lunes, 29 de mayo de 2017

MARCO SIMONCELLI SE ENTERA DE SU MUERTE

 
 


“¿Quién habla de victorias?. Sobreponerse es todo”. O eso, al menos, pensaba Rilke -cuando pensaba en verso- que era lo importante, no caerse, sobrevivir, resistir la tentación del suicidio y otro tipo de caídas. También pensaba otras cosas sobre la muerte, quien tanto escribió de la muerte; pensaba en lo esencial que es vivir la propia muerte, no esa otra muerte ajena e impersonal.  Hay que vivir la propia muerte, diría Rilke. La mayoría, no viven su propia muerte, nada más que la mueren, diría Rilke. Esto viene a propósito de la caída mortal de  Simoncelli el pasado domingo. Simoncelli no quiso caerse, nunca quiso caerse y así es como pudo vivir su propia muerte. Aunque a  veces sea mejor caerse, y así uno aprende a levantarse. Hay algo en la "hybris" de ciertos héroes modernos que lo emparentan con las artimañas diabólicas. Si el héroe no quiere verse arrastrado a su perdición, ha de respetar ciertos límites. El héroe moderno del deporte apela en muchos sentidos a la épica. El hombre se sabe humano al tomar conciencia de su acatamiento a leyes, al tener que conformar su vida a una vida gris y aplastada bajo el peso de estas leyes. Pero bajo este aplastamiento uno siente que así la vida no es suya: es simplemente la vida que hay que vivir. Los héroes, sin embargo, tratan de transgredir estas leyes y logran sus victorias porque se mueven en esos márgenes peligrosos en que las leyes físicas parecen suspendidas. Quizás lo mismo ocurra con los héroes morales en los que la humanidad se inspira: lo que asombra en ellos es esa destreza que tienen para elevarse sobre lo  humano -sobre lo demasiado humano, que diría el filósofo apóstata-, para aventurarse por los territorios en los que rige otra moral no convencional –ya sea santa o demoníaca-, otro régimen de vida más saludable y rico. Pero en este aventurarse está el peligro. Ser héroe es vivir peligrosamente, pedalear como un Ícaro loco sobre la cuerda floja. Otro poeta dictaminó que allí donde está el peligro está también la salvación. Nada nos dijo de la perdición, porque no es tarea de los poetas hablarnos de las cosas que nos son evidentes. El caso de Simoncelli puede resultar ejemplar, en el sentido de quien se cayó mortalmente el pasado domingo no era un piloto cualquiera, sino el piloto que por su conducta temeraria sobre la moto se podía estar conduciendo hacia el tipo de muerte en la que acabó cayendo. También esa misma conducta temeraria le llevó al triunfo y a ser admirado –y también vilipendiado- y a ganar un campeonato del mundo.


Ahora que tengo que hablar de motos, lo confieso. Una vez, de niño, acudí a una carrera en mi ciudad y no vi más que ruido. Casi no pude ver las motos que pasaban. Lo mismo me ha pasado con las carreras de ciclismo en las que he estado. He notado que en la televisión van a cámara lenta. No tengo mucha simpatía por las motos, prefiero las apacibles y silenciosas bicicletas; cuanto más se aleja la máquina del hombre -cuanto mayor es su progreso-, menos divino me siento. Vilmente humano con el vértigo de la velocidad y el estampido de los ruidos. Una vez intenté montar una "derbi diablo" cuando era adolescente; mi amigo el de la moto, que era el mismo que me birlaba las novias precisamente por tener moto, me miraba con desconfianza: noté que no temía perder un amigo, ni una novia,  lo que le descubrí en su mirada infiel es que le aterraba perder aquella moto. Pensaba que se la iba a estrellar. A mí también me aterró cuando a la primera de cambio, y después de montarme en ella y pegarle el primer latigazo al acelerador, noté lo veloz que arrancaba, tanto que la moto se me escapó de entre las piernas y la veía muy por delante de mí, inalcanzable -mi amigo también corría tratando de alcanzarla-, mientras yo creía volar mucho más deprisa en mi caída. No volví a subirme más, mi primera y última vez. Le cogí miedo a algo que ya me era antipático. Algo parecido me pasó  la primera vez que tuve que conducir un coche solo, sin mi copiloto  de autoescuela: Yo pongo la mano en el volante, pensé aterrado, ¿pero quien va conduciendo ese coche? ¿Y adónde va ese coche sin mi? ¿y dónde voy yo con ese coche? Además, sentía que ese coche no era mi coche, sino el coche de mi enemigo, un caballito de Troya que me dejaba aparcado frente a mi portal para mejor perderme. Y es que las máquinas nunca son nuestras, son muy suyas. (Tan suyas son –y esto no es un chiste- que mientras estaba revisando esta parte escrita, justo ésta, el ordenador sobre el que escribo se me ha apagado misteriosamente como maldiciendo de mí por haber maldicho yo, y ya mi desconfianza es total, y guardar y guardar, porque en el fondo, aunque trato bestialmente a las máquinas, sé que tienen un alma, que es su caprichosa manera de proceder tan suya. Como castigo y para que yo sepa que no están a mi servicio, me ha castigado a reescribir esto que aquí escribo y a trabajar como un esclavo para ellas. Y el peor castigo, que es tener que plagiarme a mí mismo y mal, y con otro tono que ya no es el mío, sino el del resentimiento por trabajar contra mí.)
 
Algo parecido pienso cuando veo una y otra vez las imágenes de esa catástrofe: ¿Quién conduce, en el accidente, la moto de Simoncelli una vez que ha pisado la línea de curva que lo centrifuga? Simoncelli no pierde el equilibrio en esa curva, como he oído, todo lo contrario, Simoncelli lo gana. Si los accidentes merecen el sinónimo de “siniestro”, el accidente de Simoncelli es doblemente “siniestro”. Simoncelli se pierde porque se vence a si mismo sobre la dos ruedas y logra lo imposible, y ahí, en el filo de lo imposible en que se movía Simonceli ya es posible cualquier cosa, cualquier milagro siniestro: es ahí donde se invoca al destino. Simoncellí sale volando de esa curva ya como un espectro, más muerto que vivo. Lo evidente como explicación no sirve aquí, porque la evidencia nunca explica nada. Es el bosque que se nos pone delante para que no seamos capaces más que de nombrar y enumerar todos los árboles que lo componen y nos ciegan. Aquí, para llegar a alguna conclusión razonable, hay que recurrir a lo irracional, a lo sobrenatural  y a lo paranormal, sobre todo cuando alguien cosecha como fruto de los actos de su persona su propia muerte, la muerte de la que se hace digno. Nadie lo quiere decir: pero por qué no decir que esa muerte no asombra a nadie, que ese es el tipo de muerte a la que un tipo como Simoncelli parecía conducirse: es una muerte congruente. Una muerte armónica, equilibrada, aunque con un resultado siniestro. Es una muerte con la que Simoncelli se suelda y se identifica. Es una muerte desgraciada, pero todas lo son. Es una muerte que Simoncelli nunca deseó, una muerte indeseable, pero todas lo son a su manera. Lo que esta muerte tiene de espectacular es que en ella vemos la mano del destino. El destino se muestra sobre todo en la hora de la muerte. En las horas de la vida, por lo ordinario, se nos pasa el destino desapercibido; en parte porque siempre nos creemos dueños de nuestro aliento y de nuestra hora. Creemos elegirlo todo en nuestra vida, hasta nuestra propia abulia. La muerte nos enseña la manera en que se escribe el destino, nos enseña de qué manera lo que nosotros elegimos se suelda con lo que no elegimos, hasta constituirnos en la persona que somos. (Hay varios elementos que hacen de esta muerte algo especialmente siniestro, como un espectáculo puesto en escena por algún Mefistófoles. Los nombro de pasada: Simoncelli sale centrifugado de una de las curvas, derrapa y para evitar salirse de la pista y caerse, lucha a fuerza de manillar, contra el suelo y contra la propia gravedad, y vuelve a entrar en la pista, pero ya volando a ras de suelo: lo vemos por un momento salir y luego entrar a la pista como vomitado, como si hubiera penetrado en un siniestro agujero negro de la curva, y en ese momento que vuelve a entrar Simoncelli a la pista ya no es Simoncelli -afirmo que ya no es Simoncelli, ahí todo lo que pasa por la cabeza de Simoncelli ya no pasa por su cuerpo- sino un juguete del destino, pero lo extraño de todo es que hay un punto ciego que la cámara nunca muestra, como si esa maniobra nos estuviese vedada por alguien que lo ha urdido y nos lo oculta. Otros ingredientes para la tragedia: seguramente su mejor amigo, Valentino Rossi, se convierte en instrumento que le siega la vida, pasándole por encima o desprendiéndole los anclajes de la correa del casco -algo que  según los expertos es casi imposible, “muy extraño”, dicen- y el mismo casco rodando sobre la pista como anunciando la muerte de alguien ya decapitado. Disculpas, cualquier narración de un siniestro siempre acaba siendo morbosa).
 
Pero además de enseñarnos la mano del destino, hay ciertas muertes que nos enseñan la carcajada del diablo. Esta muerte es desgraciada, pero tiene su propia gracia, que es una ironía del destino: a esta ironía del destino también se le puede llamar carcajada diabólica. El diablo sólo puede existir como metáfora, pero resulta una metáfora necesaria y de las más valiosas que la humanidad ha personificado. Una de las metáforas más fértiles, una gran prosopopeya.  Para oír esta carcajada –que es también otra metáfora-, hay que creer en él: El diablo nunca llora, quizás porque como nos quieren decir algunas religiones, el diablo debió gimotear tanto cuando fue expulsado de su antigua sede, que para vengarse decidió no volver a llorar jamás, y a reírse a carcajadas de todas sus acciones y trastadas. Su reino es siempre el de la venganza, y sus acciones obran por rencor. Por eso nos da tanto miedo la carcajada del diablo y nos hace a nosotros llorar. Pero habría que decir que más que asemejarse a Dios, desde que el hombre fuera expulsado del paraíso –otra fértil metáfora en la que es bello creer-, el hombre está hecho más a semejanza del diablo. Comparte su mismo destino y se convierte en nuestro compañero de cuarto de castigo. También al hombre lo diabólico de sus propias acciones le hace  reír; también se sabe gozar en las desgracias ajenas. Para oír la carcajada del diablo, hay que ser su creyente, hay que jugar con él, hacerle un pulso, un pacto de hermanos de sangre. Sabemos deducir qué tipo de alucinaciones auditivas debía tener Fausto cuando estaba solo: escuchaba sus carcajadas. El diablo tiene muchas formas de tortura, pero la peor es la de hacer oír sus carcajadas. El diablo se carcajea del mal, que es lo que conoce a fondo, la extensión de su reino. Mientras que Dios nada sabe del mal, o si sabe, éste no le puede hacer reír. En todo caso, Dios sonríe beatíficamente, y en esa beatitud de su sonrisa va implícita su ignorancia del mal.  O por lo menos, su ciega, su trágica aquiescencia. Lo inalcanzable por el hombre tiene un precio: el hombre sólo se puede llegar a lo divino por intercesión de lo diabólico -o por conductos prometéicos-, eso parecen decirnos los autores paganos, de eso nos hablan Sísifo e Icaro, Fausto y Prometeo. Cuando el diablo se cobra su deuda, cuando reclama su libra de alma despellejada, oímos el tintineo de las monedas en su caja registradora, y ese tintineo es su carcajada diabólica. Es todo metáforas, pero las metáforas nos sirven para expresarnos con mayor significado. Por lo menos con más salpimienta, que es otra especia a la que sería adicto el diablo. Al diablo no le gusta el azúcar.
 
Pero me dejo de rollos y voy a la narración del accidente trágico de Simoncelli. Temo quizás estar bordeando el mal gusto, incluso tengo mala conciencia por no hablar de cosas que tengan más enjundia. Pero el mal gusto y la poca enjundia abundan en los “medios”. Cada vez me asemejo más a ellos, por un defecto mimético. Hago entonces mi propia narración y mi propia glosa, porque lo que me da pena del accidente es que está mal narrado. Para narrarlo bien (vaya esto como homenaje a quien tuvo la desgraciada oportunidad de mostrarme su muerte y yo el obsceno gesto de no taparme los ojos con las manos)  debería acudir a un plano sobrenatural, es decir,  a una narración fantástica. Será una mala fantasía, se necesita más tiempo y más talento, pero con lo que yo tengo por ahora me lo imagino así. Me imagino a Simoncelli con ganas de ganar esa carrera, sabiendo que el triunfo puede ser suyo, porque se ha despertado esa mañana con la sensación de un presagio de sueño olvidado, y una vez que ha montado sobre la moto nota que todo va sobre ruedas, no importa que se sitúe  el quinto y que haya partido en desventaja desde la línea de salida. Mientras no se baja la bandera, hay carrera, piensa. Para ser primero hay que ir engullendo a los rivales hasta no dejar ninguno por delante, y no quedan más que  cuatro rivales, cuatro escalones hasta subir al podio. Para quedar el cuarto hay que ir a  por el cuarto, a por el primero para quedar primero, manteniendo a los de atrás a raya; para cargarnos al de adelante a nuestra espalda, hay que hacer pases de motos imposibles, pasar  por donde nadie quiere pasar ni en pensamiento; y Simoncelli a veces hace lo imposible, lo que nadie se explica. Le queda entonces un hueco para pasar al compañero que va cuarto, adelantar en una recta lo puede hacer un piloto de esos automáticos, pero él es un artista de la moto, juega con las curvas;  las reta, porque  tienen algo de aéreo, de ciego y de invisible, y le gusta palpar lo que nadie ve. Y conoce bien las curvas, lo sabe, hay que conocerse  todos sus recodos, frecuentar los puntos ciegos. Se trata de algo sencillo que es muy complicado: hay que desaparecer en las curvas por un momento, evaporarse entre Escila y Caribdis, ser un transformista y desligar nudos gordianos, colocarse en un punto intermedio entre la tortuga y Aquiles. Hay que desaparecer desde el puesto de atrás y aparecer al otro instante en el puesto delantero. Parece fácil, pero tiene su peligro, porque el artista de la velocidad puede desaparecer para siempre en ese vértigo ilusionista en que recorre trescientos kilómetros por hora.  Una vez más, Simoncelli desaparece, lo hemos visto desaparecer tantas veces que a nadie extraña que haya salido tan rápido de la curva y que ande disparado;  como siempre, parece que rueda a punto de caerse, una caída es la peor derrota, una fractura terrible en la carrera,  así que no quiere caerse, se aferra al manillar, con la cabeza rozando el suelo, empieza a trompear, las ruedas se desplazan y dislocan, parecen discos planeando a ras de suelo, desde un lado de la pista va como un borracho al otro lado, es posible ganar la otra orilla y seguir en la carrera. Mientras la moto entera no toque el suelo, hay carrera todavía, no más que un punto donde apoyarse en el suelo necesita. O si no, volar, antes que caer. Tal vez, morir. Sólo en una cosa ha de pensar mientras hace malabares con la moto: tiene que sortear el suelo y las motos que  le salen por delante, esa curva sin salida de la que está saliendo le parece ahora un avispero de motos que se cruzan enloquecidas, se cruza Edward y se cruza Valentino Rossi, pero no acaba de venirse al suelo porque puede ser primero, o a lo peor acabar el último si se le van atravesando todos, hay que seguir bandeandose en la curva, volver a salirse de la pista si es preciso, ir del quinto al cuarto, del cuarto al primero, del primero a la meta, siempre de atrás para adelante, cada vez más ligero,  victorioso, la curvas resultan peligrosas y no acaba nunca de salirse de esa curva, si se agarra bien y no la suelta, debe pensar, puede salir de ella  y ser primero ¿o es el cuarto? ¿o es el último? O es la curva más ligera de su vida. Solo tiene una serpiente de asfalto por delante que va dando  curvas y curvas y más curvas, zigzaguea, cada vez va más deprisa, más ligero, se marea, empieza a estar confuso, el ruido de las motos resulta más remoto, ya muy atrás y siempre a su espalda, siente que el viento le arrastra por los pelos, da una vuelta más, inalcanzable, y ya le quedan menos, siempre menos y adelante, otra vez las mismas curvas del circuito se repiten en vértigo imparable, una y otra vez  pasa por la curva que no pasa, la misma curva en la que ve dos motos por el suelo, y un hombre inerte en el asfalto ¿o está flotando?, casi levitando, es como un sueño lo que siente al ver a Valentino Rossi de pie al lado de su moto en la cuneta, le hace una seña tocando la cabeza, ahora entiende, hay que parar, ha perdido en esa curva el  casco y ya nadie puede seguir más en la carrera, queda suspendida y qué rabia ahora que iba zafarse y a escaparse, ahora sí, ahora sabe, ahora comprende porque ya no tiene calor en la cabeza ni oye el ruido de las motos, más bien es frío incluso lo que tiene, oye sólo un zumbido que es algo que de fijo se detiene y nota sus pelos al aire, casi de punta, mira el punto que Rossi le señala, un lugar solitario de la pista en la que está tirado el casco en la cuneta, ahora sabe porque sólo siente el movimiento de la moto, pero no se siente en ella, entiende,  alguien agita una bandera, y es roja, ahora sabe que está solo;  a pesar de haberse librado de caerse, sabe que su cuerpo está tumbado sobre el suelo, y flota, y  muchos rodean ese cuerpo que ya no siente suyo.

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