Me volví célebre de la noche a la mañana. ¡Pobre de mí! ¡Maldita celebridad! Hubiera preferido tener mala suerte. Qué suerte tienen aquellos que se vuelven célebres después de muertos y no tienen que sufrir el peso de la falsa fama burlándose tras sus espaldas. De repente, me perseguía todo el mundo. ¿Qué culpa tuve yo de que me encargaran el retrato del rey difunto? ¿Qué culpa tuve yo de que se muriera al día siguiente de mi famosa exposición? ¿Había captado yo el momento de su agonía en aquel retrato que yo dibujé burlesco? ¿Había captado yo en aquellos momentos el momento de su inminente muerte? Algo sin duda capté mientras pintaba su retrato en aquellos meses en que lo único que me inspiraba era el desnudo que le había hecho Velazquez al papa Inocencio X. Le había dibujado en aquel sofá como si ya fuera el trono del que había sido desalojado. Había puesto toda mi alma en pintar un retrato de un rey abdicante, como si alguien le estuviera segando la hierba debajo de sus pies. Pienso...
Dejo aquí un poema de Samuel Beckett refiriéndose al paraíso y a la esperanza, eso que Nietzsche definió como la tortuga de los hombres. Aún tenemos esperanza de volver al paraíso. Pero tal vez ella es lo que nos impide volver. Acaso el paraíso nos deba inspirar la mayor de las desesperaciones, la pérdida de toda esperanza, tal como nos parece proponer Beckett. Pienso que esta manera de tratar el regreso al Paraíso le habría satisfecho mucho a William Blake. Pienso que tal vez, en vez de mirar tanto hacia él, debemos darle la espalda; tal vez, con otra orientación insospechada, estaremos ya bien encaminados para dirigirnos a él. Así que "Dejad toda esperanza"; esa es la mejor manera de arrojar la nostalgia y comenzar el camino de vuelta al país del que somos exililados. ¿La esperanza?, un bribón, el más grande embustero, hasta que la perdí, no supe de la felicidad. Copiaré del infierno en la puerta del cielo: dejad toda esperanza los que entráis.