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"MACACOS", UN CUENTO DE CLARICE LISPECTOR

 

MACACOS

La primera vez que tuvimos en casa un mico fue cerca del Año nuevo. Estabamos sin agua y sin sirvienta, se hacia cola para la carne, el calor había estallado; y fue cuando, muda de perplejidad, vi entrar en casa el regalo, ya comiendo un plátano, ya examinando todo con gran rapidez y una larga cola. Aunque parecía un monazo aún no crecido, sus potencialidades eran tremendas. Sabía por la ropa colgada en la soga, desde donde daba gritos de marinero, y tiraba cáscaras de plátano a cualquier parte. Y yo exhausta. Cuando me olvidaba y entraba distraída en el patio de servicio, el gran sobresalto: aquel hombre alegre allí. Mi muchacho menor sabía, antes de saberlo yo, que me desharía del gorila: "¿y si te prometo que un día el mono se va a enfermar y morir, lo dejas que se quede? ¿Y si suupieras que de cualquier forma un día se va a caer de la ventana y morir allá abajo?". Mis sentimiento desvíaban la mirada. La inconsciencia feliz e inmunda del monazo pequeño me hacía irresponsable de su destino, ya que él mismo no aceptaba culpas. Una amiga entendió de qué amargura estaba hecha mi aceptación, de qué crímenes se alimentaba mi aire soñador, y rudamente me salvó: muchachos del cerro aparecieron con un barullo feliz, se llevaron al hombre que reía, y, en el desvitalizado Año Nuevo, conseguí al menos una casa sin macaco.

Un año después, acababa yo de tener una alegría, cuando allí en Copacabana, vi el grupo de gente. Un hombre vendía monitos. Pensé en los chicos, en las alegría que me daban gratis, sin nada que ver con las preocupaciones que también gratuitamente me daban, imaginé una cadena de alegría: "El que reciba esta, que se la pase a otro", y el otro al otro, como un ruido en un rastro de pólvora. Y allí mismo compré a la que se llamaría Lisette.

Casi cabía en la mano. Tenía falda, aretes, collar y pulsera de bahiana. Y un aire de inmigrante que aún desembarcaba con el traje típico de su tierra. De inmigrante eran también los ojos redondos.

En cuanto a esta, era una mujer en miniatura. Tres días estuvo con nosotros. Era una tal delicadeza de huesos. De una tal extrema dulzura. Más que los ojos, la mirada era redondeada. Cada movimiento, y los aretes se estremecían; la falda siempre arreglada, el collar rojo brillante. Dormía mucho, pero para comer era sobria y cansada. Sus raros criños eran solo mordidas leves que no dejaban marca.

Al tercer día estábamos en el patio de servicio admirando a Lisette y de qué modo era nuestra. "Un poco demasiado suave", pensé con nostalgia de mi gorila. Y de repente mi corazón fue respondiendo con mucha dureza: "Pero eso no es dulzura. Esto es muerte". La frialdad de la comunicación me dejó inmóvil. Después les dije a los chicos: "Lisette se está muriendo". Mirándola, advertí entonces hasta qué grado de amor ya habíamos llegado. Envolví a Lisette en una servilleta, fui con los chicos hasta la primera sala de auxilios, donde el médico no podía atender porque operaba de urgencia a un perro. Otro taxi -Lisette piensa que está paseando, mamá-, otro hospital. Allá le dieron oxígeno.

Y con el soplo de vida, súbitamente se reveló una Lisette que desnoconocíamos. De ojos muchos menos redondos, más secretos, más risueños y en la cara prognata y burda una cierta altivez irónica; un poco más de oxígeno, y le dieron ganas de decir que apenas soportaba ser mona; pero lo era, y mucho tendría que contar. No obstante, enseguida volvía a sucumbir, exhausta. Más oxígeno y esta vez una inyección de suero a cuyo piquete reaccionó con un golpecito colérico, de pulsera que tintinea. El enfermero sonrió: "Lisette, mi bie, ¡sosiégate!".

El diagnóstico: no iba a vivir, a mennos que tuviera oxígeno a la mano y, aun así, era improbable. "No se debe comprar un mono en la calle", me censuró moviendo la cabeza, "a veces ya viene enfermo". No, se tenía que comprar una mona determinada, saber el origen, tener por los menos cinco años de garantía del amor, saber lo que había hecho o no, como si fuera para casarse. Consulté un instante con los chicos. Y le dije al enfermero: "Le está gustando mucho Lisette. Pues si la deja pasar unos días cerca del oxígeno, en cuanto se cure, es suya". Pero él pensaba. "¡Lisette es bonita!". "Es linda, concordó él, pensativo. Después suspiró y dijo: "Si curo a Lisette, es suya". Nos fuimos con la servilleta vacía.

Al día siguiente llamaron por teléfono, y yo avisé a los chicos de que Lisette había muerto. El menor me preguntó: ¿Te parece que se murió con los aretes puestos?". Yo dije que sí. Una semana después, el mayor me dijo: "Te pareces tanto a Lisette!. "Yo también te quiero", respondí.

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