía llevar a cabo la tarea que se había encomendado. También sus hijos, que
le parecían todos mediocres. "Mi mujer y mis hijos se han convertido en
una piedra atada al cuello y acabarán llevándome hasta el fondo del
abismo", advirtió en una de las últimas entradas en su diario. Tolstoi es
una persona muy exigente, exige demasiado, exige amar a cada uno de los hombres
y mujeres con los que nos encontramos como si fuéramos nosotros mismos. A
menudo él no logra distinguir la diferencia; la mayoría de nosotros no hacemos
otra cosa que marcar esa diferencia. Numerosas personas se le acercan a su
casa, casi siempre para pedir favores, directamente dinero. Tolstoi quiere dar
su dinero a todo el mundo que llega. Sofía es la administradora y se ve
obligada a negarlo continuamente. Los hijos le echan en cara que no sea tan
altruista como el padre. Es el chivo expiatorio de la familia. También la vaca
lechera a la que constantemente se la ordeña. Quienes se acercan a la casa a
pedir dinero suelen ser los más bribones y los más astutos. A menudo los más
malos. Sofía lo sabe y no quiere cometer la injusticia de darle su dinero a los
peores, un dinero que, por otra parte, debería ir a parar a sus hijos. Pero
Tolstoi contesta, casi enfadado, que hay que amar a todos, incluso a los
peores. Sofía lo intenta, pero no puede. Se pregunta si alguno, aparte de
Tolstoi, podría llegar a ese extremo de desprendimiento. Sofía ve con simpatía
esos principios morales que se ha impuesto su Livotchka, pero le parece
imposible llevarlos a la práctica, y no es ella una mujer a la que le guste
quedarse a medio camino. Así que toma el camino contrario. Sofía, como tantas
veces, se preguntará si su marido es un santo o simplemente un loco. No ha
contemplado que un hombre puede ser las dos cosas a la vez e incluso ninguna de
ellas: simplemente un hombre que quiere cambiar las cosas. Pero lo mismo pasa
con los hijos. De vez en cuando, alguno de sus hijos, ya emancipados, le pide
dinero al padre o se queja de sus angustias económicas, y siempre se acaba
replicando el mismo diálogo. El padre, tan desprendido y manirroto para los de
fuera, aprieta el puño y predica la sobriedad. El hijo le responde que eso es
para gente excepcional, pero que hay que pensar en los millones de personas que
viven como todo el mundo. El padre le replica que hay que ser excepcional, que,
si todos nos ponemos a vivir como todo el mundo, el mundo se acabará yendo al
carajo. La familia de Tolstoi piensa que el mundo se puede ir al carajo, eso no
es asunto suyo. Duodécima tesis para una vida sobre Tolstoi. Tolstoi está convencido de que puede salvar al
mundo del abismo al que se aproxima, que en las manos de cada hombre está ese
logro. Sólo que la mayoría de los hombres no tienen fe. Ese será uno de los
motivos de discordia entre él y su familia. La familia de Tolstoi sólo está
interesada en su propio mundo. Tolstoi sale de sí mismo y comienza a
interesarse por el mundo que gira a su alrededor, y ve sus peligros y quiere
redimirlos.
13
Ha llegado el momento de concluir con las
tesis sobre Tolstoi, no porque no haya más tesis, sino porque no me daría
tiempo a esbozar todas las tesis contradictorias o sorprendentes que se puede
elaborar sobre Lev Tolstoi. Por supuesto, todo lo que acabo de decir sobre Lev
Tolstoi es producto de mi imaginación. Los datos son exactos, o reflejan mucho
la realidad de la vida de Tolstoi, pero están ligeramente disfrazados o
aliñados por mí, por lo menos los que he confundido con mi propia vida. Quería
que fuese un esbozo de vida imaginaria, porque un escritor no debe con sus
palabras manchar demasiado la realidad. Debe más bien fabricarla
imaginariamente para representarla de una forma más pura con el poder de su
imaginación. Y toda biografía no es más que un ejercicio de recreación. Es
crear de nuevo, y en otro orden, una vida que ya está creada, es decir,
acabada. Escribir una biografía es volver a empezar ficticiamente una vida para
acabarla de nuevo. Sólo que es imposible volverla a acabar sin irla resucitando
otra vez por el camino. Y, cada vez que la rescatamos del olvido y la ponemos
otra vez en pie, nos habla solamente a nosotros, a cada uno de nosotros, en un
diálogo a solas en que también nos va arrancando nuestras propias confesiones,
aunque no nos gusten y nos resistamos a ellas. Ya no sabemos si es Tolstoi el
que habla por nuestra boca o somos nosotros los que hablamos por la boca de Tolstoi.
Así que tal vez fuera cierto lo que pensaba Tolstoi: que todos nos parecemos a él
-aunque nos asemejemos mal-, que todos podríamos ser Tolstoi o Tolstoi podría
ser como todos nosotros; que todos somos uno dentro de la confusa diversidad
que nos separa. Así es como llegamos a fundirnos y confundirnos con la
eternidad de las personalidades y las voces. De ahí que toda vida circunscrita
en el tiempo sea tan inagotable como la eternidad que la circunda y la penetra.
Basta que alguien se asome a aquella y la penetre desde su propio tiempo y vida
para que se abra una perspectiva inusitada que la hará hablar de nuevo, contándonos
cada vez una cosa diferente. También todo lo que yo escribo lo voy fabricando
imaginariamente, pero contiene visos de realidad demasiado notorios. Incluso
cuando yo trato arteramente de injertar mi propia vida en la narración sobre
Tolstoi. A veces, la persona que más amas es la que más odias. Y es posible que
yo también odiase a la mujer que más amaba en el mundo, pues creía que me
impedía vivir la vida que yo hubiera querido vivir. Mi historia de amor tampoco
fue una historia eternamente de amor y finalmente la cadena que nos unía se
rompió por el extremo de la desidia y el rencor acumulado. Muchos eslabones se
habían ido debilitando, especialmente los que yo me había dedicado a limar
durante las noches, que es cuando se desteje el lienzo que durante el día
intentamos seguir tejiendo. Por el día me dedicaba a tejer las historias que
vivía secretamente de noche, cuando me fugaba de casa y no volvía hasta días
después, sin dar explicaciones. Pero no me daba cuenta de que estaba
destejiendo, durante esas noches de desenfreno, la vida cotidiana que tejía
durante el día con mi mujer. Yo me había encomendado una tarea que me
permitiese sobrevivir a mi insoportable vida de oficinista y, además, quería
ser libre viviendo mi vida de ficción, la que yo había soñado para mí en mis
escritos de fantasía, y por eso me entregaba a vivir con pasión y a escribir
sin descanso, e incluso a exponer esa vida secreta en unos diarios que yo
guardaba encriptados en un archivo secreto dentro de las tripas del ordenador.
Pero aquel régimen de vida y escritura con pasión y sin ira acabo por
estallarme en la cara. Y todo estalló el día en que me llamaron para decirme
por teléfono que había muerto mi madre y tuve que partir a su entierro en otra
ciudad, dejando en casa a mi mujer con la pierna que se había quebrado unos
días antes, seguramente por culpa mía. Y como aquellas noches de desenfreno me
infligían un gasto desmesurado, que habían ido abriendo un boquete en mi cuenta
corriente, yo me encontraba en aquel momento sin dinero para sufragar su
entierro. Así que partí al entierro de mi madre después de extraer con la
tarjeta de mi mujer el dinero que me hacía falta, tras teclear en el cajero el
código que ella creía secreto. Y durante mi ausencia se tomó la revancha y pudo
desencriptar el archivo donde yo había ido registrando mis diarios. De esta
manera, fue como mi mujer, que ya me espiaba bastante, acabó convirtiéndose en
una espía completa y penetró, por fin, en mi mundo secreto, que no fue capaz de
soportar. Y así fue como descubrió que ya no podía seguir siendo la
guardaespaldas de un tipo que andaba con pistola y que no me podía defender de
mi vida de libertinaje, y se dio cuenta de que me impedía llevar a cabo la
tarea que yo mismo me había encomendado. Y así fue como acabé pagando un precio
por arriesgarme a mostrar lo que los demás no suelen querer mostrar. Y me fue
ya imposible regresar a casa. Y en esa fuga, donde acabé, finalmente, por
perder la cabeza del todo, descubrí que el mundo del que me protegía mi mujer
era un mundo perfectamente vacío y que mi escritura no dependía para nada de
ese mundo. A decir verdad, el mundo de la fantasía en el que vive el escritor
casi nada tiene que ver con ese mundo. Vive en otro mundo que no depende del
mundo común. Es un mundo peculiar: es el propio mundo que inaugura cada uno con
su aparición en la Tierra. Y no depende de los pasos que uno dé, sino de la
persona que uno es. Y eso sólo lo puede saber uno mismo y nada tiene que ver
con lo que puedes mostrar o con lo que saben los otros.
Así también,
nadie puede saber cómo era Tolstoi, ni lo que le sucedió más allá de los meros
hechos, ni lo que pensaba más allá de sus confesiones, de sus novelas y de sus
propios pensamientos anotados. Pero podemos inventar su vida, volverla a
escribir inspirándonos en su realidad; a veces, cuanto más imaginada sea la
vida de alguien, más se le puede parecer. Eso es lo que le suele pasar a los
escritores, que viven en sus ficciones una vida que se le parece más a ellos
mismos que la que tienen que vivir cuando dejan sus papeles o su ordenador.
Quizás eso fue lo que le pasó a Tolstoi, que imaginó tanto una vida hermosa,
que, al final, confundió la imaginada con la real y se armó un lío. Pero no hay
que olvidar que Tolstoi es un maniaco, quiere llevar esa vida imaginada hasta
sus últimas consecuencias, hasta hacerla realidad. Nos aproximamos al final de
su vida, un final por otro parte ya muy conocido, que ha sido muy novelado, y
hasta filmado, y que tiene que ver con sus diarios, pues, como ya ha quedado evidenciado
por una tesis anterior, la culpa de todos los males de Tolstoi hay que ir a
buscarla en sus diarios. Todo el mundo en su familia lee el diario que escribe
Lev Tolstoi y resulta que se lo están estropeando. No puede escribir
sinceramente si todo el mundo en casa le recrimina que está viviendo una vida
secreta que no se debe permitir. Esconde los diarios, crea un segundo diario
secreto, lo acaba encontrando Sofia enterrado en el vientre de una silla;
Tolstoi no por eso se amilana y envía, junto con uno de sus emisarios, a
esconder su diario en una caja fuerte de un banco de Moscú. Tiene que ser capaz
de llegar a vivir su vida secreta de una forma directa. Pero resulta que
Tolstoi ha conseguido entrecruzar su vida secreta con su vida pública. Recibe
cartas donde le reprochan su riqueza, le acusan de hipocresía y de oprimir a
los campesinos que dependen de sus tierras. Le entristece vivir rodeado de lujo
y de cosas superfluas. Se siente avergonzado de vivir junto a su familia que,
por otra parte, ya no le hace mucho caso. Y con 82 años decide emanciparse de
ella para poder, por fin, llegar a vivir su vida imaginaria, no sin antes
permitirse un último lujo que le exigía su delicado estado de salud: se lleva a
su médico personal y se fuga de su propia casa en una evasión rocambolesca que
llevaba años preparando. El resto ya es de sobra conocido: una fuga de
madrugada, que durará varios días a través de vagones de tercera, asediado por
estudiantes y gente del pueblo que se le acercan para conversar con él y expresarle
su gratitud por llamarse Lev Tolstoi. Cinco días más tarde, el 20 de noviembre
de 1910, su médico personal firmará su certificado de defunción en un apeadero
de tren de segunda categoría, en Astápovo. Los periódicos de toda Rusia habían
seguido la fuga, algunos reporteros de todo el mundo se habían desplazado al
pueblo para escribir la crónica de la muerte imaginaria que Tolstoi se había
propuesto vivir. A Sofia Andréievna, que se enteró por los periódicos en dónde
se encontraba su marido, y que fue corriendo en su busca, no le permitieron que
lo viese en su lecho de muerte. Una vez más, la guardia pretoriana que rodeaba
al gran hombre había resultado expeditiva.
Y así se cierra
este expediente sobre Tolstoi, al que falta el desenlace que yo ofrezco a modo
de colofón: toda historia de amor ha de terminar mal para ser una buena
historia de amor. Pero, a veces, las historias de amor que terminan mal pueden
obtener su recompensa sublimándose en el recuerdo. Y los grandes hombres, sobre
todo si son escritores, pueden redimirse fácilmente en su posteridad, pueden
germinar entre el abono de sus letras bien sembradas y hacerse perdonar. A los
grandes escritores les importa menos su vida que su inmortalidad. Y por ella se
deshacen en vida y van provocando terremotos, y por eso lo trastornan todo a su
alrededor, y por ello se les acaba recordando. Y, cuando menos se los espera,
vuelven a brotar más fuertes. Yo ofrezco, como corolario de todas las tesis
enumeradas, esta compensación en forma de cuento con final agridulce. Hay que
dar un salto hacia atrás -incluso tendría que dar yo un salto hacía mí- para
enlazar el final de esta tesis con el principio o con cualquiera de las facetas
respectivas que he hecho brillar aquí para diseccionar a Tolstoi. Ninguna vida
debería ser contada linealmente, a riesgo de que nos dejemos fuera de esa línea
temporal el infinito tiempo que expulsamos fuera, sin saber que llevamos con
nosotros un marchamo de eternidad y que la podríamos llegar a reflejar de una
forma más eficaz y fiel, que podríamos tener un reflejo de vida más elocuente y
esencial. Hay que dar, pues, un salto de quince años hacia atrás, antes de la
muerte de Tolstoi. Como casi siempre, la pareja se pelea por las exigencias de
Tolstoi a que renuncien a todas sus propiedades y derechos por sus obras.
Discuten, se insultan, se gritan. Como casi siempre, también como la última
noche que pasó Tolstoi en casa y discutieron otra vez por motivos de herencia,
Sofia Andréievna queda abatida y sólo piensa en huir. Ella quiere huir del
mundo que ha creado Tolstoi a su alrededor. Tolstoi quiere huir del mundo que
Sofia ha creado a su alrededor. Odian sus dos mundos, pero también los aman y
los necesitan. Piensa en suicidarse. Finalmente, el pensamiento de suicidio le
desencadena una fuerte fiebre y cae enferma. Al día siguiente, Tolstoi, como
siempre suele ocurrir cuando riñen pendencieramente, entra con una sonrisa en
son de paz a su habitación de enferma y le trae dos maravillosas manzanas. Ella
se enternece ante ese gesto y otra vez vuelve a caer rendida de amor. Para no
olvidar tan insólita manifestación de cariño, se acerca más tarde al huerto y
planta las semillas. Poco después, el árbol brota, crece, se hace robusto y
acaba dando sus frutos. Romain Rolland nos revela en uno de sus libros que,
cada vez que Sofia Andréievna arrancaba una manzana de aquel árbol, se le
saltaban las lágrimas acordándose de Tolstoi.
Como lectora prefiero leer tesis a novelas, porque con las tesis puedo elaborar yo mi propia novela (crear o imaginarme una historia sobre el autor detrás de cada tesis ). Con las novelas ya está todo "cerrado", no hay más caminos que los que la novela ofrece. Siempre es un placer leerte e imaginar, :-) Un fuerte abrazo. Delia
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