Aquel 14 de julio comenzó como una anomalía en
el calendario. En el bar donde acostumbro a parar, la conversación se había hecho un bucle girando sobre la
misma imagen: el maillot amarillo del Tour de Francia era arrollado por una
moto y escalaba el Mont Ventoux en plan “marathon man”, cargando la bicicleta
rota en el brazo y corriendo hacia la meta. Por el taxista que me devolvió a
casa de madrugada, supe que la anomalía se había desplazado a Niza y se montaba en un
camión. “Brutal”: esa era la única palabra que me venía a la boca al enterarme de que
un camión había arrollado a la multitud. ¿Qué más podía decir? Que no pude
conciliar el sueño en toda la noche, así que aproveché para hacer limpieza. A
las nueve de la mañana, cogí por fin un hato de ropa sucia y lo llevé a la
lavandería automática. Cuando llegué, ya estaba sentado aquel hombre de nariz aguileña vigilando su ropa. Una
televisión exprimía una y otra vez las mismas imágenes.
-“Ha sido brutal”, repitió el hombre. “Una barbarie”.
Me enteré que era peruano, que diez años antes
había llegado a España y que aún andaba sin papeles. La lógica de los sucesos
nos empujó a rememorar más sucesos sangrientos. Me habló de Sendero Luminoso y
del adoctrinamiento de jóvenes fanáticos, de edificios derrumbados bajo bombas
y de la guerra sucia. La conversación se volvió simétrica y yo le recordé
idénticos sucesos en España; sólo cambiaban las siglas y los motivos. Siguiendo
el hilo de la guerra sucia, saltamos de Brigadas Rojas a la Triple A. Nos
preguntábamos cómo es posible parar una guerra sucia cuando se ha puesto en
marcha. Iba a responder a la pregunta, cuando noté, al mismo tiempo, que me
faltaba la respuesta y la cartera. Me sentía cómo en pelotas viendo que el
pantalón que me había puesto la víspera estaba ahí dando vueltas con mi cartera
dentro. Primero me levanté de un salto, después lo miré fijamente y me puse en
jarras, pero con el susto no pude articular bien la pregunta y me quedé en un
tartamudeo.
-“Pero ¿cómo se para esto?”
Me acerqué a la lavadora y comencé a tocar
botones, golpeé la ventanilla con el puño y después vinieron las patadas. La
televisió seguía vomitando imágenes de gente corriendo
por el paseo como alma que lleva el diablo.
-“Esto no se para –oí que contestaba- hasta que se acabe el ciclo”.
Lo miré sin entender, se encogió de hombros y añadió: "hasta que se lleve toda la mierda y todo quede limpio".
Comprendí que él había confundido el motivo de mi rabia y que
no estábamos hablando de lo mismo. Y, sin embargo, era como si nos hubieran
metido a los dos en un mismo programa de lavado: también yo ahora me encontraba
sin papeles. Ahí, en la cartera, iban todos los míos, el carnet de conducir, el de identidad, el de transporte. Y todo el dinero, los billetes y las tarjetas de crédito. Me había quedado sin nada. Me di la vuelta, le
miré y fui a darle un abrazo.
-“Cualquiera de nosotros podía haber estado
allí”, dijo en tono compungido.
Mientras nos abrazábamos, él seguía sin apartar la vista de la
televisión. Yo, en cambio, miraba el pantalón dentro de la lavadora y mi
cabeza seguía dando vueltas a la misma pregunta.
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