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CUENTOS MÍNIMOS 21. EL HOMBRE MUERTO ("Memento mori")

 


Ella se estaba acordando del hombre muerto -o eso dijo, "me estoy acordando del hombre muerto ese que vimos desde el autobús junto a los policías"-, sin duda no se acordaría del hombre si lo viera de pie y gesticulando, siempre llaman la atención los hombres caídos, sobre todo si están tapados con una sábana blanca desde los pies hasta la cara: la curiosidad y el terror de ver la expresión de sorpresa de su cara, la expresión que nos guardaban y nunca nos enseñaron, es ahí cuando podemos estudiar mejor al que estaba vivo, arrancarle su máscara. El terror que nos inspiran los muertos viene de que se quedan ahí tan parados y es un milagro cotidiano tan grande como si de repente empezáramos a ver los muebles de la habitación echar a andar con vida propia. Pero ahora son ellos los que se han convertido en muebles que se irán comiendo las termitas. Sólo que no queremos ver el milagro de cómo era lázaro antes de resucitar, cuán desfigurado y putrefacto estaba. Nuestro deseo de que no se mueran, y nuestro terror también, nos hace ver a los muertos resucitando con la misma cara que tenían antes de morirse. Ninguno ha deseado ver al muerto resucitando con su terrible cara de muerto. Les tenemos miedo. Y también fascinados, vemos que el muerto tiene algo de cuando estaba vivo. Está allí y no está allí y no sabemos dónde está. ¿Dónde está él? ¿Y dónde estamos nosotros? Por de pronto no estamos muertos y eso ya es un buen comienzo. ¿Y no será -decía aquél- que lo que llamamos muerte es vida y lo que llamamos vida es muerte? Masco palabras de vivos que dijeron palabras sobre los muertos. ¿Pero qué dirán los muertos? ¿Seguirán sin parar diciendo palabras que alimentaron su consciencia o han comprendido que ellas estaban envenenadas y que hay que decir las cosas de otra manera? Quizás el solo gesto de la muerte nos asuste tanto que nos deje sin habla. ¿Pero qué le queda a uno cuando ya no le queda nada a lo que temer? ¿O será eso la muerte, vivir en su terror permanentemente, entre las mandíbulas del monstruo? ¿Será eso el infierno y, como vamos a residir tanto tiempo en él, algo de éste salpica nuestras vidas y las contamina? Habría que preguntarse dónde está el paraíso, donde está la vida. ¿No será la felicidad la mejor manera de enfrentarse a ella, a la muerte, burlarse de ella, no pensar en ella? ¿Será por ser desgraciados por lo que pensamos tanto en ella? Y los más desgraciados no sólo piensan en ella; se quitan de en medio y van hacia ella. La felicidad debe ser el estado en que ningún átomo del cuerpo piensa en ella. Pero ahí están los poros de la piel en carne de gallina. Me gustaría ser feliz. Seguramente el paraíso es eso, morir siendo feliz, morir en estado de gracia. Sólo podremos ver el paraíso cuando dejemos de temer a la muerte.

 


 Pero he aquí que cuánto la tememos, a mí mismo me da miedo escribir sobre la muerte, lo que quiere decir que no debo ser muy feliz. Nos seguíamos acordando del hombre muerto tumbado en la calle, tal vez sorprendido o apuñalado, de vez en cuando hasta hacíamos bromas sobre el caso y nos reíamos, ella tiene mucho miedo de los muertos, no de los muertos -me rectifica-, sino de los ataúdes en los que los metemos, de esos lugares tan tristes y escondidos debajo de la tierra, de esos hoyos donde se planta un pino muerto que no crecerá jamás, o en nichos como búnkeres,  en esas cajas fuerte a prueba de robos y resurrecciones. No se deben robar a los muertos. Hay que dejarlos que descansen en paz, sin sobresaltos, dormidos en esa cajita que no se volverá a abrir, en ese espacio clausurado donde enterramos a los muertos, y yo pienso que esa cajita, a veces de madera noble, a veces noblemente trabajada con sus incrustaciones que imitan al oro, hay que verla como una cajita bonita, como un lindo homenaje que le ofrecemos a los seres bonitos, como un grande y bello camafeo donde guardamos no sólo esos cabellos que seguirán creciendo, sino todo su adorado cuerpo. Bien es cierto que ese camafeo nunca lo vamos a poder abrir para mesar sus cabellos y rasgarles sus vestiduras, acaso para besar lo que quede de sus huesos como una reliquia, pero ahí estamos plantados ante la lápida tras la cual se halla el relicario donde yacen los restos adorados que quizás debiéramos morder y besar, si una pesada losa de mármol no nos lo impidiese, si la horrorosa imagen de calavera con la que nos transforma la muerte con todos sus gusanos no nos lo impidiese, pero ahí estamos plantados pronunciando el nombre del muerto que con placer leemos en su epitafio, qué larga es la distancia que nos separa de los muertos, pensamos al leer sus dos fechas separadas por un guion, qué antiguos son ellos y nosotros qué modernos, que muertos ellos, que vivos nosotros, y nos alegramos seguramente con media sonrisa al vernos a nosotros todavía de pie victoriosos -como repetía Canetti-, a ellos allí tumbados y fríos, es decir, derrotados, y seguramente porque sentimos pena por su terrorífica situación les rezamos una plegaria, otra cosa bonita, mientras retiramos las flores marchitas para ponerles otras vivas. No es tan fea la muerte como la pintan, tiene sus cosas bonitas cuando todavía se conserva el ceremonial de la muerte. No, para mí la muerte no es fea, tampoco la vida, quizá a la vida y a los vivos hay que temerlos, a la muerte nunca. La muerte es bonita y tiene su sentido, tanto sentido... Y además, los muertos son tan bellos, tan jóvenes, tan misteriosos... Me gustaría enamorarme de algún muerto. Quizás resucitarlo a besos. Pero algo habrá que hacer con los muertos. Tan bellos, tan incorruptos y eternos, y por eso a ella le gusta acordarse del muerto aquel, y se le pone el rostro más hermoso que nunca, diferente al que se le queda cuando comienza a pensar en las cosas vulgares la vida.

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