Si no recuerdo mal, la cosa sucedió de la manera siguiente. Hacía una bonita mañana cuando me desperté, es decir, que lucía el sol, el mar que ciñe mi ciudad refulgía con una calma resonante que presagiaba la revelación que me iba venir después, y las gaviotas, que se habían puesto a clamar durante la noche de una manera que no me dejaron dormir, seguían cantando más armoniosamente por la mañana, como si quiseran desentrañarme el lenguaje en el que anunciaban la verdad del día, la que iba a tener que acarrerar durante los días siguientes; además, el viento, que era una leve brisa que me hacía reposar en mí, parecía como que me llevaba en volandas suaves a la mesa del bar en que suelo sentarme a escribir mis revelaciones mientras despacho los desvelos de cada día, con sus consiguientes chupitos de ron, que suelo utilizar para aclarar la garganta; es así como me brotan a los labios las palabras más claras, bien que se entienda que se trata aquí del lenguaje metafórico que empleo para tomar vuelo cuando me siento embriagado y empuño la pluma. El silencio que reinaba en el bar era el mismo silencio que se había apoderado de mi mente, agudizado por el planeo insolente, como al desgaire, de las gaviotas que desde la ventana veía picotear entre la espuma del mar: sentía como si estuviesen picoteando en mi corazón para dejarme algún mensaje. Un silencio tal en mi mente, amenizado por aquella música canora, creo que produjo alguna suerte de cortocircuito, porque el dueño del bar, por primera vez desde que tengo memoria, no dio rienda suelta al capricho del hilo musical que siempre hacía temblar de mala manera mi pulso al blandir la pluma, hasta emborronar sin remedio de un ruido insoportable mis folios. Casi nunca le encontraba el menor significado a lo que escribía: eran siempre palabras, palabras, palabras y cuentos dicho por el idiota en que me convierto cada vez que escribo. Creo que el dueño, siempre temeroso de verme venir, se atemorizó mucho más al verme entrar esa mañana con paso resuelto al interior del bar. Fue dar sin querer el portazo al entrar con aquella energía que me seguía, y él con la misma violencia cortó la música. Con una violencia mayor, si cabe, porque la gente no soporta el silencio, le averguenza y no sabe cómo reaccionar. Debió pensar que venía con ganas de armar bronca y tuvo miedo de que la música me violentase y fuese yo a romper alguna copa, como ya me había ocurrido muchas de las mañanas en que no había tenido ninguna revelación sobre el folio dubitativo: lanzo maldiciones cada vez que me quedo en blanco, miro furioso para todos lados y cuando encuentro la cara del camarero la abofeteo con la mirada. Esa mañana estaba todo a pedir de boca, así que el camarero observó la expresión dulce de mi cara, como la de un niño que se acaba de comer un pastel, y el camarero me sonrió manso. Y yo me dejé arrastrar por tanta paz y dulzura. Pues, evidentemente, era yo quien la traía. Vi entonces, al muy poco de sentarme, una gaviota planeando muy cerca de la ventana por la que miraba, y tuve la revelación. No sé cual, porque cuando fui a escribirla, como siempre hago sin pensar demasiado en lo que hago, noté que tenía que consultar el libro que casi siempre llevo conmigo dentro de la mochila y que me sirve para dar autoridad y para zurcir mis escritos, porque lo mismo vale para un roto que para un descosido. Palabra de Dios. Creo que no me hace falta decir que cuando uno nota un vacio tan grave dentro de su mochila, es como si las cenizas del cuerpo saliesen revolando del interior para nublar con su grisalla el aire respirado, como si el aire se fuese tiñendo por la nostalgia de un recuerdo que ya nunca más vendrá; entonces uno se da cuenta de que su vida está vacia de igual modo, que siempre lo ha estado, y que ninguna de las revelaciones que yo andaba cazando a tiro de pluma eran piezas de gran sustancia y que más me valía estar callado, estarme solo sin gente y sin mundo dentro de mi cabeza. Más me valía estarme muerto, sentía yo aquella mañana, y sin embargo no lo estaba, pero qué podía hacer.... No me iba a pegar un tiro por eso ¿no?. Solo me restaba resucitar, aunque no conocía en aquel momento el modo, pero sabía que debía volver a mí, a aquel espacio alcohólico en el que me vacíaba; debía volver de otra manera, quizás más sobrio, o ni sobrio ni borracho, simplemente volver, pues me daba cuenta de que me había ido, de que alguna vez estuve, pero ya ni me acordaba, tales son las jugarretas que nos juega la memoria cuando la tenemos muerta para las cosas vivas. Creo que no lo he dicho, pero si lo hecho, pido perdón por repetirme. El libro que suelo llevar conmigo, es, claro está, mi vademecum, la Biblia, ese gran libro sagrado con el que creo bendecir mi persona y el mundo que piso sólo con portarlo, y hasta santificar mi vida, mi vida que siento que mejora sólo con sentir su contacto sobre mi espalda a través de la mochila, como si me liberase del peso imaginario que siento siempre como una joroba y que se llama angustia. Me sirve de bendita inspiración y con su autoridad consigo dar, cuando lo leo, una extraña elocuencia a las palabras que siguen a mi pluma sobre el papel, pues siento que mi pluma se arrodilla y traza gestos más graves, como si me saliese la tinta a borbotones y convirtiese el blanco desierto del folio en un salvaje vergel azul. Siento que es mi forma de escribir, de dibujar mi regreso al paraíso. Ese vacío que yo sentí en aquel delicado momento, pienso que lo suplió Dios con su cuerpo a falta de una mala representación en papel biblia. Porque mientras miraba planear las gaviotas sobre las olas del mar como si quisieran devorar con su sed todo el agua azul que tenía ante mis ojos, sentí, mientras me quedaba pasmado de que hubiera desaparecido el libro de mi mochila, que el mar retrocedía como ante la inminente embestida de un tsunami y, tras el desierto de arena y rocas que se apareció ante mis ojos, vi los ojos sin vida del camarero preguntándome qué iba a tomar y entonces me di cuenta de que me había bebido el mar a chupitos, la mesa, el bar y la ciudad barrida por mis ojos, sólo quedaba un aire blanco como un folio virgen de ruidos, es decir, así fue como esa mañana sentí el vacio y me dije que eso era la muerte, un mar azul que se bebió una gaviota blanca en un gran desierto amarillo. Fue entonces cuando escuché la voz de Dios como un aullido, un llanto de gaviota, que atronó mis oídos y me dejó sordo, porque así es la voz de Dios, no deja espacio para escuchar más que sus palabras, el camarero me hablaba, pero yo sólo escuchaba la palabra que tenía que oír, todo lo demás carecía de sentido, era eternamente extemporaneo, como petrificado en su absurdidez. Y entonces supe lo que tenía que decir. Y lo dije. Dios grita, pero nos deja sordos, y nos hace hablar calmamente, en susuros, balbuciendo.
El camarero no me oyó o hizo como que no me oía. No ha sido hecha la miel para la boca del asno. ¿Pero puedo decir que sus ojos brillaban tras verme abrir la boca y mover los labios como si expirara? Desde aquel día veo que todos los ojos de las personas con las que me encuentro brillan cuando hablo con gestos. Antes me tenían miedo, pero ahora se me acercan como perros mansos que buscan las caricias de su dueño. Ya no me ladran. Ya no me muerden. Siento que soy el custodio de una gran perrera universal. Yo mismo soy un perro, pero que ha dejado de ladrar. Un perro sagrado, quizás. Porque desde ese día oígo voces sin parar y siento que las tengo que repetir, ni más ni menos que si fueran la palabra de Dios. Digo voces, pero son más bien gestos lo que siento, y que yo hago resonar acompasando mi cuerpo con unos precisos movimientos que van percutiendo ondas, todo se me aglomera alrededor como imantado por esas ondas y siento que ellas se deslizan muy lejos, remotamente a tocar algún instrumento al otro extremo del mundo, como llevando apostólicamente algún mensaje a los seres más extraños. Supe en ese momento que la palabra de Dios no puede ser encerrada en un libro, aunque sea sagrado, y que sólo sirve para distorsionarla. Desde aquel momento ya no me queda nada por escribir. ¿Será este mi último texto?, me pregunto, un texto que escribo para recordarme que ya no me queda nada por escribir, ni por decir. Dios no se dejaría reducir a una palabra manchada de tinta. Dios no necesita espacio. Alguna materia ha de precisar, pero ha de ser sútil. Al principio, pensé que podía subirme en medio de la calle más concurrida de mi ciudad a un pedestal y ponerme a recitar las palabras que sentía, igual que un pájaro se limita a lanzar las notas que le vienen al pecho para hacer música en su garganta. Y así lo hice, me aposté en una esquina y empecé a abrir la boca en medio de la calle para dejar salir aquello grande que me hinchaba y quería reventarme. Pero la gente que me escuchaba huía espantada, pues las palabras que me salían de la boca eran feas, todas las palabras son feas. Sentí que eran como graznidos de gaviotas. Y sentí que las palabras no pueden contener a Dios. Ha de existir cerca de nosotros algo más simple y que lo represente mejor, algo que le dé más cabida. Tenían que ser unas palabras nunca dichas, unos sonidos no registrados en el mundo todavía. Sentí mucha pena entonces, porque tenía que enterrar las palabras y me puse a llorar por la muerte de las palabras. Y luego a reír, porque, a causa del desahogo, me vino la alegría. Y luego volví a gemir otra vez y a llorar, y sentí que era así, con aquel lenguaje, con aquel código sublime y entrecortado de llantos y risas como yo debía dirigirme al mundo para difundir el lenguaje olvidado de Dios. Claro que son risas y llantos contagiosos, que suelen provocar una histeria colectiva, pero qué se le va a hacer; es mi manera de darle más eco a mi mensaje. Porque algún mensaje debe haber, pero ahora no sé; tuve esa revelación y la he olvidado porque no puede formularse en palabras. Pero mientras escribo esto sigo llorando y riendo, sigo riendo y llorando.
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