Tal vez todo el
secreto de la iluminación y de la sabiduría se halla contenido en el imperativo
del oráculo de Delfos o en la exhortación horaciana de llegar a ser quien ya se
es. Sólo que, como siempre, lo más simple resulta ser lo más remoto a nuestro
modo de obrar y concebir. Uno prefiere conocer al otro que no somos; y una vez
que somos el otro ya nos es imposible conocernos a nosotros mismos.
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En la iluminación se
pasa de un estado en que las cosas se nos representan en nuestra mente a otro
en que estas se nos presentan en nuestro espíritu.
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No hay mayor
obstáculo para la iluminación del espíritu que la materia de la que están
hechas las cosas. Casi todos nuestros movimientos mentales o pensamientos están
movidos por la fuerza de la materia que imponen las cosas que nos rodean y sobre
las que inevitablemente giramos. Y es así como al pensar en el mundo como una
cosa material nos resulta imposible permanecer en el espíritu.
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La inteligencia y su iluminación es como el cuerpo:
todos nacen con uno similar, pero algunos lo malgastan, lo deforman y lo hacen
perecer prematuramente.
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Si el genio -según
Schopenhauer- es una inteligencia que se rebela frente a su destino, porque ya
no sirve a la voluntad, podríamos ver al iluminado como un espíritu que se
rebela ante la materia por negarse a servir al cuerpo. Una vez que el cuerpo
deja de ser la referencia, el ego cae abatido y el mundo cobra su valor como alimento
del espíritu.
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A menudo se confunde
el genio con el ingenio, pero se diferencian tanto como el verdadero rostro se
distingue de su máscara; uno es auténtico y el otro un disfraz. El ingenio
siempre simula al genio y con su talento trata de impostarlo. Nada de todo eso sabe
el genio que, ignorándose, sin apenas fijarse en modelos, acababa imitándose a
sí mismo. La luz que lo ilumina emana de sí, mientras que el resto vive en penumbra
afanándose en encontrar la luz ajena.
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El silencio es una abstinencia necesaria, una purga
con la que limpiamos nuestra percepción para poder ver con claridad. Igual que
cuando cerramos los ojos oímos mejor, cuando tapamos los oídos vemos más.
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Podríamos caer en la tentación de pensar ¿de qué nos
sirve ser o estar cada vez más lúcidos, ver las cosas claras, esclarecerlas,
arrojar más luz, si gran parte de los que nos rodean continúa en ese estado de
aletargamiento sin hacer su progreso hacia la luz? Hay que responder que en la
medida en que nosotros vivimos en la luz, esa lucidez se irradiará a nuestro
alrededor. El mundo en su conjunto acaso permanezca en la penumbra, pero a
nuestro alrededor la luz se extenderá; y, si no es así, quedará, por lo menos, la
satisfacción de saber que allí por donde hemos pasado, la luz ha ardido. Eso es
innegable. La luz no puede arder e iluminar en todos los puntos del orbe, pero siempre
puede iluminar el lugar que pisamos.
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La experiencia de vivir fuera del tiempo que asaltó a Borges después de un desengaño amoroso, y que le hizo exclamar: “qué puede importarme lo que le pasa a Borges, si yo soy Otra cosa”, representa la experiencia arquetípica de la iluminación. Uno se vuelve tan diminuto que se olvida de si, requisito para tener la reminiscencia de lo impersonal. Saber que uno es otra cosa es el primer paso para ignorar lo que uno es. Entonces el mundo resplandece y recobra su dimensión prístina: es el retorno al paraíso.
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Hay una iluminación que reciben todas las cosas y
seres del mundo, y que les dota de belleza, esplendor y fuerza. Pero se puede ser
fiel a esa iluminación, percibirla, ser consciente y reflejarla o, por el
contrario, ser ciegos a esa luz y opacarla. La alegría, al igual que la paz, es
el reflejo de esa luz. A menos reflejo de esa luz, más opacidad y, como
consecuencia más tristeza y más violencia.
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La pesadez, la gravidez, la rigidez son también
producto de la falta de reflejo de esa luz que ilumina el ser y nuestro mundo.
La pantalla que impide que la luz se refleje y que hace que vivamos de manera
sombría es precisamente nuestro ego. No miramos el mundo más que a través de un
espejo enfocado en nuestra propia imagen.
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Se nace con los ojos cerrados a la luz y así
seguimos una gran parte de nuestras vidas. Se parte de una ceguera hacia la
luz, de un estar dormido hacia un posible despertar. Por eso el hombre está
siempre en trance de estar haciendo su camino. El ver, el tener más luz, no le
viene dado. Le viene dada más bien su ceguera. Le viene dado más bien su
letargo, le viene dada más bien su sordera antes las voces que le reclaman. Pero
la vocación del hombre, aquello a lo que se siente interpelado desde lo más
profundo de su ser, es hacer luz desde el fondo del légamo del que ha emergido,
desde el pozo de la tierra del que ha ascendido. Siempre en ascenso hacia la
luz.
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La única manera de que nuestra vida sea un renovado
rejuvenecimiento es que nuestro pasar por el mundo sea un siempre estarse
despertando, un despertar cada vez mayor para poder ver el mundo siempre
despiertos.
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Ante la infinita
riqueza de significado del mundo ¿qué puede importar uno que, además, resulta
insignificante? Esa falta de significado de uno y la atención extrema en
nuestra propia inanidad resulta ser la venda que nos impide ver la luz. Si
lográsemos arrancarla veríamos la verdad desnuda y el mundo brillaría con todo
su sentido.
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Sólo se puede rozar
lo absoluto mediante el arte de la no identificación. Sólo quien no se
identifica con nadie, ni siquiera consigo mismo, puede llegar a identificarse
con todo. Desde el punto de vista relativo en que sólo nos conformamos con
nosotros mismos, resulta imposible la identificación plena con el universo.
Preferimos ser un átomo henchido, pero sin sustancia, a un universo pleno que
reflejase nuestro vacío. Preferimos soportar un universo que no vale nada por creernos
todo, antes que convertirnos en nada en un universo que lo sería Todo.
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La iluminación da a los hombres expresión de locos o de idiotas, tal es el poder de la estupefacción. Transmuta de tal forma a quien la experimenta que le hace pasar por lo contrario de lo que es.
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El estado de vigilia
absoluta o de iluminación no debe ser muy diferente al del sueño profundo. Si
se quiere mantener aquél, no habría que hacer nada, tan sólo no dejarse
despertar y seguir durmiendo. Habría que estar entonces bien despierto como si
se estuviese dormido y no dejarse despertar al estado de sueño dirigido y de
pesadilla en que oscila nuestra vida cotidiana. Claro que lo más sencillo a
veces es lo más difícil de ejecutar: un mínimo ruido, una mala pesadilla o la
alarma de nuestro despertador nos acaba sacando del sueño.
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Cualquiera puede ser
iluminado. Es más, se diría que es nuestro estado natural, pero acostumbrados a
vivir fuera de lo natural, nos hemos vuelto noctámbulos y apenas conseguimos
pisar la dudosa luz del día.
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Igual que la luna
puede eclipsarnos la luz del sol interponiendo su cuerpo opaco, así la
percepción de nuestro propio cuerpo, junto al resto de cuerpos con los que
topamos, nos impide el claro conocimiento espiritual, que es el único que vale.
De tanto esforzarnos por mirar el dedo que apunta a la luna nos hemos quedado
ciegos. La punta de un dedo se convierte en una venda que nos impide ver la
estrella que nos marcaría el norte. No precisaríamos nada más que retirar esa
punta del dedo donde cabe la luna o la estrella, pero ese esfuerzo debe ser tan
colosal que preferimos quedarnos a oscuras. Pero no otra cosa es estar
iluminados: ver a través de los cuerpos como si estos fueran transparentes,
para acabar percibiendo lo que hay entre ellos y más allá de ellos.
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A veces la
iluminación se vuelve un sol cegador que enmudece nuestra lengua dejándonos sin
palabras y, por tanto, sin entendimiento. Cuanta más luz entra en nuestro
espacio interior, más densa es la sombra que proyecta en nuestras potencias
ordinarias.
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La iluminación nos
hace entender que de ordinario tenemos nuestro entendimiento anublado.
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¿Y si los sueños
nocturnos fueran fisuras a través de las que entramos en un estado de no-sueño,
el verdadero estado de vigilia que delata la gran engañifa de nuestra vida diurna?
Nunca vivimos despiertos, sino que al despertar permanecemos soñando
continuamente sin que consigamos despertarnos más que en los escasos momentos
de iluminación en los que por un instante dejamos de soñar.
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No es extraño que la
iluminación nos haga pensar en la vida como un sueño. Pues cuando alguien se
despierta contempla la vida como dormido y a los hombres actuando como autómatas,
representando un papel y moviéndose como sonámbulos en medio de su sueño.
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¿Por qué la fe obra
milagros? ¿Por qué es capaz de salvar todo obstáculo que le impide realizar
aquello en lo que cree? Porque la fe es capaz de tocar el corazón de la
realidad y una vez que lo alcanza es capaz de realizar las quimeras más
alejadas de ella. No de otra manera actúa la iluminación. La confianza en las
posibilidades de sí mismo es tan grande que quien la padece es capaz de saltar
los obstáculos más gigantescos para realizarse a sí mismo. Y esta misma fe es
una fuerza que nos hace saltar por encima de la realidad. Toda resistencia
desaparece, la materia se vuelve dócil y el espíritu puede moldearse a la
medida de sus intereses: es decir, hace posible la actuación más desinteresada
y apartada de la realidad: la única que le conviene para que pueda
resplandecer.
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A la fuerza un clima
de ensueño se debió apoderar de aquel tipo de hombre que habitaba “la caverna
de Platón”. Y se le puede adscribir al hombre de cada tiempo y sociedad este
embotamiento por el ensueño. Cada hombre
hace transcurrir gran parte de su tiempo durante la noche, bajo los efectos del
sueño, pero pasa también la mayor parte del día raptado por el ensueño, hundido
en sus propias fantasías o ensoñaciones, más cerca de continuar dormido que de
frotarse los ojos para comprobar que está despierto.
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La lucidez nos une
al mundo real, pero nos acaba separando de la mayoría de los hombres, hasta tal
punto suele vivir cada hombre anclado en su propio mundo irreal.
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Mientras no se
suspenden los pensamientos que atraviesen nuestra mente, esta se halla cerrada
a cal y canto como si morásemos en un sótano. Sólo cuando logramos suspender
estos pensamientos se nos abre una ventana y se hace la claridad dentro de
nuestra mente. Que vayamos a mirar o no por la ventana ya es una cuestión intranscendente;
lo importante es que se ha hecho la luz y que cualquier revelación sobre
nuestra existencia puede hacerse posible.
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Para dejar traspasar
la luz, antes hay que dejar en penumbra todos los asuntos que de ordinario
absorben nuestro entendimiento cotidiano.
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La iluminación no
mueve la elocuencia. Antes bien, enmudece la lengua, provocando que nuestra
inteligencia avance más allá de las palabras. Por eso a menudo la elocuencia
resulta vacua, pues acaba centrándose en el más acá de las palabras.
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Lo que se llama
iluminación tiene un punto de obnubilación: nos aparta nuestro mundo exterior,
nos lo obnubila para acercarnos a nuestro reino interior, el único espacio en
el que podríamos ser verdaderamente creativos.
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