EL ORIGEN DEL MUNDO
Mi cuadro preferido, "El origen del mundo", de Courbert, ese que pude ver en el Museo D'Orsay, mejor dicho, que me lo pude comer con los ojos como si fuese un pedazo de carne con toda su casquería, ya no lo podré volver a ver, aún debe colgar de una de las paredes del museo, en ese espacio que centrifuga a los puritanos y por donde pasean señores santiguándose o jóvenes púdicos que abaten sus pestañas con las miradas bajas. Sobre el cuadro de Courbert, "El origen del mundo", me he abismado yo muchas horas y fundido mi fantasía sobre la carne blanca que muestra a un mujer abierta de piernas, como si se hubiese tendido en el mostrador de una carnicería, un bodegón como un almuerzo sobre la hierba, pero sin hierba y con mucha carne mórbida que está punto de exudar sus vísceras. Ya no podré ver ese hermoso cuadro símbolo de la creación divina, y demoniaca para otros, réplica moderna de una diosa neolítica de la fertilidad, porque resulta que el algoritmo de google ha decidido que no está el mundo para ser escandilizado y ha echado una cortina de pixeles sobre la fresca carne femenina y rubendariana que nos invita a beber de ella para saciar nuestra sed de la fuente que nos dio la vida, el origen del mundo hacia donde uno orienta sus antenas para saber de donde viene y a donde va: ya no podré saber quien soy mirando ese cuadro que me recuerda mi carácter de fauno lleno de vida, de cabra que tira al monte y de lobo que aulla a la luna. Sin ese origen del mundo que pronto acabaran descolgando del Museo D'Orsay nos quedaremos más perplejos para saber a donde vamos, qué sería de la humannidad si un buen día descolgasen la torre Eiffel pieza a pieza de hierro o le robasen la antorcha a la estatua de la libertad. Quieren echarle un bote de pintura blanca y casta al agujero negro del origen del mundo que se halla entre las piernas de una mujer a punto de parirnos al mundo de nuevo. El mundo se puede parir a cada instante o abortarlo a base de bofetadas o de ojos de vigilante escandalizados que reniegan de la vida. Antes de que recalase en el museo D'Orsay parece que fue el famoso psicoanalista Lacan su último dueño, colgado el cuadro en un gabienete privado para su propio goce y no sabemos si para ensuciarse las manos; el mismo Lacan que decía que el deseo no es lo que importa, que lo verdaderamente importante es desear y que estamos todos enfermos de no desear, ni si quiera en las fiestas de cumpleaños o en las cartas a los reyes magos, coleccionamos un catálogo de deseos castrados y postizos, de deseos desplazados que nos llevan a convertirnos en unos enanos de nuestros verdaderos deseos. Quiero imaginar a Lacan piadoso con alguno de sus pacientes, los más recalcitrantes, aquellos que dejaron morir su primer deseo cuando vieron a su padre como besaba a su madre y la dejaba desnuda sobre el lecho como a la mujer del cuadro abierta de piernas en elegante y descuidado escorzo mostrándonos su primerísimo plano. Me imagino a Lacan desesperado con alguno de sus pacientes diciéndoles, como último recurso desesperado, venga usted, acompáñeme que le voy a llevar a ver algo que pocos consiguen ver, le voy a llevar de vuelta a sus orígenes para que vea de donde vienen sus deseos agusanados. Tome aliento, tómese su tiempo y observe: de ahí viene usted con toda su enfermedad y para curarse de espantos tiene que volver a desear, ha de volver de nuevo ahí, métase en el cuadro y vuelva usted a nacer de nuevo.

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