Olga Orozco nace en Toay, en el interior de La Pampa argentina, en 1920. Su infancia transcurrió en contacto con el mundo vegetal y animal del campo, y ese contacto primero con la naturaleza iba a nutrir su posterior poesía. Su abuela, Maria Laureana, la inicia en la tradición de los cuentos de hadas, brujas y aparecidos. Una sombrera, amiga de su madre, la inicia en el arte de echar el tarot, de gran repercusión para labrar una mentalidad visionaria que posteriormente inyectará en su obra, donde intenta rastrear los signos de otros mundos. Con ocho años se traslada con su familia a Bahía Blanca y ahí descubre el mar, una presencia constante dentro de su poesía. A mediados de los años 30 se muda con su familia a Buenos Aires, donde termina los estudios de magisterio, pero sin que llegara a ejercer nunca de maestra. Más tarde se licenciaría en Filosofía y Letras. Pronto se enrola en el grupo Tercera Vanguardia, capitaneado por Oliverio Girondo, y fundará con él y una camarilla de poetas la revista Canto -donde publica sus primeros poemas-, a la que siguió una secuencia más larga colaboraciones en otras revistas. Fue en la revista “Canto” donde conoció a su primer esposo, el poeta Miguel Ángel Gómez, muerto prematuramente. En 1965 se volvería a casar con el arquitecto Valerio Peluffo. A partir de los años sesenta también comenzó a colaborar en distintas cadenas de radio e hizo sus pinitos como personaje de radionovela. Participó en la prensa como articulista ocultándose bajo una plétora de diversos pseudónimos y en los años sesenta fue redactora en la revista Claudia, además de organizar el horóscopo del diario Clarín durante el intervalo de años que va desde 1968 a 1974. Fallece en 1999 a consecuencia de un paro cardiaco.
Aunque se la suele etiquetar como poeta surrealista y alguno de sus poemas tienen un aire romántico, la versátil y original hechura de su obra, confeccionada a base de largos versículos visionarios, con gran intensidad dramática y un acento oracular, hace que sólo se pueda contemplar a Olga Orozco como una figura singular, reacia a las escuelas y los parecidos. Rimbaud, Baudelaire, Rilke, Nerval y Sor Juana Inés de la Cruz son alguna de sus influencias, casi siempre reconocidas por ella misma. También se la ha asociado con la generación del 40, la de Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares y Ernesto Sábato. Otro de los elementos constantes en su obra es la presencia del cuerpo, como un espacio de encuentro entre la materia y el espíritu, entre el microcosmos y el macrocosmos. Winston Manrique ha destacado que “en su obra hay resonancia y presencia de romanticismo y simbolismo, dioses y profanos, palabras y sentidos, viaje y quietud, pero desde ese estadio de razonada duermevela. Tiempo, muerte, vejez, amor, desamparo, infancia, silencio, soledad, memoria, evocación, temor, paraísos anhelados y edenes perdidos, ausencia, destino, consuelo, sagrado y sacrilegio son temas presente en un poeta que confería y creía, como Rilke, en la palabra como hacedora de mundo.” Cabe destacar, entre sus libros más importantes, Los juegos peligrosos (1962), Cantos a Berenice (1977) y Con esta boca en este mundo (1994). Recibió además, entre otros muchos, el prestigioso premio Juan Rulfo y el Gabriela Mistral. Los poemas que se seleccionan aquí están sacados de su libro de 1974, Museo salvaje.
GÉNESIS
No había ningún signo sobre la piel del tiempo.
Nada. Ni ese tapiz de invierno repentino que presagia las
garras del relámpago quizás hasta mañana.
Tampoco esos incendios desde siempre que anuncian una
antorcha entre las aguas de todo el porvenir.
Ni siquiera el temblor de la advertencia bajo un soplo de
abismo que desemboca en nunca o en ayer.
Nada. Ni tierra prometida.
Era sólo un desierto de cal viva tan blanca como negra,
Un ávido fantasma nacido de las piedras para roer el sueño
milenario,
La caída hacia afuera que es el sueño con que sueñan las
piedras.
Nadie. Sólo un eco de pasos sin nadie que se alejan
Y un lecho ensimismado en marcha hacia el final.
Yo estaba allí tendida;
Yo, con los ojos abiertos.
Tenía en cada mano una caverna para mirar a Dios,
Y un reguero de hormigas iba desde su sombra hasta mi corazón
y mi cabeza.
Y alguien rompió en lo alto esa tinaja gris donde subían a
beber los recuerdos;
Después rompió el prontuario de ciegos juramentos heridos a
traición
Y destrozó las tablas de la ley inscritas con la sangre
coagulada de las historias muertas.
Alguien hizo una hoguera y arrojó uno por uno los fragmentos.
El cielo estaba ardiendo en la extinción de todos los
infiernos
Y en la tierra se borraban sus huellas y sus pruebas.
Yo estaba suspendida en algún tiempo de la expiación sagrada;
Yo estaba en algún lado muy lúcido de Dios;
Yo, con los ojos cerrados.
Entonces pronunciaron la palabra.
Hubo un clamor de verde paraíso que asciende desgarrando la
raíz de la piedra,
Y su proa celeste avanzó entre la luz y las tinieblas.
Abrieron las compuertas.
Un oleaje radiante colmó el cuenco de toda la esperanza aún
deshabitada,
Y las aguas tenían hacia arriba ese color de espejo en el que
nadie se ha mirado jamás,
Y hacia abajo un fulgor de gruta tormentosa que mira desde
siempre por primera vez.
Descorrieron de pronto las mareas.
Detrás surgió una tierra para inscribir en fuego cada pisada
del destino,
Para envolver en hierba sedienta la caída y el reverso de
cada nacimiento,
Para encerrar de nuevo en cada corazón la almendra del
misterio.
Levantaron los sellos.
La jaula del gran día abrió sus puertas al delirio del sol
Con tal que todo nuevo cautiverio del tiempo fuera deslumbramiento
en la mirada,
Con tal que toda noche cayera con el velo de la revelación a
los pies de la luna.
Sembraron en las aguas y en los vientos.
Y desde ese momento hubo una sola sombra sumergida en mil
sombras,
Un solo resplandor innominado en esa luz de escamas que
ilumina hasta el fin la rampa de los sueños.
Y desde ese momento hubo un borde plumas encendidas desde la
más remota lejanía,
Unas alas que vienen y se van en un vuelo de adiós a todos
los adioses.
Infundieron un soplo en las entrañas de toda la extensión.
Fue un roce contra el último fondo de la sangre;
Fue un estremecimiento de estambres en el vértigo del aire;
Y el alma descendió al barro luminoso para colmar la forma
semejante a su imagen,
Y la carne se alzó como una cifra exacta,
Como la diferencia prometida entre el principio y el final.
Entonces se cumplieron la tarde y la mañana
En el último día de los siglos.
Yo estaba frente a ti;
Yo, con los ojos abiertos debajo de tus ojos
En el alba primera del olvido.
LAMENTO DE JONÁS
Este cuerpo tan denso con que clausuro todas las salidas,
Este saco de sombras cosido a mis dos alas
No me impide pasar hasta el fondo de mí:
Una noche cerrada donde vienen a dar todos los espejismos de
las noche,
Unas aguas absortas donde moja sus pies la esfinge de otro
mundo.
Aquí suelo encontrar vestigios de otra edad,
Fragmentos de panteones no disueltos por la sal de mi sangre,
Oráculos y faunas aspirados por las cenizas de mi porvenir.
A veces aparecen continentes en vuelo, plumas de otros
ropajes sumergidos;
A veces permanecen casi como el anuncio de la resurrección.
Pero es mejor no estar.
Porque hay trampas aquí.
Alguien juega a no estar cuando yo estoy
O me observa conmigo desde las madrigueras de cada soledad.
Alguien simula un foso entre el sueño y la piel para que me
deslice hasta el último abismo de los otros
O me induce a escarbar debajo de mi sombra.
Es difícil salir.
Me tapian con un muro que solamente corre hacia nunca jamás;
Me eligen para morir la duración;
Me anudan a las venas de un organismo ciego que me exhala y
me aspira sin cesar.
Y el corazón, en tanto,
¿en dónde el corazón,
El tambor de nostalgias que convoca en tinieblas a todos los
relevos?
Por no hablar de este cuerpo,
De este guardián opaco que me transporta y me retiene
Y me arroja consigo en una náusea desde los pies a la cabeza.
Soy mi propio rehén,
El pausado veneno del verdugo,
El pacto con la muerte.
¿y quién ha dicho acaso que éste fuera un lugar para mí?
MIS BESTIAS
Me habitan, como organismos de otra especie, atrapadas en
este impalpable paraíso de mi leyenda negra.
Respiran y palpitan, ¡sofocante asamblea!, con la codicia y la
voracidad de las flores carnívoras y esa profunda clama de los monstruos marinos
al acecho de algunos continentes tal vez a la deriva, de unas hierbas tenaces
que arrastren la creación.
No las puedo pensar con estos ojos sin transformarme en
bestiario invisible, sin trocarme por ellas y abdicar.
Sin embargo persisten, evidentes, como la idea fija engarzada
en tinieblas, que hace retroceder todas las lámparas y se bebe la luz.
Y así mis bestias brillan, ¿para quién?, ¿para qué?, mientras
absorben lentas sus brebajes, solemnes, taciturnas, tenebrosas, con ropones de
obispo, de verdugo, de murciélago azul o de peñasco que de pronto se convierte
en molusco o en un tenso tambor.
Inflan sus fuelles, despliegan sus membranas, abren sus
fauces locas en bostezos y en carcajadas escarlatas entre los tapizados que
cierran en carne viva el extraño salón.
Me aterran estos antros contráctiles, estas gárgolas en
migratoria comunión, estos feroces ídolos arrancados con vida de la hoguera y
encarnizados siempre en el trance final.
Deliberan, conspiran, se traicionan estas vísceras mías,
igual que conjurados que intercambian consignas, poderes y malicias. ¿Y no
simulan fábricas, factorías del cielo, y hasta grandes colmenas que elaboran
narcóticos, venenos y elixires violentos, como miel?
Lo que tengan que hacer que lo demoren. Porque hay una que
adelanta la hora y decreta la entrega y funda su reinado en la consumación. Hay
una cuya máscara es ópalo, o esponja o tegumento y que tiene debajo la señal. ¡Y
convive conmigo y come de mi plato!
¡Qué tribunal tan negro en la trastienda de toda niñez
amedrentada por la caída de una pluma en el mero atardecer!
¿Y es esto una gran parte de lo que yo llamaba mi naturaleza
interior?
EN LA RUEDA
SOLAR
Cada ojo en
el fondo es una cripta donde se exhuma el sol,
Donde brilla
la luna sobre la piedra roja del altar
Erigida entre
espejos y entre alucinaciones.
Yo asisto
cada día con los ojos abiertos al sacrificio de la resurrección,
A la
alquimia del oro en aguas estancas.
Es difícil mirar
con la sustancia misma de la luz filtrada por la tierra del destierro;
Es imposible
ver quién se levanta y anda entre malezas
Desde estos
dos fragmentos arrancados a la cantera de la eternidad.
Uno al lado del
otro en su prisión de nácar,
En su
evasión de nubes y de lágrimas;
Uno ajeno
del otro,
Sometidos a
ciegas a la ley de la alianza en la separación,
Fabulan la
distancia, la envoltura de cada desencuentro, la isla que no soy.
¿Y acaso no
me acechan desde el fondo de todo cuanto miro
Igual que a
una extranjera?
¿No me dejan
a solas con su estuche de nieblas,
Lo mismo que
a un rehén,
Contra la
trampa abierta en la espalda del mundo?
¡Extraña
esta custodia que permite avanzar al enemigo transparente
Y retiene
hacia adentro este insondable vacío de caverna!
No tiene
explicación esta córnea con piel de escalofrío,
Con avaricia
de ostra que incuba al mismo tiempo su misterio y el cuchillo final;
Tampoco es
razonable este iris que tiembla como una flor al borde del abismo,
Que destella
y se apaga lo mismo que un relámpago de tigres,
Que se
acerca y se aleja semejante a una selva sumergida en un ala de insecto.
¿Y la
pupila, entonces?
¿Quién puede
descifrar esta pupila cautiva entre cristales,
Este túnel
contráctil siempre alerta a la inminencia a solas,
Esta palpitación
a medias con la muerte?
¡Basta,
mirada de fisura, incesante mirada de pólipo en tinieblas!
Es otra vez
el mismo tembladeral de aguas voraces,
La misma
negra rampa circula que me pierde hacia adentro.
Es otra vez
el mismo recinto central adonde caigo
Arrastrando un
telón sobre la lejanía,
Entreabriendo
la escena donde los personajes son una sola máscara de Dios.
Es otra vez
el mismo centinela que dice que no estoy,
La misma luz
de espada que me empuja hacia afuera hasta el revés de mí,
Hasta la
ciega condena de estos ojos que me impiden mirar
Y que sólo
atestiguan la división debajo de estos párpados.
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
¿Acaso es nada más que una zona de abismos y volcanes en
plena ebullición, predestinada a ciegas para las ceremonias de la especie en
esta inexplicable atravesía hacia abajo? ¿O tal vez un atajo, una emboscada
oscura donde el demonio aspira la inocencia y sella a sangre y fuego su condena
en la estirpe del alma? ¿O tan sólo quizás una región marcada como un cruce de
encuentro y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles?
No. Ni vivero de la perpetuación, ni fragua del pecado
original, ni trampa del instinto, por más que un solo viento exasperado
propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera un lugar,
aunque se precipite el firmamento y haya un cielo que huye, innumerable, como
todo instantáneo paraíso.
A solas, sólo un número insensato, un pliegue en las
membranas de la ausencia, un relámpago sepultado en un jardín.
Pero basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena del
viaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al haz de todos los
sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta el árbol de la primera
tentación, hasta el jardín de las delicias y sus secretas ciencias de extravío
que se expanden de pronto de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo
mismo que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la corriente
erizada reptando en busca del exterminio o la salida, escurriéndose adentro,
arrastrada por esos sortilegios que son como tentáculos de mar y arrebatan con
vértigo indecible hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se
desfonda cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa orgánica noche interrogante
de crestas y de hocicos y bocinas, con jadeo de bestia fugitiva, con su flanco
azuzado por el látigo del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al
misterio de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la nebulosa maquinaria
del planeta, poniendo en suspensión corolas como labios, esferas como frutos
palpitantes, burbujas donde late la espuma de otro mundo, constelaciones
extraídas vivas de su prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas
girando locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador que ya se
precipita por el embudo de la muerte con todo el universo en expansión, con
todo el universo en contracción para el parto del cielo, y hace estallar de
pronto la redoma y dispersa en la sangre la creación.
El sexo, sí,
Más bien una medida:
La mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.


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