En literatura cada línea es pertinente para la siguiente. Hay que saber
dónde se pone el pie y dónde se va a poner. Es imposible escribir si no se sabe
qué palabra viene después. Si en seguida nos olvidamos de las palabras precedentes corremos el riesgo de perdernos. Y entonces no tendremos nada qué contar.
Quiero decir con esto que es importante que cada línea esté encadenada con la
que lo precede y ensartada con la que sigue. De esta manera somos capaces de
construir un texto fluido, compacto, de una pieza. Es entonces cuando nos
sentimos artistas. Pero es necesario, antes de ponerse a escribir, conocer el
principio del texto, para saber de qué lugar vamos a partir; y, por supuesto,
sin conocer el final malamente nos podremos aventurar a escribir.
Pero, sin duda, lo mejor de todo sería que antes de iniciar un texto nos
fuera dado, con la velocidad y el resplandor de un rayo de inspiración divina,
el orden mismo de las palabras con las que se va a componer el escrito.
Solamente así seríamos verdaderamente artistas antes siquiera de empezar a
escribir, lo que nos garantizaría que nuestro texto fuera a convertirse en una
obra de arte. Sin embargo, este tipo de inspiración es muy rara. Y sin ella,
antes incluso de que nazca el texto, sabemos que ya que está destinado a morir
en la papelera, y notamos que nuestras palabras disuenan y se desconciertan, su
sentido se vuelve absurdo y la obra de arte que acariciábamos en nuestra mente
se convierte, cuando pasa por nuestras manos, en una auténtica chapuza.
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